29

—¡Tenía tanto miedo...! —balbució Yeli con voz todavía ronca y difícil de entender—. ¡Tanto miedo...! Mas ahora ya no lo tengo... Pero quiero que estéis conmigo... ¿Verdad que no me dejaréis?

—¡Claro que no, hija! —dijo Barski.

—¿Y Norma?

—Yo tampoco —contestó ésta.

—¿Nunca?

—Nunca —la tranquilizó Norma.

Había transcurrido una hora desde el tiroteo. La monja había conseguido escapar en un «Porsche» aparcado delante de la iglesia, que además contaba con una antena de radiotelefonía. Más tarde, los policías declararon haber tomado el «Porsche» por un coche de la kripo, creyendo que lo conducía un agente del equipo de Sondersen. El automóvil llevaba matrícula de Wiesbaden, y el falso policía poseía el debido documento de identidad y, además, el distintivo del Bundeskriminalamt de Wiesbaden. Más tarde, los agentes estuvieron en situación de describir al individuo, en cuyo carnet figuraba el apellido Willbrand.

Apenas estuvo la monja en el coche, ese Willbrand salió disparado por el Kurfürstendamm, en dirección a Halensee. Dos coches de la kripo y dos de la radio-patrulla persiguieron al «Porsche» por media ciudad, pero en el distrito de Neukolln lo perdieron definitivamente de vista.

Minutos después del tiroteo llegaron a la iglesia varias ambulancias, vehículos de la Asistencia Técnica y más coches patrulla. Por milagro, nadie había resultado herido, si bien numerosos niños y algunos adultos sufrían las consecuencias del susto. Cuatro hombres, tres mujeres y doce niños tuvieron que ser trasladados a diversos hospitales. El resto fue atendido por médicos de urgencia en la misma iglesia. También a Yeli le pusieron una inyección sedante. La pobrecilla lloraba, y Barski la estrechaba entre sus brazos. Se había sentado en el suelo y trataba de calmar a su hija con palabras cariñosas.

Entretanto, varios agentes de la Brigada Criminal, bajo el mando del comisario jefe Olaf Tomkin, habían empezado a comprobar la identidad de todas las personas allí presentes y a buscar pistas en la iglesia. La empresa parecía absurda, pero no lo era, porque Tomkin estaba en lo cierto: si la monja tenía cómplices, aún estarían en la iglesia, con excepción del conductor del «Porsche», y era cuestión de comprobarlo sin demora.

Los agentes encargados de la protección de Westen, Norma y Barski procuraron conseguir, por todos los medios, que estas personas pudieran retirarse lo antes posible. Opinaban que en cualquier momento era de temer un nuevo atentado. La iglesia estaba sumamente llena, y el peligro resultaba evidente.

—¿Dónde se alojan? —preguntó el comisario jefe Olaf Tomkin.

De sobras sabía a quién tenía delante, y por qué recibían protección aquellas tres personas.

—En el «Kempinski» —le informó Westen, que se había sacudido el polvo del traje y estaba tan elegante y sereno como siempre.

—Acabo de hablar por teléfono con el kriminaloberrat Sondersen —dijo Tomkin—. Vendrá en seguida a Berlín, pero ha de tomar el avión de línea, porque sobre la República Democrática están prohibidos los vuelos especiales. Incluso en un caso como éste. Okay; unos agentes les acompañarán al «Kempinski». Pero en ningún caso abandonen el hotel antes de que Herr Sondersen se lo permita.

Norma, Westen, Barski y Yeli, rodeados de sus guardaespaldas y de otros hombres, se dirigieron con Tomkin a la puerta principal, desde donde las ambulancias y nuevos coches de Policía trataban de abrirse paso entre la muchedumbre de curiosos. En medio del vocerío se oyó, de pronto, un renovado alboroto. Agentes de la brigada móvil, que habían formado un doble cordón alrededor de la iglesia, impedían la entrada a dos hombres.

—¡Señor ministro! —bramó uno de ellos, alto y robusto.

El que iba a su lado con un maletín de médico, era más esbelto.

—¡Pero si es el jefe de conserjes del «Kempinski»! —exclamó Tomkin, perplejo.

—¡Sí; es Herr Ruof! —dijo Westen.

—Y el otro es el doctor Thuma —señaló Norma—. Le conozco.

—¿Qué quieren aquí? —inquirió Tomkin.

—Venimos en busca del señor ministro y de sus acompañantes —gritó Ruof—. Traigo un médico conmigo. Le llamé en cuanto tuve noticia del tiroteo.

—Este doctor Thuma me asistió una vez en el «Kempinski», cuando tuve un cólico —explicó Norma—. Es un médico excelente.

