18
El propietario y editor del Hamburger Allgemeine Zeitung se llamaba Hubertus Stein. Tenía setenta y dos años. A los dieciocho había empezado a trabajar como aprendiz en la sala de compaginación del periódico, que entonces pertenecía a su padre, Thomas Stein. Un año antes de subir Hitler al poder, Stein todavía llevaba las «lanzaderas» con ajustes de plomo a los netteurs.
En 1940 fue detenido y condenado a muerte por delitos contra el Tercer Reich. El redactor jefe que tenía entonces, compañero de Goring en la Primera Guerra Mundial, acudió a éste en busca de ayuda. En uno de sus ataques de megalomanía, y dado que precisamente odiaba al juez que había dictado la sentencia, Goring demostró quién mandaba de veras en Alemania. Pasó por encima de Hitler y del Ministerio de Justicia, hizo trasladar al juez a la ciudad de Celle y mandó conmutar la pena de muerte por cadena perpetua. Stein ingresó en el presidio de Wandsbek. Entre el 24 de julio y el 3 de agosto de 1943, los ataques aéreos de los aliados alcanzaron su punto culminante. Las bombas destrozaron más de la mitad de Hamburgo. La redacción, situada en la Lübecker Strasse, resultó alcanzada y ardió casi hasta los cimientos. En 1946, Hubertus Stein obtuvo, del Gobierno militar británico, la licencia para volver a publicar el diario. Durante años enteros, él y sus colaboradores produjeron el periódico entre las ruinas, donde las rotativas en funcionamiento constituían una constante amenaza para los muros que aún quedaban. En 1954, la editorial estuvo reconstruida tal como había sido antes. El despacho de Stein se hallaba en el último piso. A base de paredes de caoba, muebles antiguos y costosas lámparas habían intentado darle el mismo aspecto que tuviera en otra época. Aunque también había algo nuevo: detrás de la gran mesa de Stein pendían, impresas en letra grande y enmarcadas, las Cuatro Libertades proclamadas el 6 de enero de 1941 por el presidente Franklin Delano Roosevelt ante el Congreso de los Estados Unidos de América. Rezaban así:
En los días venideros, por cuya seguridad luchamos, esperamos haber conseguido un mundo basado en cuatro libertades esenciales del hombre.
La primera de estas libertades es la del habla y de la expresión, que habrá de ser en todo el mundo.
La segunda de estas libertades consiste en que, a su manera y en cualquier parte, todo hombre pueda venerar a Dios.
La tercera de estas libertades es la liberación de la miseria. Esto significa un entendimiento económico mundial, que garantice a cada nación unas condiciones de paz para sus habitantes, y esto también en el mundo entero.
La cuarta libertad es la liberación del miedo, lo que significa un desarme mundial, tan a fondo y realizado durante todo el tiempo necesario, que no quede ningún Estado en situación de atacar al vecino con la violencia de las armas, y esto, asimismo, en el mundo entero.
Debajo había la fecha en que fueron pronunciadas estas frases, y la firma del Presidente.
Delante del cuadro se hallaba sentado, en una mañana anormalmente calurosa de setiembre del año 1986, el alto y esbelto Hubertus Stein, hombre de ojos muy claros, cara delgada, frente despejada, labios sensuales y cabellos castaños, todavía espesos. Stein gustaba de vestir al estilo típicamente inglés.
Frente a él había tres personas instaladas en cómodos sillones de cuero, como los que se ven en los clubes londinenses: Norma Desmond, Carl Sondersen y el actual director y redactor jefe, Günter Hanske. Pasaba un poco de las once de la mañana. El editor, de setenta y dos años, había invitado a los tres para mostrarles un escrito entregado de madrugada al portero de noche. Según declaración de éste, la portadora había sido una mujer joven, que llevaba gabardina y se cubría la cabeza con un pañuelo, y que, después de entregar el gran sobre, había partido de inmediato en coche. El portero no se sentía capaz de describir a la mujer. Sólo la había visto durante unos segundos, y ni siquiera sabía cómo era el automóvil, del que sólo pudo oír el motor.
