9

El «Volvo» plateado de Barski dejó rápidamente atrás el gran parque municipal, el lago y el planetario, deteniéndose delante de la barrera que cerraba la entrada principal del Hospital Virchow. Eran casi las dos del mediodía, y en Hamburgo hacía aún mucho calor. Las altas temperaturas eran más fáciles de resistir en Niza que en el norte de Alemania. «En Niza todo es distinto —pensó Norma, sentada junto a Barski—, todo...» Detrás de ellos se paró un «Mercedes» ocupado por dos hombres. Los agentes del kriminaloberrat Sondersen se alternaban de forma continua.

El científico polaco hizo sonar el claxon, impaciente. Su inquietud era terrible. Durante el trayecto del aeropuerto al hospital, Norma había temido que provocase un accidente en cualquier momento. De la garita salió el grueso portero que ya viera en su primera visita al centro.

—¿Qué le ocurre, Herr Lutz? —exclamó Barski—. ¿Es que ya no me conoce?

—¡Claro que le conozco...!

El hombre sudaba tanto como la vez anterior, dado el bochorno que todavía reinaba en la ciudad.

—¿Por qué no ha levantado en seguida la barrera, pues? —Verá, doctor... —se excusó el portero—. La señora... —¿Qué tiene que ver la señora con la barrera? —Usted dijo que le había prohibido la entrada... —¿Qué?

—Sí... Usted dio la orden —musitó Norma—. ¿No lo recuerda? ¡Cuando me echó del hospital!

—Esa prohibición ya no vale. La señora obtendrá un pase. Puede entrar en el recinto de día y de noche. Cuando quiera. —Valdría la pena que me hubiesen avisado —gruñó Lutz. Levantada la barrera, Barski pisó el acelerador y el coche salió disparado en dirección a las tres imponentes torres de color ocre. Un individuo de bata blanca les gritó algo. Barski redujo la velocidad, por fin, y siguió hasta el edificio de dos pisos qué estaba rodeado por un espeso seto vivo. Abrió la puerta y saltó al exterior. Norma se apeó también. El científico se hallaba ya ante la pantalla de televisión situada en el pilar de la entrada.

Una voz masculina brotó del amplificador que había al pie de la pantalla.

—¡Buenas tardes, doctor!

—Hola.

—¿Y la señora?

—Tiene mi autorización para entrar. —Okay.

La puerta se abrió con un leve zumbido. Norma corrió tras de Barski hacia el departamento de enfermedades infecciosas. «Hace sólo tres días, aquí mismo le hubiese abofeteado con gusto —pensó—. ¡Cuántas cosas han sucedido en estos tres días...!» La pesada puerta metálica se abrió con un ruido de succión. Barski la sujetó para que Norma pudiese pasar. «Nunca le había visto así —se dijo ella—. Está totalmente fuera de sí.»

Por un largo pasillo sin ventanas caminaron hasta otra puerta metálica. La iluminación era a base de fluorescentes. Barski extrajo un llavero de su bolsillo y abrió. En una pequeña sala les aguardaba un hombre de mediana estatura, rechoncho y un poco calvo, que llevaba una bata de médico. —¡Gracias a Dios! —dijo.

—No pude llegar antes —contestó Barski—. En Dusseldorf hicimos una escala de dos horas y tuvimos que cambiar de avión. Luego, la eterna espera en Fuhlsbüttel, hasta que nos entregaron el equipaje. ¿Cómo está Tom?

—Muerto —contestó el hombre—. Falleció a la media hora de haber hablado con usted, A las 7.47. Barski se dejó caer en un banco. —¡Pobre chico! —dijo, con la vista fija en la pared. —Yo soy Holsten —se presentó el desconocido, de cara a Norma. Barski alzó una mano. —El doctor Harald Holsten, Frau Desmond. Holsten hizo una breve inclinación. «Otra vez el nervio —pensó Norma—. Durante el entierro en la familia Gellhorn, retransmitido por televisión, ya me fijé en que se le contraía un nervio debajo del ojo izquierdo... ¿Será un tic? ¿O una señal de profunda excitación?» Holsten le dijo a Barski:

—Ya sabes cómo estaba Tom las últimas semanas. En otras condiciones hubiese resistido una neumonía, pero así...

—Puedes hablar sin ambages, aunque se halle presente Frau Desmond —le interrumpió Barski, añadiendo de cara a Norma—: Creo que ya le expliqué, a usted y a Herr Westen, que Tom trabajaba como un loco, desde que enfermó. Apenas dormía ni se alimentaba. Era presa de un delirio de trabajo, que consumía sus fuerzas. Y la neumonía constituyó una sobrecarga que su organismo ya no aguantó. Sé que ha sido una liberación para el pobre Tom, que nunca más habría podido abandonar esta casa —señaló con voz vibrante, en la que de súbito se notaba de nuevo el acento polaco—. Sin embargo, cuando uno conoce tanto a una persona..., si uno había trabajado con ella a lo largo de tantos años, y reído en tantísimas ocasiones, y además tenía amistad con su esposa... ¿Qué has dispuesto al respecto, Harald? —concluyó, en un esfuerzo por dominarse.

—Lo primero que hice fue telefonear a sus padres, que descansaban en Marbella. No sabían lo mal que estaba Tom. Se lo habíamos callado expresamente, para no causarles aún más preocupación. Ahora están deshechos, como te puedes imaginar. Llegarán esta tarde a las 19.30, en un vuelo de «Swiss Air». Iremos a recogerles. No comentarán con nadie la muerte de Tom. Son buena gente. Ya muy mayores. Por teléfono les dije que la autopsia era inevitable. Lo comprendieron. Entonces les puse en contacto con la administración, para que diesen personalmente su consentimiento y declararan, además, que después de la autopsia querían la inmediata incineración del cuerpo. Jacobson, el jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos, extendió el certificado de defunción. El papeleo de costumbre. Me ayudó Eli Kaplan. Cuando tuvimos los documentos, Eli se encargó del traslado del cadáver al Instituto Patológico, y allí se encuentra ahora.

—Que la autopsia sea bien completa, ¿eh? —recomendó Barski—. Sobre todo, del cerebro.

—Claro. Jan Barski le explicó a Norma:

—Descubrimos el virus en las excreciones de Tom y de su mujer. Ese virus que les hizo cambiar y enfermar de manera tan terrible. Ahora necesitamos ver si las células cerebrales se han transformado y, en caso de ser así, cuáles y cómo. Los patólogos nos enviarán muestras del tejido cerebral. Disculpe esta forma de expresarme...

Norma pensó en el silencio del restaurante, en el segundo piso del edificio del aeropuerto de Niza... El maravilloso silencio, el maravilloso mar... De eso hacía sólo unas horas... Y aquel país quedaba tan lejos...

—¿Cómo está Petra? —oyó preguntar a Barski.

—¡Ay, Petra! —exclamó Holsten—. Compruébalo tú mismo.

Y nuevamente se contrajo el nervio de su párpado inferior.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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