19
—¿Verdad que mis zapatos son bonitos? —preguntó Yeli. —¡Preciosos! —contestó Norma. —¡Los más bonitos que tengo!
—Son realmente preciosos, Yeli. Tu papá los compró en secreto y, si no me equivoco, esta mañana estaban al lado de tu cama... La niña rió feliz.
—¡Eso mismo! Él ya sabía que me gustaban. Cuando a veces me acompaña a la escuela, pasamos por delante de la tienda, y yo siempre se los enseñaba. «¡Mira, Jan, aquellos zapatos azules, los de la pala blanca! Los encuentro tan bonitos, que no me canso de mirarlos.» Nunca le pedí que me los comprara, pero esperaba que se diese cuenta de la ilusión que me hacían. Y esta mañana, al despertar, ¡estaban los zapatos! Jan ya se había ido al instituto, y Mila me contó que me los había comprado expresamente para la excursión en barco por los canales. ¡Hace tanto tiempo que sueño con hacer ese paseo! ¡Y que deseaba tener los zapatos! Ahora consigo las dos cosas a la vez. Me van perfectamente. ¡Mire!
La niña de cabellos y ojos negros dio un paso delante de Norma. —No me aprietan por ningún lado. Mila dice que Jan se llevó de escondidas unos zapatos míos, para no equivocarse. Crezco muy de prisa, ¿sabe? Por eso, en uno de los zapatos había una nota de Jan, que decía: «Éstos son tus zapatos para la excursión del domingo por los canales. Cuando se te hagan pequeños, te compraré otros.» ¡Tengo el papá más bueno del mundo! —Desde luego —asintió Norma.
—¡Lástima, sólo, que esté tan ocupado y tenga que viajar tanto! —se quejó la niña—. Claro que se queda Mila, que me quiere mucho. Pero no es lo mismo. —No, claro.
Lucía el sol, y se hallaban en el Alsterpavillon del Jungfernstieg, cerca del embarcadero de la «Flota Blanca». Había mucha animación, y constantemente llegaban y partían barcos grandes y pequeños. Norma y Yeli, que llevaba un vestido azul de cuello y puños blancos, esperaban a Barski desde hacía media hora. El científico había pedido a Norma que recogiera a su hija, ya que él debía terminar aún una serie de experimentos.
La periodista se dirigió en su coche a la Ulmenstrasse, y Mila salió a abrir.
—¡Siempre pasa lo mismo, con Jan! —protestó Yeli—. Únicamente le veo por la mañana, si tengo suerte, y luego por la noche, si es que no duermo ya. Es un papá estupendo, ¿sabe? Pero casi nunca está en casa. Otros niños, todos mis amiguitos del colegio, tienen papá y mamá. Y los que mejor se lo pasan, son los hijos de padres divorciados.
—¿Por qué? —preguntó Norma.
—¡Pues sí! Porque un día a la semana y en las vacaciones van con el otro, ya sea el papá o la mamá. Según quien tenga la custodia. Y el que los recibe por uno o varios días, se esfuerza en concederles todos los caprichos. ¿Entiende?
—Entiendo, sí —respondió Norma—. Pero en realidad no es tan divertido como parece.
—Yo hago todo lo que puedo —intervino Mila, y su espléndida dentadura postiza centelleó a la luz, mientras la mujer se frotaba preocupada la nariz de pato—. Créame, señora. Yeli lo es todo para mí. Pero no soy la madre, prosim. ¡Es bien triste que la pobre señora tuviera que dejarnos tan pronto...! Pero hoy, mi corazón, papá estará contigo todo el día, y esta señora también.
—¿Y qué hará usted? —quiso saber Norma.
—¡Ay, aquí hay suficiente trabajo! —contestó aquella mujer de cabellos canos y ancha nariz, que andaría alrededor de los sesenta años—. La pequeña es muy movida y siempre se le rasga algo. Tengo que coser y zurcir, y luego leeré un poco o veré algún programa de televisión. También disfruto cuando dispongo de unas horas para mí, ¿sabe?
