26
—¡Hola, Patrick! —dijo Barski en voz baja, al mismo tiempo que daba la mano al joven.
Patrick Renaud contaría veintiocho años, como mucho, y su cuerpo era el de un deportista, entrenado y esbelto. Tenía las piernas muy largas, cabellos oscuros y ojos azules, muy claros. La tez era olivácea, y la línea de los labios resultaba atractiva.
«Patrick es hipsch -pensó Norma, cuando Barski se lo presentó y dijo su nombre—. Realmente merece el apodo de Schongauer.»
Renaud murmuró:
—Agradezco que haya venido, Madame. Jan la necesita. También nosotros la necesitamos ahora. Ha sucedido una marranada increíble.
Hablaba alemán con acento francés.
Los tres conversaban en un susurro. Por la iglesia caminaban personas, solas o en parejas, y el quedo sonido de los pasos era incesante. Por un artístico rosetón situado a gran altura, frente al altar mayor, penetraba un haz de luces que rompía la semioscurídad del templo.
—Tengo una semana de vacaciones —musitó Renaud—. Estoy con mi madre en Colmar. Pero preferí que no nos viésemos allí. No sé si me siguen.
—¿A quiénes te refieres? —preguntó Barski.
—¡Ojalá lo supiera! —contestó Renaud—. Gente del Gobierno, supongo. Sin duda hay unidades especiales para casos como el nuestro. Y las emplean sin consideración.
Norma y Barski se habían mirado.
—¿Qué acabas de decir? —insistió Jan.
Se encendió un flash. Alguien había fotografiado el altar mayor.
—Que las emplean sin consideración.
—No; lo de antes.
—¿Lo de antes? ¿Que el Gobierno tiene unidades especiales? ¿Por qué?
Barski dijo despacio:
—Porque, después del atentado contra Frau Desmond, también se habló de ello en Hamburgo.
—Estoy convencido de que, hoy día, todos los países disponen de esas unidades —contestó Renaud—. Hace meses que mi teléfono está interceptado, leen mi correspondencia y, desde que el asunto se descubrió, siempre hay alguien que me sigue, en París. ¡Lo callaron durante demasiado tiempo!
—¿Y nosotros qué hacemos, Patrick? ¡Lo mismo! También en Hamburgo suceden cosas horribles. Una persona murió, y otra está muy grave, sin esperanza de curación. Sin embargo, mantenemos la boca cerrada. Eso sí: hemos informado a «Multigen». Y al profesor Lauterbach.
—¿Quién es ése?
—El médico jefe del Hospital Virchow. Y la Brigada Criminal también está enterada, claro. Después del atentado terrorista de agosto tuvimos que decirle la verdad al hombre que dirige la operación. Se llama Sondersen. O sea que no te enfades demasiado con vuestro Gobierno. ¿Crees que el nuestro no hace lo que puede? Sondersen necesita tanto a Norma como vosotros. Lo ocurrido en París tiene que ser de una importancia extraordinaria para alguien. Y lo pasado en Hamburgo, que le costó la vida a Tom, lo mismo.
—¡Pobre Tom! —dijo Renaud—. ¡Dios mío, cuando pienso en lo bien que lo pasamos cuando estuvo por última vez en París!
—La muerte fue una liberación para él. La que ahora da pena, es Petra. Tú ya la conoces.
—Sí.
—Nadie sabe cuánto vivirá, si es que lo suyo puede llamarse vida. Tengo entendido que cinco personas de los laboratorios de «Eurogen» han enfermado de cáncer. Y que desaparecieron las películas de «Premiére Chaine» y «Telé 2» sobre la rueda de Prensa. A nosotros también nos robaron un filme, pero los periódicos no lo saben. Entre una cosa y otra ha de haber una relación, ya que trabajáis en lo mismo que nosotros. En los virus contra el cáncer.
