12

El olor a desinfectantes era terriblemente intenso.

El enorme sótano estaba embaldosado de blanco. En una pared había una puerta metálica al lado de la otra. Norma sabía que, detrás, había cadáveres en departamentos refrigerados. Ella ya había estado alguna vez en lugares semejantes, pero el lúgubre ambiente volvió a dejarla sin respiración. Sintió mareo. Vio una docena de mesas metálicas, de planchas inclinadas y con acanaladuras. Todo estaba iluminado con tubos fluorescentes.

Norma se hallaba con Barski y la doctora Alexandra Gordon junto a una de las mesas. Sobre ella yacía el cadáver de un hombre de unos treinta años, que tenía la piel azulada. Al otro lado de la mesa había un corpulento patólogo y su ayudante. Ambos se protegían con guantes de goma y delantales de plástico. El ayudante tenía a punto varios instrumentos: osteótomos, escalpelos, etcétera. Todos miraban al muerto. En alguna parte goteaba un grifo. En medio del silencio, aquel sonido destacaba de forma extraña.

Por fin dijo Alexandra Gordon:

—Me llamó Herr Kluge para anunciarme que iba a comenzar la autopsia porque Harald le había dado orden de practicarla lo antes posible. En consecuencia, vine a toda prisa y, claro, me di cuenta en seguida de que este hombre no es Tom.

La doctora inglesa era alta y delgada, y llevaba severamente peinados hacia atrás los castaños cabellos.

«En Beirut, yo había estado con Pierre en la sala de autopsias del American Hospital —recordó Norma—. Nos habían pedido que identificáramos a un corresponsal del «CBS», Tommy Cohén, muerto a tiros. Teníamos amistad con él. Un proyectil le había destrozado la cara, dejándole irreconocible. Unos franceses de la ONU habían encontrado el cuerpo, desnudo, entre unos matorrales. Nosotros sabíamos que a Tommy le faltaban tres dedos del pie izquierdo entre ellos el gordo. Una vez había pisado una mina, y aun con enorme suerte. El cadáver tenía metralla en todas partes. Pero la falta de los dedos del pie y la metralla no eran garantía suficiente de que, en efecto se tratase de Tommy. Pero, en cierta ocasión. Pierre había regalado a Tommy un anillo de marfil que llevaba una diminuta estrella tallada, que debía protegerle. Muchos de nosotros éramos supersticiosos, y otros que no lo habían sido antes, se volvieron en Beirut. Yo le compré a Pierre la cadena con el trébol de cuatro hojas, que ahora llevo yo. A Pierre no le trajo suerte. La sortija tampoco se la trajo a Tommy. Sólo sirvió para identificarle. He aquí lo único para lo que sirven los objetos destinados a dar suerte: para identificar a la persona a quien uno se los regaló, cuando está muerta...»

—No es culpa mía —dijo el patólogo Kluge—. En la ficha pone «doctor Thomas Steinbach», sus datos personales y la hora del fallecimiento.

Y alzó una tarjeta que colgaba del dedo gordo del pie derecho del cadáver. Barski la leyó y soltó un reniego en polaco.

«En Beirut —siguió recordando Norma—, los patólogos trabajaban en un par de mesas a la vez. Uno fumaba mientras abría el cuerpo de una mujer joven. De cuando en cuando enganchaba el cigarrillo entre los dedos de los pies de la muerta. También había un ayudante que bebía leche de una botella. Con el calor que hace en Beirut, la leche se corta rápidamente. Por eso la guardaba en una cámara para cadáveres.»

Pero aquí era distinto. Resultaba casi insoportable. Barski preguntó:

—¿Cómo llegó aquí el cuerpo de este hombre?

—Como suelen llegar todos —gruñó Kluge, que parecía un campeón de lucha libre—. En una bañera de cinc. Dos asistentes le trajeron por los pasillos subterráneos.

—¿Cómo se llaman esos asistentes?

—Ni idea. Ya sabe que tenemos muchos.

—¿Dijeron de dónde venían?

—No. Esos individuos nunca hablan. Me entregaron el papel con la orden de efectuar la autopsia, y yo firmé el certificado conforme me hacía cargo del cadáver.

—¿Dónde está la orden?

—Allí.

Barski se acercó a una mesa metálica vacía y leyó el formulario.

—Doctor Thomas Steinbach... Exacto. Todo es correcto.

—¡Pues claro que lo es! Puede imaginarse el susto que tuve cuando, al mediodía, Frau Gordon llega corriendo y me dice que no es éste el cadáver de Steinbach.

Se abrió una puerta, y Holsten entró en la sala de disecciones. Estaba sin aliento.

—¡Alexandra! ¿Para qué me buscaba?