El sobre iba dirigido, en letras de imprenta recortadas y pegadas, a Hubertus Stein. En su interior apareció una hoja de papel, cubierta de letras parecidas, que componían el siguiente texto:
si su pEriódicO publica AlgO máS Que lA vErSión oFiCial soBre eL iNcIdeNte eN el CirCo MonDo Y suS mOtIvos, Su Editorial sErá vOlaDa duRante lAs hOrAs de tRabaJo y mOriRáN mUchAs peRsOnas pRinCipaLmentE dEben sEr interrumpidas LAS iNdaGaciOnes de nOrmA desmOnd Y eL mAterial Ya reUniDo nOs sErá eNtrReGado a nOsoTros PaRa lA tOMa de cOntaCto iNsErte eL sAbaDo eN sU periódico esTE tExtO eN lA seCCióN de «vArIos»: peRdida CArteRa cOn dOcuMeNtOs peRsOnALes sCHoeNeaUSsicHtsTRassE sE DaRá rEcoMPensA SI No PUbLIca eL sáBAdo eStE aNuNcio aCtUareMos
Sondersen había leído la carta conminatoria. Stein dijo:
—Pongo ese papel a su disposición, Herr kriminaloberrat.
—Gracias —contestó Sondersen, que atravesó el amplio despacho en dirección a una pesada puerta oscura y la abrió para dejar entrar a uno de sus agentes que, con ayuda de unas pinzas, introdujo sobre y papel en una envoltura de plástico. Todos le miraban, pero nadie habló. El agente abandonó la pieza.
—No espero encontrar huellas dactilares ajenas, ni otras marcas —advirtió Sondersen—. Aunque quizá sí. Hay que intentarlo todo. ¿Qué piensa usted hacer, Herr Stein?
El caballero del traje de glencheck, camisa a rayas, de cuello estrecho, y aguja de oro asomando al nudo de la corbata, se inclinó hacia delante, abrió una antigua tabaquera esmaltada en blanco y azul y se puso a llenar una de las muchas pipas que había en un soporte colocado encima de la mesa.
—Sostuvimos una conversación con el comité de empresa. Como en todas las grandes entidades, también nosotros contamos, desde hace mucho tiempo, con diversos planes para situaciones como la actual. Usted ya lo sabe, Herr Sondersen... Mis colaboradores conocen esos planes y, de manera regular, organizamos prácticas por si se diera el caso. El comité de empresa opina, de forma unánime, que no debemos dejarnos chantajear. Yo nunca lo hice, ni mi padre tampoco. Nadie de mi familia. Desde que existe este periódico, publicamos lo que nos parece importante. Como noticia, aunque también damos nuestra opinión. Eso sí: desde que existe este periódico, la noticia y los comentarios se han puesto por separado. Y así seguirá siendo.
—Herr Stein —intervino Hanske—. Usted ya está enterado del acuerdo de mutuo apoyo entre Frau Desmond y Herr Sondersen.
Ella le notifica todo lo descubierto en sus averiguaciones, y Herr Sondersen nos comunica todas las novedades o cualquier indicio con diez horas de anticipación. En cada caso decidiremos juntos lo que conviene publicar inmediatamente. Por lo demás, está previsto que Frau Desmond escriba, en su momento, una serie sobre los motivos y todas las circunstancias que condujeron al atentado terrorista.
Stein encendió el tabaco de su pipa. Un humo azulado formó volutas a través del despacho que recordaba las antiguas oficinas de Hamburgo.
—Usted ya conoce nuestra opinión, Herr Sondersen —dijo Stein—. Ninguno de los editores de este diario cedió jamás ante las amenazas de asesinos o chantajistas.
—Yo tampoco lo hice nunca —contestó Sondersen.
«Desde luego que no —pensó Norma, que le observaba con atención—. Pero..., ¿por qué se le ve tan angustiado?»
—¿Tiene usted la posibilidad de proteger, durante las veinticuatro horas del día y por un tiempo imprevisible, toda la casa y, principalmente, a las personas que en ella trabajan, de modo que a los delincuentes les resulte casi imposible llevar a la práctica su amenaza? —inquirió Stein—. Digo expresamente «casi», porque sé que una protección absoluta es imposible.