—¿De dónde es usted?
—De Brinn. Siempre cuidé de niños, prosim, hasta que entré en casa del doctor y de su pobre esposa, que Dios tenga en la gloria. ¡Ay, qué horror, lo que tuvo que sufrir! —añadió en un susurro, mientras Yeli se vestía—. Al final, yo ya pedía a Dios que se la llevara, porque aquello era un martirio. Y se la llevó, pero el señor es muy desgraciado. Se esfuerza en no demostrarlo, pero yo lo noto. ¡Bien, pues que pasen un día bien divertido! —dijo por último en su tono de voz acostumbrado—. ¡Que seas muy feliz, mi corazón! He tenido mucho gusto, señora...
La buena mujer salió a la puerta a despedirlas, y Yeli iba muy alegre.
Todo esto lo recordó Norma cuando las dos estaban sentadas en el Alsterpavillon. Era comprensible que Mila quisiera algunas horas de tranquilidad.
Yeli estaba sentada frente a Norma y tomaba «cola» de una botella, con caña. Norma bebía té. Eran ya más de las diez y media, y Barski aún no había llegado. A su alrededor reía la gente, sonaba la música, y en la orilla del agua, que resplandecía a la luz del sol, abundaban los árboles y arbustos.
—Desde que sé que usted y Jan vuelan conmigo a Berlín, estoy muy contenta. Y también me alegra que, al regreso, vayamos todos juntos a la ópera —dijo la niña, y al reír enseñó un gran hueco en la encía superior—. ¡No sabe qué emoción sentí cuando en la escuela dijeron que yo volaría a Berlín, y la alegría que tuve al anunciarme Jan que usted también viene! Porque a otros niños les acompañan sus papas... Y yo sólo tengo papá. Mi mamá murió. Menos mal que ahora vendrá usted. Será como si yo también tuviera papá y mamá.
—¿Recuerdas bien a tu mamá? —preguntó Norma.
—No; no mucho. Era muy pequeña, entonces. Mila dice que ahora está en el cielo. Eso no me lo sé imaginar. ¿Cómo subió? ¿Por qué tuvo que morir? Cuando se lo pregunto a Mila, contesta que Dios se la llevó porque la quería mucho. Yo, la verdad, encuentro que eso es muy injusto. ¡Mira que hacer morir a alguien porque le quiere mucho! ¿No le parece a usted también?
—Yo tampoco lo entiendo —confesó Norma—. Dime, ¿qué escribiste en tu carta a Gorbachov y Reagan?
—Que soy una pobre tortuga que, metida dentro de la arena caliente, cree estar en el mar, y que tendré que morir como mi mamá, y que antes de morirme les pido que dejen de armarse.
—¿Escribiste que eras una tortuga?
—Una tortuga marina —se corrigió Yeli, y dio otra chupada a su «cola».
... Puppchen, du vist mein Augenstern... -cantó una voz a través de los altavoces del embarcadero.
—Vi una película —explicó Yeli—. Por televisión. Salía una tortuga marina. A mí, esa película me hizo llorar mucho. Le hablé de ella a Jan, y de la tortuga, que por cierto no sale hasta el final. Pero fue lo que me hizo llorar más. Le dije a Jan que quería escribir una carta a Reagan y a Gorbachov, y a él le pareció bien.
Un señor ya mayor, que había estado sentado a la mesa contigua, dijo al pasar junto a ellas:
—¡Qué mamá más guapa tienes, niña!
—Gracias —contestó Norma, sonriente.
El señor ya entrado en años se inclinó y abandonó el local. Yeli le siguió con la mirada.
—¡Se ha creído que usted es mi mamá!
—¿Y qué pasó en la película con la tortuga?
—Si usted fuese de veras mi mamá... —murmuró Yeli, mirándola con ojos brillantes—. Lo de la tortuga ocurre al final. ¿Quiere que le cuente lo demás?
—¡Sí, cuéntamelo!