—Exactamente. Pero vosotros sólo formáis un equipo, mientras que en «Eurogen» tenemos varios que se ocupan de distintos proyectos. Y desde que se ha sabido que buscamos virus contra el cáncer, se ha armado un revuelo enorme. ¡Hay un ambiente en la casa! Inaguantable, os digo. Cada uno observa al otro. Nadie sabe quién tiene cáncer. Todo es desconfianza. Los dos laboratorios dedicados a la investigación de esos virus fueron cerrados la semana pasada. En los últimos diez años trabajaron allí doscientas personas. Ahora quedamos sesenta y una, y todas muertas de miedo. Además, no hay quien no tenga la sensación de que le han tomado el pelo, y de que con nuestro trabajo se quería alcanzar algo bien diferente... Como en Hamburgo. Y que, por lo visto, se consiguió.
También como en Hamburgo. Y que mete mano gente que representa a un Estado o pertenece a círculos de los que el Estado tiene miedo y, en consecuencia, protege. La cosa es que haya alguien enormemente interesado en nuestros descubrimientos. Igual que en vuestros laboratorios.
—Como en los nuestros, sí —asintió Barski—. Pero, ¿qué es lo que vosotros encontrasteis?
—¡Ahí está la cosa, merde! -respondió Renaud—. No lo sabemos. En la rueda de Prensa también tomó parte, naturalmente, el profesor Robert Cajolle. Tú ya sabes quién es, Jan: el presidente del consejo de administración de «Eurogen».
—Sí. Asistió al entierro de Gellhorn. No he vuelto a verle desde entonces.
—Pues Cajolle dijo en la rueda de Prensa: «Existe una nueva sustancia, pero nadie la conoce.»
—Una nueva sustancia —repitieron Barski y Norma a la vez.
—Sí, que no deja huella. Vosotros, al menos, pudisteis identificar a ese rabioso virus que mató al pobre Tom. Conocéis su ADN y podéis decir qué provoca el virus en el hombre. Pero nosotros... ¡Nada, nada en absoluto!
En la catedral acababa de entrar un grupo de turistas norteamericanos, hombres y mujeres ya mayores. Todos iban vestidos de colorines, y el guía hablaba en voz excesivamente alta. El grupo se puso a contemplar los ventanales de las naves laterales, y los flashes no cesaban de relampaguear.
«¡Qué cansados se les ve! —pensó Norma—. Son gente sencilla que ahorra toda la vida para visitar Europa. Esas agencias de viajes carecen de todo escrúpulo. Meten a esa pobre gente en un avión y la desembarcan en París o en Francfort para hacerla subir a un autocar y... ¡venga a hacer kilómetros! Cada noche duermen en una cama distinta. El desayuno, a las seis. A las siete ya salen. Y así durante semanas. Hay quien enferma durante el viaje, y si alguien muere y su cadáver tiene que ser trasladado a otro país o a otro continente, hay un jaleo tremendo con las autoridades.»
—Ahora preparan locales nuevos —explicó Renaud—. En Saint Sulpice-de-Faviéres, al sur de París. Nosotros estábamos en la luna. Todo lo desató una carta. Aquí tienes una fotocopia —agregó, extrayendo dos hojas de un sobre—. Eugene Dellanoy, del Centro Nacional de Investigación, se la envió al director de «Eurogen».
—¡No se siente aquí a dormir, Mrs. Camberland! ¡Levántese, por favor! Esta Mrs. Camberland siempre nos tiene que causar problemas! —tronó la voz del guía.
Y los flashes no cesaban. Uno tras otro.
—¿De dónde sacaste esta copia? —preguntó Barski, desdoblando las hojas.
—Tengo cierta relación con la secretaria de Cajolle. Ella, Mini, me la proporcionó. ¡Lea, Madame!
Norma miró por encima del hombro de Barski.
Eugene Dellanoy París, 10 de agosto de 1986
Al Presidente del Consejo de Administración
de «Eurogen»
Profesor Robert Cajolle
Hospital De Gaulle
rué Paul Vaillant, 25
750015 París
Distinguido señor Presidente:
Hace más de un mes, el día 7 de julio de 1986, a Madame 3o-séphine Bretón, colaboradora del laboratorio I para la recombinación del ADN en el Hospital De Gaulle, se le detectó un tipo de cáncer óseo hasta ahora desconocido. Madame Bretón falleció ayer, 9 de agosto.
