16

—¿Frau Norma Desmond?

—¿Sí?

—Aquí la central. La buscamos desde hace una hora.

—Llegué hace cinco minutos.

—Hay una conferencia de Moscú para usted. De un tal Herr Westen. ¿Quiere que establezcamos la comunicación?

—¡Sí, claro!

Norma, que había estado sentada junto a la ventana de su habitación en el séptimo piso del gran edificio, se puso de pie con una repentina expresión de alegría en la cara.

—¡Mi querida Norma! ¡Por fin! ¿Dónde te metes?

Pese a la distancia de centenares de kilómetros, su voz parecía tan cercana como si Westen estuviese a su lado.

—¡Qué contenta estoy de oírte, Alvin!

—¡Y yo, Norma...! Me dijeron que habías estado en Niza.

—Con Barski, sí. Y...

—Debió de resultar interesante, ¿no? También yo tengo cosas que contar, Norma. Me alojo en el «Hotel Sovieskaya». ¡Anota el número de teléfono!

Norma tomó un sobre y un lápiz de su bolso.

—El prefijo de Moscú y después el 250 23 42. ¿Lo tienes?

—Sí.

—Bien. Permaneceré aquí un par de días, para visitar a algunos viejos amigos. A continuación viajaré a Nueva York. Después me esperan en Berlín. Necesitaré que te reúnas allí conmigo. Ven con Barski, si puedes.

—Creo que será posible.

Una ola de emoción envolvió toda su persona. «¡A casa! —pensó—. Aunque, en realidad, yo no sé dónde está mi casa, mi hogar. Pero cuando escucho la voz de Alvin, tengo la sensación de estar en casa. Su voz hace el milagro.»

—Cuando quieras, Alvin —agregó.

—Llegaré a Berlín el 24 de setiembre, un miércoles.

—¿Dónde te hospedarás?

—En el «Kempinski», como de costumbre.

—¿Te reservo habitación?

—Lo haré desde aquí. Telefonearé el jefe de conserjes, nuestro buen amigo Willi Ruof.

—Yo también llamaré. Y estoy segura de que Barski me acompañará. ¡El día 24 en el «Kempinski», pues!

—Estupendo. ¿Cómo te sientes, Norma? Me preocupas.

—Puedes estar tranquilo, Alvin.

—¡Eso me alegra! Oye, no cuelgues todavía.

Al oído de Norma llegó la risa de Westen a través de tantos centenares de kilómetros.

—Ya conoces mi pasión por la música, especialmente por la ópera y, sobre todo, por las obras de Verdi. Olvidé decírtelo en Hamburgo.

—¿Qué?

Westen aún reía.

—En la Staatsoper habrá un acontecimiento a finales de mes. El 28 de setiembre. Un domingo. Ya habremos regresado de Berlín. Una nueva versión de La forza del destino. Pero no sólo eso: la representación se hará a base del libreto alemán de Werfel.

—¿De Franz Werfel?

—Sí. ¿No sabías que escribió un libreto alemán para La forza del destino?

—No.

—Llegó a escribir cuatro libretos para distintas óperas de Verdi. Eso ocurrió entre 1922 y 1924. Verdi era partidario de los temas dramáticos y de mucho efecto. Cuatro veces se apoya en obras de Schiller: Giovanna d'Arco, 1 Masnadieri, inspirado en Los bandidos, Luisa Millar y Don Carlos... En tres ocasiones elige argumentos de Shakespeare: Macbeth, Ótelo y Falstaff. Ernani y Rigoletto se basan en obras de Víctor Hugo. Verdi necesitaba grandes pasiones, caracteres muy acusados, situaciones dramáticas. Sus libretistas, en cambio...

—¿Te das cuenta de lo que te cuesta cada minuto de conferencia, desde tan lejos?

—Perfecta cuenta, mi querida Norma. Pero me siento un poco solo. Me gusta hablar contigo. Y, por suerte, aún puedo permitírmelo. ¡Concédele esta ilusión a un viejo!

—Ay, qué manera de tirar el dinero... ¡Vaya socialista estás tú hecho! Sigue... —dijo Norma.

—Hablábamos de los libretistas de Verdi... Piave y Ghislanzoni, el posterior de estos colaboradores, apenas respondía a las exigencias del compositor. Ni uno ni otro daban importancia a una estructura dramática clara, y eran totalmente incapaces de una profundidad psicológica en la acción. Por este motivo se decidió Werfel a escribir un nuevo libreto. Y el día 28 nos ofrecerán esa versión. ¡No podemos perdérnosla!

—¡Claro que no! —contestó Norma—. Y tal como te conozco, ocuparemos las butacas más caras...