—Pues..., primero salía el mar. Un mar enorme... Y en el agua flotaban mariposas blancas. Todas muertas. Millones de mariposas muertas. El mar estaba totalmente blanco. El locutor dijo que era el mar del Atolonbikíni.
—Del atolón de Bikini, querrás decir...
—¿Qué es un atolón?
—Una isla pequeña en forma de aro —le explicó Norma.
—Ya me lo imaginaba —contestó Yeli—. El locutor dijo que, hace muchos años, en ese atolón de Bikini probaron bombas atómicas. Ya lo sabía, ¿no?
—Sí, Yeli. Lo sabía.
—El locutor dijo también que, desde entonces, el mar está contaminado. Y que la radiactividad causó la muerte a todos los millones de mariposas que volaban por encima del agua. Parecía una gran alfombra de mariposas. Pero..., ¿y la isla? ¡Qué horror! Los pájaros no se atrevían a salir de sus grutas. Ni siquiera de día. ¿Ha visto usted algo semejante?
—No —respondió Norma.
—En Bikini, los pájaros viven en grutas, en unas grutas pequeñas. El locutor explicó que antes, cuando empollaban, los pájaros se metían en esas grutas. Eso, antes de las bombas atómicas. Y ahora, después de tanto tiempo, los pájaros que allí viven apenas se atreven a salir de las grutas, porque de alguna manera saben..., no comprendo cómo..., que, después de las explosiones, sus tatatarabuelos cayeron muertos del cielo. Menos mal que en la isla no había gente, porque también hubiese muerto en el acto. Los técnicos observaban las explosiones desde unos barcos, muy lejos de Bikini. Pero a los pájaros todavía les dura el susto, del mismo modo que dura la radiactividad. Por eso sólo abandonan sus grutas para volar sobre el mar y atrapar peces. Pero resulta que las aguas están contaminadas y los peces también, y los pájaros que los comen enferman o se vuelven locos. Luego, en la película vi huevos. La playa estaba repleta de huevos puestos por otros pájaros. Por aves marinas. Y el locutor dijo que todos esos huevos estaban muertos, y que los pajaritos que había dentro ya estaban muertos antes de que las hembras pusieran los huevos, ya que los padres se habían contaminado también. Pero las aves marinas no lo saben y pescan peces a diario, y cada noche regresan para incubar sus huevos..., ¡yo lo vi...!, y empollan, pero nunca sale nada de esos huevos, porque están muertos. Sólo que los padres no lo saben.
«Y no tienen un instinto que se lo diga —pensó Norma—. Dios no se lo dice. Dios mira y calla, ¡Ay, Pierre! Tú que eras tan inteligente y maravilloso, ¿cómo podías creer en la existencia de Dios? ¿Y yo? Estoy aquí sentada en un domingo de verano, junto al agua, rodeada de gente feliz, y una niña me habla del atolón de Bikini y de las bombas que hicieron estallar allí en 1946. Hoy las llaman "bombas bebés". En la actualidad existen suficientes armas atómicas para hacer saltar en pedazos, unas cuantas miles de veces, nuestro pobre planeta, y todos los que tan alegremente nos disponemos a dar un paseo en barco, y todos los que aquí ríen y flirtean, gente sencilla, gente desconocida, y no sólo aquí, sino en el mundo entero, lo sabemos. ¡Todos! Y una chiquilla vio por televisión el aspecto que hoy tiene el atolón de Bikini; una chiquilla que toma «cola» mientras me lo explica, y sólo tiene diez años. ¡Diez años! ¿Cuánto durará nuestro mundo? ¿Cuántos años llegará a cumplir esta niña?»
—Los animales de la isla tienen miedo de todo —continuó Yeli—. Del aire y de la tierra y del agua. En la película vi peces que viven en los árboles. ¡Peces en los árboles! ¿Se lo imagina? Y antes eran peces que sólo resistían un par de minutos sin agua. Pero entretanto ha cambiado algo en ellos, porque entonces, cuando los hombres lo envenenaron todo, el agua y el aire y la tierra y las plantas y los alimentos, esos peces salieron del agua por temor a la contaminación, pero la tierra también les daba miedo, y entonces subieron a los árboles. Casi todos murieron, pero algunos sí que quedaron, y sus hijos y los hijos de esos hijos se fueron transformando, y ahora viven en los árboles sin necesidad de agua. Pero son horribles, más parecidos a sapos que a peces, con ojos enormes y saltones...
