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—Sasaki no tiene por qué ver, necesariamente, una relación entre el robo en la clínica de su hermano y el desaparecido miembro de la vigilancia de empresa, y menos aún con el atentado en el circo —opinó Alvin Westen.
—Pero yo no puedo creer que él haya olvidado lo sucedido en Niza —replicó Barski.
—No; eso es sumamente improbable —reconoció el anciano de cabellos blancos.
Los tres se hallaban sentados a la última mesa del restaurante instalado en la terraza del «Hotel Atlantic», la que siempre estaba reservada para Westen. Habían cenado y ahora tomaban café, que Norma y el ex ministro acompañaban con sendas copas de coñac. Los dos hombres habían conversado vivamente. Norma estaba cansada, aturdida y llena de tristeza. Pero era la suya una tristeza tranquila, que apenas dolía. Se hallaba sentada al lado de Westen, de espaldas a la pared, y Barski ocupaba el sillón de enfrente. «Me gusta este restaurante de la terraza —pensó Norma—. Me gusta todo el "Atlantic", porque Alvin siempre se hospeda aquí, cuando viene a Hamburgo, y son incontables las veces que, a lo largo de los años, he estado aquí con él. Cuando Pierre vivía, ya habíamos cenado los tres en esta misma mesa, en alguna ocasión.
Los dos se tenían mucha simpatía. ¡Hace ya tanto que murió Pierre! Desde entonces, su sillón siempre permaneció vacío. Ahora se sienta en él otra persona. El tiempo no tiene importancia. Para mí, lo ocupa todavía Pierre. Él, sí, y nadie más. En los últimos tres días estallaron en Beirut tres coches-bomba. En uno de esos atentados murieron sesenta personas, otro produjo veintiuna víctimas, y en el tercero perdieron la vida treinta y tres. Aparte de los heridos. Nada ha cambiado en Beirut. ¿Y qué ha cambiado en mí, desde la muerte de Pierre? Aún me parece que fue ayer. Y ahora también ha muerto su hijo... ¡No! —se dijo inmediatamente—. No debo pensar en eso... No. Tengo que distraerme... A ver. El restaurante. Lo han transformado algo, durante el año pasado. Ahora, los manteles son amarillos, haciendo juego con el papel de las paredes. Y entre las ventanas en forma de arco hay lámparas nuevas, una especie de cuencos de latón que iluminan el techo. Antes, en las mesas había candeleros con velas. Ahora ya no están. Sobre los manteles amarillos han puesto unos caminos de mesa, de satén a rayas doradas y grises. Lo que sigue igual, son los cortinajes azules. El azul es el color del "Atlantic". A Pierre le encantaba este color azul. ¡Ay, cuántos recuerdos! ¡Y cuánto amor! Alguien escribió una vez: "¿Qué es el amor, sino recuerdo?" Otro hombre se sienta en el sillón de Pierre... ¡Ayudadme a descubrir a los asesinos, Pierre y tú, mi niño! Si podéis, ayudadme. Os quiero. Os quiero infinitamente. Pero estáis muertos... ¡Basta, Norma! —se dijo. Ahora mismo... ¡Basta...!»
Y decidió hablar.
—Me explicaste que tenías compromisos en América y en Rusia, Alvin. Pero en otoño. Y ahora, de repente, te vas. Habrá un motivo para ello.
—Naturalmente —contestó el anciano.
—¿Guarda relación tu viaje con tu pregunta a Sondersen referente a esas unidades especiales? Porque él pareció desconcertado. ¿Puede verse presionado? Pero..., ¿por quién?
—La cosa es complicada —respondió Westen—. Sin duda, Sondersen tiene problemas. ¿De qué tipo? Antes de volar a Tokio, leí en el Süddeutsche Zeitung que el Gobierno Federal proyectaba invertir hasta el año 1990 en el fomento de la biotecnología, a la que también pertenece la técnica genética, la cantidad de mil millones de marcos, si no es más. Time, por su parte, publicó que el Gobierno estadounidense había dado su aprobación al empleo de no sé cuántos miles de millones de dólares, una barbaridad, para la tecnología genética. Ahora nos cuenta el doctor Barski lo que hace ese científico de Niza. ¿Y qué dice el behaviorista americano Skinner? «No tenemos ni idea de lo que el hombre puede llegar a hacer con el hombre.»
El maítre, persona especialmente amable y atenta, se había detenido prudentemente a cierta distancia de la mesa.
Westen le miró.
—¿Qué hay?
—No quisiera molestar —contestó el maítre—. Sólo me permito preguntar si los señores desean alguna otra cosa.
—Creo que no me iría mal otro coñac —decidió Alvin Westen.
—¿Dos coñacs, pues, señor ministro? Y para el doctor un vaso de agua mineral con hielo y limón, ¿no?
El maitre desapareció.
—«¡No tenemos ni idea...» ¡Dios mío! —exclamó Norma—. ¡Qué frase! ¡Qué frase en qué mundo!
Westen apoyó una mano en la suya.
El maitre d'hotel no tardó en volver con un camarero. Calentó grandes y panzudas copas encima de un infiernillo, y sólo entonces vertió en ellas el coñac. El camarero sirvió el agua mineral a Barski.
—El coñac preferido del señor ministro —dijo el maítre—, «Martell» extra. «Cordón argent».
—¿Conoce usted uno mejor? —preguntó Alvin Westen.
—No, señor ministro.
—Usted y yo siempre somos de la misma opinión —sonrió Westen—. ¡Tomen usted y el joven una copa a nuestra salud! Puede hacernos falta.
—Muchas gracias, señor ministro. ¡A la salud de usted y de sus invitados!
Westen alzó su copa y la oliscó.
—Bien —murmuró.
Después de beber unos sorbos, continuó el anciano:
—«No tenemos ni idea de lo que el hombre puede llegar a hacer con el hombre...» Skinner tiene razón. Y nosotros tres hemos de averiguarlo, Norma. Y Sondersen por su parte. Estoy convencido de que lo sabe desde hace tiempo. Desde mucho antes que nosotros. Por eso necesito hablar con mis amigos políticos de diversos países. Pero tú siempre sabrás dónde encontrarme. Te daré mis señas y, además, nos telefonearemos. También yo necesito saber dónde estás tú. Es hora de que me entere de lo que ocurre en realidad.