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«Sí —pensó Norma—. ¿Dónde estaría su omnipotencia? Pero... ¿y dónde está su bondad, si permite la existencia de un Hitler y los horrores de Auschwitz y Beirut y el hambre y la violencia y tantas guerras como hay en el mundo, y tanta miseria? Pierre y yo ya habíamos encontrado una casa junto a Saint-Paul-de-Vence, en el lugar más bello del mundo. Incluso estaba pagado el primer plazo. Entonces, Dios hizo morir a Pierre en Beirut. ¿Qué sucede contigo, Dios? No sucede nada —se dijo—. Nada puede suceder con quien no existe. ¡Eso es! Sasaki no cree en un dios. Yo tampoco. Sasaki cree en la ciencia. ¿Y en qué puedo creer yo? Antes tenía a Pierre. Pierre era mi dios. Y mi dios está muerto.»

—¿No le parece graciosa la anécdota, Madame? —preguntó el investigador japonés.

Norma despertó sobresaltada de sus pensamientos.

—¿A mí? ¡Sí, sí! Pero en este momento pensaba en otra cosa...

—¿Y usted, doctor Barski? ¿No la encuentra graciosa?

—No —contestó éste.

—¿Cree usted realmente en Dios?

—Sí; yo creo realmente en Dios —declaró el robusto doctor de la cara ancha y los ojos oscuros.

«Igual que Pierre —pensó Norma—. ¿Y de qué le sirvió a Pierre?»

—Pero yo también estaba distraído. Recordaba algunas palabras de Chargaff.

—¿De quién?

—De Erwin Chargaff.

—¡Ah, de aquél...!

—Escribe que, en su opinión, el hombre no es capaz de vivir sin misterios, y que podríamos decir que los grandes biólogos trabajan a la luz de la oscuridad... «Nos han robado la fértil noche. Ya no existe la luna, y nunca más inundará montes y valles con el resplandor de la niebla. ¿Qué será lo siguiente?» —recitó Barski, mirando al vacío.

«Algo le ocurre a este hombre desde el asesinato de Gellhorn, desde el atentado terrorista —se dijo Norma—. ¿En qué piensa? ¿Qué sabe? ¿Qué teme?»

—Chargaff escribió luego una frase muy aplicable a todos los investigadores, amigo Sasaki: «No sé si existe algo semejante a la ciencia prohibida, pero desde luego hay aplicaciones prohibidas de la ciencia, como se desprende de todos los códigos penales.»

—Es evidente que Chargaff olvida cuanto de enormemente bueno ha hecho ya la ciencia por la Humanidad —señaló Sasaki.

—Dice Chargaff además —continuó Barski con voz opaca y expresión apenada—: «Dado que la Humanidad nunca hizo caso de ninguna advertencia, ¿por qué había de hacerlo o había de poder hacerlo ahora?»

Alzó la vista como si despertara de un sueño, sonrió con timidez y cambió de tema.

—Agradecemos su gran sinceridad y la confianza que nos ha demostrado, doctor Sasaki. Su información sobre lo que aquí llevan a cabo, es amplia e interesante. Pero ahora deberíamos hablar del individuo llamado Pico Garibaldi y que, como Antonio Cavaletti, el que por un pelo no mató en Hamburgo a Frau Desmond, procedía de GÉNESIS TWO. Tiene que haber una relación entre esas dos personas.

—¡Naturalmente que la hay! —respondió Sasaki.

—¿Está usted convencido de ello?

—Del todo. De haber sabido que ese individuo también procedía de GÉNESIS TWO, ya me hubiese puesto en contacto con usted.

—Admitamos que usted no sabía nada de eso —intervino Norma—. En cambio, estaba enterado del atentado terrorista contra el profesor Gellhorn. ¿Por qué no habló en seguida con el doctor Barski o puso sobre aviso a la Policía, pues, si sospechaba una relación?

- Pardon, Madame. Sólo he dicho que veo una relación entre el robo en mi clínica y el intento de asesinato que pudo costarle la vida a usted.

—¿Y no sospecha que asimismo la hay entre el robo en su clínica y el asesinato de Gellhorn? —inquirió Norma.

El rostro de Barski no expresaba nada.