Pero en seguida lo vio. «Es curioso —pensó Norma—. Ahora no le tiembla el párpado.»

—¡Maldita sea! —exclamó Holsten—. ¿Qué chapuza es ésta?

—¡Es lo que quisiéramos saber! —replicó Alexandra Gordon, furiosa.

«De seguir esto así, acabarán todos enfadados —se dijo Norma—, ¿Acaso le interesa a alguien? ¿A quién?»

—¿A qué viene ese tono? —protestó Holsten en voz muy alta.

—¡No grites, por favor! —intervino Barski.

—¡Pues que Alexandra no me hable de semejante modo! —contestó Holsten—. Ya sé que no me puede ver. Pero trabajamos juntos, ¿no? No exijo demasiado, por consiguiente...

—De acuerdo, sí —le cortó Barski—. No os pongáis así. Ahora hemos de averiguar cómo fue traído Tom desde el departamento de enfermedades infecciosas.

—Envuelto en una sábana de plástico y dentro de una bañera de cinc. Pasó por la zona de seguridad especial. Dos camilleros debidamente vestidos vinieron a recogerle.

Norma se apoyó en la pared de baldosas. Sus piernas apenas la sostenían. Cerraba los ojos a cada momento. «No lo soportarás —pensaba—. Pero tienes que soportarlo... Necesitas saber qué ha ocurrido. ¡Asesinaron a tu propio hijo! Tú quieres descubrir a los criminales. Has de soportarlo todo, pues. ¡Todo!»

—¿Conocías tú a los camilleros?

—¿Yo? ¿No te dije que Eli se había encargado del transporte? ¿Por qué me miráis de esa manera, diantre?

—Nadie te mira de ninguna manera, Harald. ¡Deja ya esos aspavientos! Tú rellenaste la ficha, ¿o no?

—¡Claro que lo hice! Y se la colgué de un dedo del pie.

—¿Es esta misma ficha?

Holsten examinó la hoja. «Ahora vuelve a contraérsele el nervio —pensó Norma—. Por lo visto, sólo para de hacerlo cuando Holsten se asusta o se pone muy nervioso.»

El bacteriólogo declaró:

—Desde luego, es mi letra. Esta cartulina la rellené yo. Y..., ¿qué papel hago ahora?

Norma recordó lo que Kiyoshi Sasaki había dicho en Niza sobre los muy importantes y muy poderosos, y también sobre la traición. «Es preciso que me ponga en contacto con Alvin», pensó.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó el patólogo Kluge, que tenía el cogote toruno y la cabeza cuadrada—. ¿Abrimos el cuerpo, o no? Aquí tenemos una barbaridad de trabajo —gruñó, señalando la serie de puertas metálicas—. Están ocupados casi todos los departamentos. Y no se figuran el lote que todavía nos traerán hoy. Además, tres colegas están de vacaciones. Sólo hay uno más, aparte de mí. En verano es un asco. ¿Qué deciden, pues?

—No hacer nada —contestó Barski—. Este cadáver no es el nuestro. Ni sabemos de quién se trata. ¡Hágase cargo de lo sucedido, doctor Kluge! A lo mejor, este cuerpo ni siquiera ha de ser abierto. Métalo en una cámara. Ya habrá manera de averiguar quién es.

—De cualquier forma, no tenéis motivo para enfureceros conmigo —refunfuñó el rechoncho Holsten.

—¿Quién se enfurece contigo, caray? —estalló Barski—. ¡Cállate de una vez! ¿Dónde hay un teléfono?

—Bajando por el pasillo, a la derecha. Verán una puerta donde pone «Prohibida la entrada» —explicó Kluge, para agregar en el acto—: ¡Meted a éste en la cámara! Así, pues, le toca el turno al cáncer de útero.

Barski se alejó de prisa. Norma tenía dificultades para seguirle. A sus espaldas oyó discutir a Holsten con la doctora inglesa. En el despacho situado al fondo del pasillo había una joven delante de una pila. Debajo del delantal llevaba un pantalón vaquero y una blusa suelta, y su ocupación consistía en limpiar recipientes de vidrio procedentes del servicio de anatomopatología. Iba exageradamente maquillada, y los rubios cabellos le caían en desordenadas greñas. En las orejas se había metido los auriculares de un walkman. Todo su cuerpo se movía al ritmo de una música no audible para los demás.

La chica limpiaba, se meneaba y canturreaba lo que sólo ella oía...

... l'm in league with satán. I can the Master's own...

—¡Señorita! —bramó Barski.

—...drink the juice of women as they lie alone...

Por fin se dio cuenta la joven de su presencia. De mala gana se quitó los auriculares.

—¿Puedo utilizar su teléfono? —preguntó Barski.