Westen rió otra vez.

—Para las funciones de ópera, en Hamburgo quiero desde la primera hasta la quinta fila de platea, en el centro. Si se trata de conciertos, elijo las filas once y trece. Cuando hay ballet...

—...entonces tiene que ser anfiteatro, las butacas del centro —completó Norma la frase, riendo también— Lo sé de memoria.

—¿Te encargarás de reservar las localidades, pues? Espera... ¿Cuántos seremos? ¿Invitamos a Barski?

Norma vaciló.

—Yo lo haría —dijo Westen—. Es un hombre muy simpático, ¿no te parece? —¡Ay, Alvin! —Bien. Contamos con Barski. ¿Y su hija? ¿Crees que tiene edad suficiente?

—Se lo preguntaré.

—No sabes cómo espero esa velada. Y tú..., ¿de veras estás animada?

—Sí.

—Mañana volveré a llamarte. No. Pasado mañana. Ésta es la mejor hora, ¿no?

—Sí.

—Pero si ocurre algo, tú me llamas.

—Desde luego, Alvin.

—Buenas noches, Norma. ¡Un abrazo muy fuerte!

La comunicación se cortó.

Barski había mandado hacer algo más acogedoras las dos habitaciones del hospital, pero Norma aún no había tenido tiempo de ir a su casa de la Parkstrasse en busca de ropa y material de trabajo. Sólo disponía, pues, de lo que se llevara a Niza. La maleta estaba sobre la cama. Habían regresado a Hamburgo hacia el mediodía, pero diríase que, desde entonces, había transcurrido una eternidad, Norma se puso a colocar sus cosas en los blancos armarios. Luego dejó la maleta en un rincón y se sentó en el lecho. Permaneció largo rato con la vista fija en la nada. Por fin abrió el cajón de la mesilla, igualmente pintada de blanco. Dentro estaban las fotografías de Pierre y del niño, que había traído consigo del piso. Allí no se sentía capaz de mirarlas. Ahora, en cambio, constituían su único apoyo en la vida. Las contempló un rato y, al fin, las colocó encima de la mesita. El niño tenía la misma risa que su padre. «¡Cuánto se parecían los dos! —pensó Norma—. Y ahora están muertos. Sólo quedo yo. Debo seguir aquí. He de descubrir a los asesinos de mi hijo, y luego...»

Recordó el vacío restaurante, en el segundo piso del aeropuerto de Niza, aquel silencio irreal, el mar que cambiaba constantemente de color... Y a Barski, sentado frente a ella. «Eso fue hoy, a primera hora de la mañana —se dijo con asombro—. ¡Hoy mismo! No quiero pensar en ello. O sí que quiero. Nunca había experimentado nada semejante. Ni Barski tampoco. De eso estoy segura. Estéis vosotros dos donde estéis, Pierre padre y Pierre hijo, ¿lo sabéis? ¿O no sabéis nada? Sería hermoso que la muerte significara no saber nada más de uno ni de nadie... Pero creo que no: no sería hermoso. Yo sólo logro seguir viva porque me digo que Pierre está en alguna parte, que el niño está en alguna parte, y que los dos piensan en mí, del mismo modo que yo pienso en ellos... Del mismo modo que Barski piensa en su Bravka y cree que su Bravka piensa en él. Barski es un hombre devoto. Que cree en Dios y en la vida eterna. Es una suerte. ¡Está tan seguro de la existencia de un Más Allá! Yo no creo en nada. Mejor dicho: creo en Pierre y en mi hijo. Y en que se hallan dentro de mí. Todo cuanto de bueno había en ellos, ha pasado a mi persona. ¿Es esto lo que llaman vida eterna? Al menos quiero convencerme de ello...»

Se arrimó a la amplia ventana y dejó vagar la vista por el recinto hospitalario, por los grandes aparcamientos, por los espacios cubiertos de césped, los setos vivos y los árboles. Los latigazos de los anuncios luminosos de la ciudad convertían la noche en día, a intervalos. «Parece el decorado de una película —se dijo Norma—. Una ilusión creada para un momento y, luego, destinada al derribo. Efímero. Todo efímero. ¡Ay, si no resultara tan difícil creer todo lo que uno se imagina con el único fin de que los muertos que uno ama no estén tan muertos...! Pero los muertos están muertos. Claro que uno también puede amar a los muertos. Pero..., ¿qué sucede con ellos? ¿Qué sucede, en realidad? ¿Son capaces de amar a los que todavía vivimos? ¿Pueden, de veras?»

Con los payasos llegaron las lágrimas
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