—De momento no lo vi, Madame.

—No lo entiendo.

—Cuando en el circo murieron el profesor Gellhorn y tantas otras personas, quedé tan horrorizado y desconcertado como mi hermano Takahito. Sólo al enterarme de que en Niza y Hamburgo había actuado la misma organización, he comprendido que sería muy extraña una coincidencia.

«Eres endemoniadamente hábil», pensó Norma. Y una mirada a Barski le bastó para saber que él era de la misma opinión.

—¿Cómo? —preguntó el doctor polaco.

Sasaki se expresaba con creciente viveza.

—Verán: yo guardaba en la caja fuerte los principales resultados de las investigaciones para los proyectos futuros en unos diskettes en clave. Usted, Barski, dijo que únicamente sus colegas y el profesor Gellhorn conocían la codificación de su investigación. Aquí, sólo ocho personas conocen la nuestra, aparte de mí. Una de ellas tuvo que facilitársela a Garibaldi. Sin la codificación no hubiese tenido sentido robar los diskettes, ¿verdad? Es palmario que hay gente tan interesada en conocer mi trabajo como el suyo, doctor Barski. En mi caso tiene que haber un traidor en nuestro equipo. Nadie tuvo que ser chantajeado o liquidado porque no se dejara chantajear.

—¿Insinúa usted que alguien intentó forzar al profesor Gellhorn para que revelara los resultados obtenidos o bien la codificación, de tanto como ansían saber lo que nos llevamos entre manos?

Sasaki hizo un movimiento afirmativo.

—¿Y que Gellhorn fue muerto por no dejarse chantajear?

—De eso tengo la certeza. Y Frau Desmond debía morir para que no pudiese hacer averiguaciones sobre su caso y el mío y quién sabe cuántos más.

—¿Y quién está detrás de todos esos atentados? —preguntó Norma.

—Alguien para quien nuestra labor parece ser de una importancia extraordinaria. Alguien que, si lo considera necesario, pasa por encima de cadáveres.

—¿Se refiere usted quizás a una industria farmacéutica? —quiso saber Norma.

Funcionaba la grabadora.

—Tal vez se trate de una industria farmacéutica, sí, o de varias —respondió Sasaki—. Todo es posible, imaginable, probable, verosímil, discutible. En todas partes se practica hoy el espionaje industrial. A lo mejor hay alguien detrás de los consorcios. —¿Piensa usted en determinados Gobiernos? —inquirió Barski. —En Gobiernos o políticos. En quienes tienen mucho poder. —Oiga, colega Sasaki... Nosotros, en Hamburgo, luchamos por vencer el cáncer de mama. Usted se dedica aquí a la fecundación in vitro, al estudio de los embriones y a los experimentos del ADN en el óvulo... ¿En serio cree usted que, por esto, algunos políticos o Gobiernos se valdrían del terrorismo hasta el punto de causar semejante baño de sangre? —Sí —dijo Sasaki.

—Pero..., ¿por qué? ¿Por qué? —exclamó Barski. —Ustedes y nosotros debemos de haber hallado algo que para alguien..., y no nos movamos de esta palabra..., es de un interés enorme.

—¿Y qué podría ser ese algo?

—Lo ignoro —contestó Sasaki—. Sea lo que fuere, el caso es que a mí me lo robaron. En Hamburgo fue distinto, colega Barski. El profesor Gellhorn no se dejó comprar. Ni dijo nada a ninguno de ustedes. Simplemente se negó a colaborar con los chantajistas. Entonces le mandaron matar.

—Sin embargo, aún no tienen lo que tanto buscan —indicó Norma.

—Ahí está la cosa —dijo Sasaki—. Por consiguiente, ese «alguien», ya sean consorcios o partidos o fanáticos o Gobiernos, seguirá intentando obtener lo que quiere, de ustedes o de mí. Ya verá cómo, en Hamburgo, no tarda en salir algún traidor. Un hombre o una mujer que revele, que descubra lo que en realidad hacen... —Y añadió sin poderse contener—: Traición, revelación de secretos, espía, espionaje, infidelidad, deslealtad, falacia. Eso significa que todos ustedes y todos nosotros estamos en peligro. También usted, Madame.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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