Antes de su muerte, Madame Bretón me pidió a mi, viejo amigo suyo, que comprobara si su enfermedad guardaba relación con su tarea en el mencionado laboratorio. El motivo para tener en cuenta esa posibilidad era debido a que, antes de enfermar Madame Bretón, a otras cuatro personas del mismo laboratorio o del adjunto les habían sido diagnosticados tipos de cáncer hasta entonces desconocidos. Al respecto reunimos la siguiente información:
1) Jean-Louis Medicin, de 30 años, que trabajaba en el laboratorio «Eurogen I», fue informado por sus médicos, el día 11 de marzo de 1986, de que padecía una nueva forma de cáncer óseo. Falleció el 11 de julio de 1986.
2) Freddy Naftary, de 35 años, colaborador del laboratorio «Eurogen II», fue informado por sus médicos, el día 2 de mayo de 1986, de que padecía una desconocida forma de cáncer óseo. Falleció el 21 de julio de 1986.
3) Joséphine Bretón, de 50 años, colaboradora del laboratorio «Eurogen II», fue informada por sus médicos, el día 7 de julio de 1986, de que padecía una nueva forma de cáncer óseo. Como ya digo antes, la enferma murió el día 9 de agosto pasado.
—... y en este ventanal pueden ver el paso del mar Rojo y la conquista de Jericó —anunció el joven guía americano—. Allí, Sansón vence al león... Y al templo, con los reyes David y Salomón y varios profetas al lado... ¡Domínese, Mrs. Camberland! De esta manera nunca conocerá Europa...
4) Isabelle Roux, de 31 años, colaboradora del laboratorio «Eurogen I», fue informada por sus médicos, el día 31 de julio de 1986, de que padecía una forma atípica de cáncer del maxilar.
5) Maurice Clair, de 32 años, supo el día 2 de agosto de 1986 que padecía una nueva forma de osteosarcoma. Trabajaba en el laboratorio «Eurogen II».
Hemos intentado considerar la posibilidad de que el cáncer de los cinco colaboradores de sus laboratorios I y II fuese pura casualidad y, en consecuencia, no guardara relación con las condiciones de trabajo, pero finalmente llegamos a la conclusión de que la repetida aparición de nuevas formas de cáncer en tan breve espacio de tiempo y de desarrollo tan rápido tiene que ir ligada a la actividad profesional de las mencionadas personas en sus laboratorios.
Estos hechos y las evidentes deducciones, que usted sin duda debe conocer, me impulsan a suplicarle insistentemente que convoque sin demora una comisión investigadora compuesta de personas no sólo competentes, sino también ajenas a su instituto.
Reciba usted, Monsieur, la expresión de mi consideración más distinguida,
EUGENE DELLANOY
—A raíz de esta carta —explicó Patrick Renaud—, los presidentes de los consejos de administración del hospital y de «Eurogen» convocaron por fin, con más de un mes de retraso, una rueda de Prensa en la sala de actos del hospital. Nosotros nos enteramos por una breve comunicación en la pizarra y... tuvimos el susto de nuestra vida. Ignorábamos a qué se debía la muerte de los tres colegas, porque primero nos habían dicho causas falsas.
Norma meneó la cabeza.
—¡Pues sí! —exclamó Renaud, indignado—. Y los dos pobres desgraciados que padecen cáncer y aún viven, están de baja, claro, pero nosotros no sabíamos qué tenían. Sólo estábamos enterados de que Joséphine cobraba de la asociación para la prevención y el seguro de accidentes de trabajo. Ahora resulta que cobran los dos que todavía viven, o sea que su enfermedad es considerada de origen profesional. Dicho con otras palabras: quien contraiga cáncer en nuestros laboratorios, será a consecuencia de su trabajo. Por eso hay tan mal ambiente en la empresa. Cada cual se pregunta si lo tiene ya. O cuándo se le presentará. Y de qué tipo. La pobre Joséphine sufrió horrores por culpa de esa «nueva forma de cáncer», que acaba tan pronto con la persona. Y los otros dos ya muertos, lo mismo. ¿Nos tocará padecer tanto a todos, antes de diñarla? ¿Qué diantre ocurrió? ¿Y qué es esa maldita «sustancia desconocida» de la que ahora hablan? ¿Qué sucedió en los laboratorios I y II? ¿En qué demonios nos hace trabajar quien sea?