Sondersen hizo una pausa antes de responder.
—Podemos prometer una protección extraordinariamente amplia a quienes aquí trabajan. Pero no total, desde luego.
Norma notó que el kriminaloberrat estaba cada vez más serio.
—Tomaremos todas las medidas imaginables —prosiguió Sondersen, echando la cabeza hacia atrás—. Serán inevitables los controles y otras medidas que, sin duda, limitarán la libertad personal de los empleados de esta casa.
—Es lógico —dijo Stein—. Pero no hay que ceder ante los criminales. Me figuro que en su profesión sucede lo mismo, Herr oberrat.
—Claro —contestó Sondersen—, aunque en ocasiones hagamos ver que uno hace caso de sus exigencias.
—Por motivos tácticos —asintió Stein—. Pero nunca de verdad.
—Hubo un silencio en que todos miraron al kriminaloberrat.
—¡No! —exclamó éste—. ¡Nunca de verdad!
—Si yo aún estoy con vida, es gracias a un capricho de Goring —señaló Stein—. Pero jamás me incliné ante Hitler.
—Me consta —respondió Sondersen.
—Es imposible que los causantes de ese horrible baño de sangre fuesen peores que Hitler y Goring, o..., ¿qué opina usted, Sondersen?
—Resulta difícil de imaginar —declaró el hombre de la brigada criminal.
—Y aunque lo fueran, nosotros no cambiaríamos de actitud —dijo Stein—. No olvide en ningún momento que esa gente, sea quien sea, cree que sabemos mucho más de lo que en realidad hemos podido averiguar. De otra manera, Frau Desmond ya estaría muerta... ¿No es así?
—En efecto —afirmó Sondersen.
—Haremos correr la voz de que todos los conocimientos de que dispone Frau Desmond serán hechos públicos por otro lado, si aquí ocurre algo. Puede que esto les desanime.
—Confío en que así sea —dijo Sondersen despacio, levantándose.
También los demás se pusieron de pie. Stein dio la mano al kriminaloberrat.
—Gracias por todo —dijo, y acompañó a sus visitantes a la puerta, pipa en mano.
Cuando quedó solo, volvió a su escritorio. Allí se detuvo y leyó, como tantas otras veces, las «cuatro libertades» de Roosevelt:
En los días venideros, por cuya seguridad luchamos...
Hubertus Stein se puso la pipa entre los dientes.
Los tres visitantes descendieron por un amplio pasillo, en dirección a los ascensores de rosario. Hans se excusó. Tenía algo que hacer en el mismo piso. Norma y Sondersen se encontraron solos. El corredor estaba desierto.
—Herr Sondersen... —dijo Norma—. ¿Qué es lo que le atormenta de tal forma?
Él la miró callado. Una cabina del ascensor se deslizó vacía hacia abajo. Otra la siguió.
—Acabo de preguntarle algo, Herr Sondersen.
—Ya lo he oído, Frau Desmond.
—Pero no contesta.
Descendió otra cabina.
—¿Por qué no contesta, Herr Sondersen?
El kriminaloberrat de aspecto tan juvenil, a cuyo triste padre conociera Norma mucho tiempo atrás, en Nuremberg, la miró largamente. Norma esperó con paciencia. Las cabinas continuaban bajando. Y ellos seguían solos.
—A mí me gustan especialmente las películas de Woody Allen —dijo por fin Sondersen.
—A mí también —respondió Norma—. Pero..., ¿qué tiene eso que ver con...?
—¡Un momento! —exclamó Sondersen, y alzó las manos de aquella manera tan peculiar en él, para dejarlas caer en seguida—. En una de sus películas, Woody Allen pronuncia esta frase: «Soy judío. Pero puedo explicarlo.»
—Una frase horrible.
—Usted preguntó qué me atormentaba. —Sí, ¿y qué?
—En efecto, me atormenta algo —confesó Sondersen con voz queda—. Pero no lo puedo explicar.