25
Se hallaban en el pasillo que separaba el laboratorio número 12 de la zona de seguridad. Barski se acercó a un lavabo donde había una cañería cromada y curva, semejante a un paraguas en miniatura, y sostuvo la mano debajo del extremo de la cañería, de donde empezó a fluir el agua. Retiró la mano, y el agua cayó otra vez.
—Un sensor —explicó Barski, con fuerte acento polaco—. De este modo, no necesito tocar ningún grifo, o sea que no entro en contacto con ningún objeto que posiblemente fuera portador de materias peligrosas. Y lo mismo sucede con la puerta.
Y se lo demostró. Apenas aproximaba una mano al tirador, la puerta se abría, cerrándose si la retiraba.
—Otro sensor. Así...
—Ya entiendo, sí —dijo Norma—. Usted está preocupado, doctor... Muy preocupado. Sasaki adoptó una actitud extraña, ¿no? ¿Sospecha usted que sabe más de lo que hace ver?
Barski se dedicó a jugar con el grifo.
—¡Oiga, doctor!
—No lo sé —respondió él, atribulado—. ¿Le parece sospechoso de tener algo que ver con el crimen? De repente me dije que todos podemos serlo. Y no cabe duda de que Sondersen sospecha de todos nosotros. Debo volar sin demora a Niza, para hablar con el hermano de Tak.
—¿Puedo ir con usted?
En el rostro de Barski apareció una expresión de relajamiento, y Norma creyó distinguir en sus fatigados ojos una chispa de alegría. «¿Existe aún la alegría? —pensó—. Por lo visto, sí. En ocasiones. Pero luego vuelve la tristeza.»
—¡Le ruego que me acompañe!
—¿De qué clínica se trata?
—Todo aquello en que trabaja Kiyoshi Sasaki en Niza, figura entre las cosas de las que Watson, el descubridor de la estructura helicoidal, dijo: «Tanto en el aspecto político como en el moral, el diablo andará suelto en el mundo entero, cuando se pongan en marcha...»
—¿Cuándo nos vamos? ¿Y cómo? ¿Y adonde, exactamente? Tengo que comunicárselo a Sondersen y a Hanske.
—Haremos escala en Dusseldorf. Encargaré en seguida los billetes. Saldremos mañana en el primer avión. La clínica de Kiyoshi está en el barrio de Cimiez. En la avenue Bellanda. Voy a telefonearle para anunciar nuestra llegada a Niza.
—Pues yo debo pasar por la redacción para escribir mi artículo para la edición de mañana. Hoy ya no será posible mi traslado a esta clínica. También Herr Westen se va mañana. Yo cenaré con él, como ayer. Y usted, desde luego, está invitado.
—Gracias. Entretanto, yo prepararé sus habitaciones. En el departamento clínico. Al menos haré un poco de sitio, para que ya pueda dormir aquí.
—De acuerdo.
Los dos se miraron fijamente.
—He de ir a mi casa para hacer la maleta si hemos de salir mañana.
—Yo la acompañaré.
—No hace falta. La Policía me protege, ¿no?
—La acompañaré de todas formas. No pienso dejarla sola.
—Es usted encantador —dijo Norma en voz baja.
—Y usted también —contestó él, en voz más baja todavía.
De pronto añadió Norma con prisa:
—Tengo que darme prisa. No podré preparar el equipaje hasta después de la cena. Antes no me quedará tiempo. ¿Quedamos a las siete y media en el «Atlantic»?
—Conforme.
—Hasta entonces, pues.
Norma se dirigió aprisa a la zona de seguridad, cuya puerta se abrió cuando su mano estuvo cerca del tirador.
Entró. La puerta se cerró detrás de ella. Norma hizo lo que Barski le había indicado mientras iban al instituto. Se quitó el mono protector, los guantes y los zapatos, y finalmente la mascarilla y la gorra, echándolo todo en un gran cubo. A continuación se lavó con todo cuidado en una de las pilas. Barski le había explicado que los recipientes contenían sustancias antisépticas.
«Si se pone la ropa protectora esterilizada en la cabina, no puede transportar al interior del laboratorio bacterias o virus, ni otras cosas. Y si después, al salir, deja la ropa en la cabina y se lava a fondo, no puede sacar nada afuera. Hemos de ser muy precavidos, y lo somos.»
Norma pensó en eso mientras se lavaba los brazos. «¡Imbécil! —se dijo entonces, furiosa consigo misma—. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué le dijiste que era encantador? Lo es. Pero, ¿y qué? Hay mucha gente encantadora. ¿Qué tiene que ver eso contigo? Él también dijo que tú eras encantadora... ¡Eso ha de terminar de inmediato, caramba! Tu hijo esa muerto. Pierre está muerto. Tienes que encontrar a los asesinos de tu niño. Es lo único que debes hacer.» Sintió mareo y se apoyó en uno de los recipientes. Al cabo de un par de segundos, se dio cuenta de que lloraba. Le sucedía como en el despacho de Jens Kender, en la central de Welt im Bild. No quería llorar. Con todas sus fuerzas intentó contener las lágrimas. Pero le brotaban de nuevo.
—¡No puede ser! —murmuró—. ¡No puede ser...!