«... cuarto y quinto ventanal... El Nuevo Testamento. Jesús ante los doctores... Bautizo en el Jordán y las bodas de Cana...»
—Como decía, esos dos sinvergüenzas tardaron más de cuatro semanas en convocar la rueda de Prensa, después de recibir la carta de Dellanoy. La conferencia no tuvo lugar hasta el sábado pasado, 13 de setiembre. En esa ocasión nos presentaron también a la comisión de especialistas independientes. Había un montón de fotógrafos de las grandes agencias internacionales, y también muchos particulares. Y, naturalmente, los equipos de «Premiére Chaine» y «Telé 2». Para empezar, Cajolle pronunció un untuoso discurso sobre la absoluta sinceridad con respecto a unas eventuales anomalías, o posibles peligros y demás. ¡Madre mía, qué rueda de Prensa! Los dos bandidos se mantuvieron férreos. No querían precipitarse..., ¡por Dios que no...!, pero desde luego no se consideraban culpables de nada. Que en «Eurogen» todo funcionaba perfectamente, y también en el Hospital De Gaulle... Que, de cualquier forma, era cosa sabida que, en Francia, una de cada cuatro personas moría de cáncer... Según las estadísticas, pues, les o nos tocará a unos cuantos más. Los reporteros no dejaban de reprocharles que las cinco personas habían contraído cáncer en los últimos meses y no en el transcurso de diez años... Pero la única respuesta consistió en encogimientos de hombros.
«Envío del Espíritu Santo, fundación de la Iglesia... Y entre medio el quinto ventanal, llamado de San Esteban: elección y misión de los diáconos, el sermón de san Esteban, lapidación de san Esteban, que ve el cielo abierto...»
—La idiotez continuó —dijo Patrick Renaud—. El jefe de «Eurogen» recordó que, durante los últimos quince años, habían muerto de cáncer cuatro jefes de Estado: Pompidou, Boumedian, Chu Enlai y el shah del Irán. De Reagan, que por ahora se ha recuperado, ni se habló. Así iba la cosa. Pregunta: «¿Por qué paga la Prevención en el caso de esos enfermos?» Respuesta: «Pregunten allí.» ¡Los sinvergüenzas! Además afirman que todo son manejos de los comunistas. ¿Y cómo se explica eso? Porque, precisamente, Joséphine Bretón había pertenecido en su día al PC... ¡Un verdadero asco, os digo! Cuando luego desaparecieron todas las películas y se produjo el domingo el primer escándalo de Prensa, yo estaba con Félix. Félix Lorand es un amigo mío, cámara de «Telé 2». Se puso negro. Nos habíamos reunido en nuestro bistro favorito, situado en la rué Danton, cerca del hospital, para tomar algo y hablar del asunto, cuando dijo Félix:
—Es posible que quisieran evitar que en la película apareciese determinada cara —señaló Félix Lorand.
—¿Qué determinada cara? —inquirió Renaud.
—Estaban sentados junto a una ventana del pequeño bistro. La tranquila rué Danton se hallaba desierta. Era a última hora de la tarde, y las luces ya habían sido encendidas.
—Una cara que, entre los millones de telespectadores, quizá pudieran reconocer dos o tres. Algo que era preciso evitar.
—Puede ser —asintió Renaud, que tomaba vermut, mientras que su amigo había preferido un «Pernod», y de repente exclamó—: ¡Cielo santo!
Los médicos, los taxistas y las prostitutas que seguían un combate de lucha libre por televisión, desde el mostrador, se volvieron a mirarle.
—¡Baja la voz! —le advirtió el cámara—. ¿Cielo santo qué?