... Was machen nur die Beine von Dolores, dass Señores nicht schlafen geen..., cantó una estrella de tiempo atrás.
«El hombre que aquí elige los discos o las cintas tiene que ser una persona sentimental —pensó Norma—. Sólo pone piezas antiguas. Quizá sea viejo... Es bonito estar junto al Alster. ¿Cómo puede resultar bonito, en realidad, cuando una niña vio lo que hoy día sucede en el atolón de Bikini? Mas también sobre Bikini brilla el sol...»
—Y por fin salió la tortuga marina —prosiguió Yeli, mirando a Norma con sus grandes ojos negros, muy seria—. Eso fue lo peor. La pobre tortuga salió del agua para poner sus huevos en la playa. Dijo el locutor que las tortugas de mar siempre depositan sus huevos en la arena caliente. Yo vi cómo la tortuga ponía los huevos en un hoyo, uno detrás de otro. Tuvo que dolerle, ¿no? Luego, cuando hubo acabado, cubrió el hoyo, y entonces vino lo más triste. Porque la tortuga quería volver al mar, que era donde vivía. Pero, en vez de arrastrarse hasta el agua, se apartaba más y más de ella...
En el embarcadero, unos jóvenes soltaron sonoras carcajadas.
Norma miró en silencio a la niña. «¿Oyes, Dios —pensó— ¿Oyes?»
—Porque, según explicó el locutor, la tortuga también estaba envenenada por la contaminación del mar. Su cerebro y sus sentidos no funcionaban bien, y había perdido el..., el... ¿Cómo se llama cuando uno no sabe dónde está ni adonde quiere ir?
—La tortuga había perdido el sentido de la orientación.
—¡Eso, el sentido de la orientación! —asintió Yeli.
Los altavoces difundían ahora la nostálgica melodía de Candilejas, la película de Charles Chaplin. Una voz masculina cantó:
Whenever we kiss, I worry and wonder...
—La tortuga había perdido el sentido de orientación, y no volvió al mar, sino que cada vez se adentraba más en la arena, en dirección contraria...
... your lips may be near, but where is your heart? -sonó la voz.
Los jóvenes del embarcadero seguían riendo.
—... y la pobre jadeaba de tanto esfuerzo. ¡Se le oía! —añadió Yeli—. Se arrastraba en dirección contraria con sus patas y sus aletas. ¡Daba una pena! La filmaron medio día más tarde, y casi ya no tenía fuerza... La arena quemaba... Y entonces...
—Entonces, ¿qué? —preguntó Norma.
—Entonces, la tortuga murió. Pero lo más horrible fue que, momentos antes de morir, la tortuga tuvo que soñar, según dijo el locutor, y creer que había regresado al mar, porque movió las aletas como si nadara. Y murió nadando en la arena.
Yeli calló y apartó la botella de «cola».
—¿Y tu carta a Reagan y Gorbachov trataba de esa tortuga? —quiso saber Norma.
—Sí. Escribí todo lo que le he contado a usted, pero como si yo fuera una tortuga. Y les dije que tendría que morir porque mi cerebro enfermo no me permitía encontrar el camino del mar, y todo por culpa de la contaminación. Y pedí a los dos que no fabriquen más armas atómicas, para que no mueran las tortugas como en el atolón de Bikini, ni otros animales, ni tampoco las personas, claro. Yo hice ver que la tortuga se lo había dicho a uno de los pájaros de las grutas, antes de morir, y que el pájaro lo escribió y mandó la carta a Gorbachov y Reagan. Por eso le hice añadir: «Muerta después del dictado. De parte de ella y con los mejores deseos y saludos, un pájaro del atolón de Bikini.»