—¿Justamente ahora? ¡Es mediodía! —rezongó malhumorada la chica de las greñas rubias—. ¿Y quién es usted?

—Soy el doctor Barski.

Mientras él marcaba un número, entraron en aquel despacho sin ventanas la Gordon y Holsten»

—¡Caramba, si esto parece una estación de tren! —se quejó la muchacha—. ¡Cuando al fin pesco Heavy Metal, han de fastidiarme!

—¡Silencio! —dijo Barski, y habló por teléfono—: ¿Administración central? ¡Aquí Barski! Necesito saber quién ha muerto en todo el hospital desde la medianoche... ¿Que aún no tiene todos los certificados de defunción? ¡Pues telefonee de inmediato a todos los departamentos! Espero... ¡Es tremendamente urgente...! Por lo visto, ha desaparecido un cadáver... ¡Dése prisa!

—¿Que ha desaparecido un cadáver? —repitió la despeinada rubia—. ¡Vaya casa de locos que es ésta!

—¡Usted ocúpese de lo suyo! —la cortó Barski, sin miramientos.

La chica se encogió de hombros y se puso de nuevo los auriculares, volviendo a moverse al compás de su música imperceptible.

—Cuando alguien muere —le explicó Barski a Norma—, un médico tiene que extender el certificado de defunción. El original es para los familiares, y la copia queda archivada en la administración central. Con el certificado de defunción, un familiar puede ir a una empresa de pompas fúnebres, que ya se encargará de todo lo demás. Y del mismo modo que hay un certificado de defunción para Tom, tiene que haber otro para el muerto desconocido.

En el despacho, el olor del desinfectante se mezclaba con el de un perfume barato. A la rubia se le había escapado la mano.; Ahora no hablaba nadie.

Al cabo de unos cinco minutos contestó la voz de la administración central.

—Un momento... —murmuró Barski, y tomó de la mesa papel y bolígrafo—. Sí... A ver... ¡Alto! ¿Tiene ahí el certificado correspondiente a un doctor Thomas Steinbach? ¿Sí...? Y..., fallecido a las 7.47 de esta mañana... Exactamente...

Holsten y Alexandra Gordon se acercaron al teléfono.

«Ahora, a Holsten no le tiembla el nervio», pensó Norma.

—¿Quién firmó el certificado de defunción? El doctor Jacobson, sí... ¿Y quién firmó la orden de que se practicara la autopsia...? ¿El profesor Kallbach...?

—Yo hablé con él —se apresuró a decir Holsten—. Es Kallbach quien firma siempre.

—¿Ésas son todas las defunciones? ¿De todos los departamentos? ¿Y no había otra autopsia que hacer? ¿Seguro...? No, claro que le creo. O sea que fallecieron seis hombres y tres mujeres, desde la medianoche... ¿Cuántos cuerpos continúan en el depósito del hospital? Una mujer y tres hombres... En el depósito, claro... Déme los nombres, por favor... El doctor Steinbach ya no figura entre ellos... ¿De verdad que no...? Ya entiendo... Transporte colectivo, ya... Ah, claro... ¿Qué funeraria...? ¿Cómo? ¿La casa «Eugen Hess», del Uhlenhorster Weg? La empresa que yo elegí para el entierro de la familia Gellhorn, después del atentado... No... Sí, bueno... ¡Es que aquí tenemos un cuerpo al que hay que practicarle la autopsia..., pero que no es el de Thomas Steinbach... ¡Hombre, si era mi colega! El que trajeron aquí, es otro... ¡Ni idea...! Perdone, pero tengo prisa... Y muchas gracias por su ayuda... Sí, mande investigar en seguida lo que pudo ocurrir... El patólogo dice que el cadáver ingresó aquí esta mañana... ¿En el dedo del pie? Una ficha con el nombre de Steinbach... Sí, todo concuerda. La hora del óbito. El departamento de enfermedades infecciosas. La orden de practicar la autopsia. ¡Pero este muerto no es Steinbach! ¿Qué? ¿Firmado? Sí, la ficha fue firmada por el doctor Holsten... Sí... Tan pronto como sepa algo, llame a mi despacho... ¡Y gracias de nuevo!

Barski colgó el auricular.

—«Eugen Hess»— dijo Norma—. Uhlenhorster Weg. Ya estuve una vez allí.

—Y volverá a estar bien pronto —señaló Barski, saliendo del despacho seguido de ella.

La muchacha de las greñas reanudó sus movimientos de cabeza al ritmo de la música, a la par que cantaba:

... I'm gonna break out. I'm gorma drive my cari I'm gorma get up and go! I want some actioru»

Con los payasos llegaron las lágrimas
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