—Se me ha ocurrido algo. En el laboratorio I tenemos un americano muy simpático. Un bioquímico. Se llama Jack Cronyn. Le obligaron a estar presente en la rueda de Prensa. Como a todos nosotros. Lo exigió la empresa. Cronyn tendrá unos cuarenta años. Lleva diez años en «Eurogen». Un elemento de primera línea. Extraño, sólo...
—¿Qué es extraño? —preguntó el cámara de «Telé 2», a la vez que hacía una señal al tabernero, agregando—: ¡Eh, Gastón, sírveme otro! ¿Qué es extraño, Patrick?
—Que Cronyn no tenía amigos. Al menos, no entre nosotros. Y formamos un grupo muy unido. Nunca tomó parte en ninguna celebración. Cada noche se iba solo en su coche. Jamás le vi con una chica.
—¿Quieres decir que era marica?
—Quizá le guste la soledad.
El tabernero sirvió un nuevo vaso y una jarra de agua. Dos jóvenes rameras, una morena y una rubia, se acercaron a su mesa.
—¿Qué hay, guapos? —preguntó la rubia—. ¿No os animáis?
—Lo sentimos —contestó Félix Lorand con amabilidad—. Estamos muy ocupados. Otro día será. No os sintáis ofendidas.
—¿Quién habla de ofenderse? —replicó la joven—. Una puede preguntar, ¿no? ¡Ven, Claudine! Daremos un paseo.
Y las dos abandonaron el bistro con marcado contoneo.
—Pero hay algo más, respecto de ese Jack Cronyn —dijo Patrick Renaud despacio—. Asistió a la conferencia, pero luego mandó avisar que no vendría en toda la semana, porque estaba en cama con diarrea.
—¿Ocho días de cagalera planeada por adelantado? —exclamó Lorand—. Me parece mucha mierda.
—Ahora se me ocurre, al decir tú que, a lo mejor, no convenía que se viera cierta cara...
—¿Sabes dónde vive ese cagón? —inquirió Lorand, súbitamente excitado.
—No, pero podemos averiguarlo en el hospital.
Poco después tenían la dirección, facilitada por el portero del centro. Era rué de Lournel, 16.
Buscaron la calle en un plano de la ciudad que el cámara tenía en su coche.
- 15. arrondissement -comprobó Félix Lorand—. Queda muy lejos de aquí.
—No importa —dijo Renaud—. ¡Vamos! En el peor de los casos, será la lógica visita de un amigo preocupado.
- Okay. Llevo una cámara. Si hace falta, sacamos un par de fotos a ese Cronyn e intentamos poner en claro si se trata de un tipo limpio, o sea... si nuestra sospecha carece de base o no.
Media hora después, el «Peugeot» de Lorand se detuvo ante un gran edificio en la silenciosa rué de Lournel. Llamaron a la portera, que justamente seguía por televisión el programa literario Apostrophes. Una señora culta. Y muy molesta por la interrupción.
—Sólo deseamos saber dónde vive el doctor Cronyn, Madame —dijo Félix.
La portera se guardó el billete de cincuenta francos y se mostró un poco más amable.
—En el cuarto piso. Puerta izquierda. Pero no está.
—¿Cómo que no está?
—Ayer mismo salió de viaje. Dijo que se iba de vacaciones al Midi. Cerca de Toulon. Me dejó unas señas. No volverá hasta dentro de tres semanas. Entretanto se ha presentado un amigo con una carta del doctor. Tiene las llaves del piso y pasará aquí dos o tres días.
Renaud y Lorand se miraron. El cámara de «Telé 2» llevaba el aparato fotográfico en la mano.
—¿Está arriba el amigo? —quiso saber Renaud.
—Creo que sí. Suban en ascensor, Messieurs. Y ahora discúlpenme, pero me gusta ver Apostrophe. ¿Quién hubiera imaginado que la Duras iba a conseguir un éxito semejante, a sus ochenta años? ¡Pero se lo merece! Todos envejecemos, ¿no? La vida de una escritora tiene que ser muy solitaria.
Y cerró la puerta tras de sí.
—No perdamos tiempo —susurró Lorand.
El viejo y chirriante ascensor les condujo a la cuarta planta. Como en todos los pisos, había dos puertas. En la de la derecha se leía el apellido MENET, y en la de la izquierda, CRONYN, ambos en pequeños rótulos de latón. Lorand preparó la cámara e hizo una señal. Renaud llamó al timbre. Antes habían percibido pasos detrás de la puerta. Ahora todo era silencio. Renaud llamó de nuevo, tres veces seguidas.
Por fin contestó una voz:
—¿Quién es?
—Un telegrama para el doctor Cronyn —dijo Renaud.
—Métalo por debajo de la puerta —gruñó la voz.
—Lo siento. Es preciso que confirme el recibo, Monsieur.
—¡Un momento!
La voz había sonado más fuerte. Lorand y Renaud volvieron a oír pasos.
Fue abierta la cerradura, y después la puerta.
Apareció un hombre, pistola en mano. Lo que se veía del piso, era un caos: un despacho revuelto, con todos los cajones de un escritorio abiertos, y su contenido esparcido por el suelo... Muebles volcados...
Apenas asomado el hombre, resplandeció el flash de la cámara de Lorand. La puerta se cerró en el acto.
—¿Quién era?
—Ni idea.
—Tú quédate aquí —dijo Lorand—. Yo bajo a casa de la portera y avisaré a la Policía.
—Tienes nervios de acero. ¿Y yo, qué? ¡Este tipo está armado, caray!
—Pues ven conmigo. Diré a la portera que cierre la puerta de la calle, para que el hombre no pueda escapar.
Corrieron escaleras abajo y llamaron de nuevo a la portera.
Esta vez, la mujer se puso hecha una fiera.
- Merde, alors! ¿Qué cuerno pasa ahora?
Renaud y Lorand se introdujeron en su pequeña vivienda. El programa Apostrophes aún no había terminado. La habitación estaba repleta. En una vieja butaca de asiento hundido dormía enroscado un gordo gato rojizo. Félix Lorand ya había descolgado el auricular del teléfono y marcaba el número de la central de radiopatrullas. Mientras tanto, Renaud, trató de convencer a la portera. Era ésta una mujer gruesa, ya de cierta edad, y tenía un gran parecido con su gato. Llevaba una bata de color marrón rojizo, y el pelo teñido del mismo tono.
—¡Cierre en seguida la puerta de la calle, Madame!
—¿Por qué tengo que cerrarla?
—Porque en el piso del doctor Cronyn hay un hombre que no debe abandonar el edificio.
—¿Y por qué no?
—Porque nosotros se lo decimos, Madame.
—¡Ustedes no tienen nada que mandarme! ¡Ni siquiera sé quiénes son!
—Escuche, Madame: ese hombre tiene una pistola. Es peligroso.
—¿Que ese amigo de Monsieur Cronyn, tan amable y educado, es peligroso? ¡No me haga reír!
—¿La radiopatrulla? —gritó Lorand por teléfono—. ¡Vengan inmediatamente a la rué de Lournel, 16! Un hombre armado de una pistola ha devastado un piso. Puede enloquecer en cualquier momento y ocasionar un baño de sangre.
—¿Con quién hablo? —preguntó una voz masculina.
—Soy Félix Lorand, cámara de «Telé 2».
—¿Dónde está usted?
—En la portería. Por cierto que la portera no quiere cerrar la puerta de la calle. Le hemos dicho que debe hacerlo para que ese loco no pueda escapar. Pero no le da la gana.
—¡Pásamela!
—Un momento. ¡Madame, la Policía quiere hablar con usted! —añadió Félix a gritos.
—¡Qué asco, Señor! —protestó la mujer, pero se acercó arrastrando los pies y cogió el auricular—. ¿Qué? Está bien —gruñó, después de escuchar brevemente—. Como ustedes manden. ¡Pero tenga la certeza de que me quejaré a su jefe! ¡Semejante escándalo, en plena noche! Ese hombre es una buena persona, incapaz de... Sí, sí, de acuerdo. Ya cierro... ¡Gentuza! —exclamó—. ¡Nada más que gentuza! —rezongó, a la vez que soltaba el auricular.
Descolgó luego una llave de un estante, se encaminó a la puerta de la casa y la cerró. No cesaba de renegar. Cuando por fin regresó a su vivienda. Renaud y Lorand fueron detrás de ella.
—¡Ah, no, no, Messieurs! Esto es demasiado. ¡Ustedes se quedan fuera!
—Lo siento, Madame. Entramos —declaró Lorand, apartándola de un empujón. Renaud le siguió al interior de la pieza, y el cámara añadió—: ¿Pretende que estemos en el portal, cuando el tipo baje? ¡Oiga, que aún no estamos cansados de la vida!
—¡Groseros! ¡Mal educados! Ya verán lo que es bueno, cuando lleguen los flics... ¡Vaya cerdada!
—Acepte nuestras disculpas, Madame.
—Ustedes... ¡Váyanse a la porra!
—Le he pedido que acepte nuestras disculpas.
—¡Basta ya, y cállense! Hagan lo que se les antoje.
La portera se sentó en su sillón. El gato saltó sobre su regazo. En el programa Apostrophes, un hombre apuesto, que tenía un libro en las manos, hablaba sobre la ridiculez del amor, de la vida y de la muerte.
—Es Milán Kundera —señaló Lorand.
—¿Quién? —preguntó Renaud.
—Milán Kundera. Le hice una entrevista. Es checo, pero vive en París desde hace muchos años.
—¡No me vengas ahora con historias de ese checo, diantre! Ese individuo puede bajar y acribillarnos a balazos a los tres.
—¡Silencio! —bramó la mujer, furibunda—. ¡Kundera es un autor extraordinario! Ahora presenta su nueva obra. ¡Llevo rato y rato esperando que salga!
—Kundera es realmente bueno, tú —insistió Lorand.
—Por muy bueno que sea, yo me cago de miedo de pensar que el loco de arriba puede bajar y disparar contra todos nosotros.
Pero el desconocido no bajó. Unos cinco minutos más tarde oyeron el aullido de las sirenas. Habían llegado dos coches patrulla. La portera volvió a abrir, refunfuñando, y los policías subieron a toda prisa, una vez les hubo informado Lorand de lo ocurrido. Dos agentes permanecieron en la escalera mientras otros dos llamaban a la puerta del piso y la golpeaban con los puños. Al no recibir respuesta, pidieron a gritos una segunda llave.
La portera lloraba de enojo.
—¡Os costará caro a todos! ¡Hablaré directamente con Chirac! Aquí no estamos en Chicago...
Entretanto, un policía había abierto la puerta mientras un compañero le cubría con una pistola ametralladora. Pero esta medida resultó innecesaria, porque en la vivienda ya no había nadie. El hombre había desaparecido. Pronto quedó demostrado cómo. Por la buhardilla había saltado al tejado, huyendo sin duda a través de otras azoteas para descender por alguna escalera lejana...
—No hallaron ni rastro de él —explicó Patrick Renaud en la catedral de San Esteban, de Breisach—. Tuvimos que aguantar un interrogatorio interminable, eso sí, porque nos tocó en suerte un tío la mar de pedante, que nos trató como si fuéramos "asesinos.
—¿Y no encontraron huellas dactilares o algo por el estilo? —inquirió Barski.
—Nada en absoluto. Al menos, eso fue lo que nos dijeron. Mi amiga Mimi fotocopió la hoja personal de Cronyn, y Félix mandó revelar la fotografía del hombre en el marco de la puerta. Confiamos en que las autoridades francesas puedan valerse de eso... Aquí está la hoja —agregó, después de sacar más papeles del sobre. Y ésta es la foto que Félix obtuvo del individuo.
«...la serpiente arroja agua a un río... El pueblo de Dios en su realización... —resonó la voz del guía norteamericano.
Norma miró boquiabierta la fotografía que Renaud había puesto en su mano. Y reconoció el cerúleo rostro y las gafas sin monturas de aquel hombre.
—Es Horst Langfrost —murmuró.