—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó con brusquedad uno de los agentes de la Brigada Criminal, mirando furioso a Tomkin—. ¿Nos quedamos aquí hasta que nos disparen desde cualquier casa, o qué?

Tomkin cedió. El jefe de conserjes y el médico pudieron atravesar el cordón. Barski llevaba a Yeli en brazos. El doctor Thuma la examinó brevemente y tuvo para ella unas frases de consuelo.

—La niña está bien, pero conviene que salgamos de aquí cuanto antes —le dijo a Tomkin.

—Con la condición que ya indiqué. ¡Que ninguno de ustedes abandone el «Kempinski» antes de que...!

—¡Conforme, sí, claro! —contestó el agente—. ¡Vengan! Tenemos un coche blindado. Herr Ruof y el doctor Thuma irán con mis colegas.

Al momento, un pequeño convoy se alejó por un espacio abierto entre los curiosos por la brigada móvil y voló Kurfürstendamm abajo en dirección al «Kempinski». Una vez allí, saltaron de los coches todos los agentes. Con sus armas a punto. Los demás penetraron de inmediato en el hotel. Ahora era el robusto Ruof quien llevaba a la niña, y la trasladó a través del vestíbulo hasta el ascensor y luego a la habitación de Barski, donde la acostó en una cama. Todos le habían seguido, menos Westen, a quien sus guardaespaldas condujeron directamente a su apartamento. Dos agentes permanecían delante de la puerta.

—Yo no me moveré del hotel —anunció Ruof.

—¿Para qué? —intervino el doctor Thuma—. Su servicio termina a las dos, ¿no? Váyase a casa tranquilamente, porque yo sigo aquí.

—¡De ninguna manera! —exclamó Ruof, que procedía de Baviera.

Norma le conocía desde hacía muchos años. Era un hombre amable y servicial, que más de una vez le había ayudado en su trabajo. Ahora le llamó aparte y habló con él en voz baja.

—Escuche... Tengo aquí dos películas que han de llegar lo antes posible a Hamburgo. Están tomadas en la iglesia. ¿Cuándo sale el primer avión?

Ruof consultó su reloj de pulsera.

—A las 13.50. De «Pan American». Falta poco para la una. Déme las películas, Frau Desmond —dijo, y se las guardó con disimulo—. Ahora mismo envío a un compañero. Puede fiarse de mí.

—Como siempre. Ya lo sé. ¡Gracias, Herr Ruof! En Fuhlsbüttel esperará alguien de mi redacción, cuando el aparato aterrice.

Norma tomó asiento junto al teléfono y marcó el número del periódico. El doctor Thuma y Barski atendían aún a Yeli. Contestó una chica, y Norma se dio a conocer y pidió por Günter Hanske. Rápidamente y sin levantar la voz le explicó lo sucedido, terminando con estas palabras:

—No había fotógrafos en la iglesia. Yo llené dos carretes. Saldrán de Berlín en el avión de «Pan American» a las 13.50. Pregunta cuándo llega a Hamburgo, y manda en seguida a alguien, para que recoja el material.

—De acuerdo. ¿Y la televisión?

—Un equipo filmó todo el tiroteo. Lo transmitirá Welt im Bild. Eso no podemos impedirlo. Pero seremos los únicos que mañana ofrezcamos fotos.

—¿Y tu texto?

—Aquí puede ocurrir algo nuevo en cualquier momento. Persiguen a la monja, que resultó herida. Sondersen no tardará en presentarse. Ignoro qué permitirá publicar. Lo del atentado en la iglesia, desde luego. Porque lo presenciaron más de doscientas personas. Yo no tengo tiempo de escribir nada, Günter. Os lo dictaré todo. Que alguien lo redacte. Si hay alguna noticia, llamaré.

—Bien.

—Hoy tengo aquella entrevista organizada por Westen. ¿Lo recuerdas? Con una persona muy importante. Es del todo imprescindible.

—Comprendo.

—Envíame a Joe, a Franziska y Jimmy. Que vengan al «Kempinski».

—Saldrán inmediatamente.

—Si no estoy en el hotel, habré dejado una nota o, si no, que esperen mi llamada. Acordé con Sondersen las diez horas de anticipación, ¿no? En cualquier caso seremos los primeros, pues. Ponme ahora con la sección de noticias, por favor...

En el acto dictó Norma, con gran fluidez, su informe sobre el atentado, dio las gracias a la taquimecanógrafa, colgó el auricular y se acercó al lecho.

Yeli musitaba algo. La inyección sedante hacía su efecto.

—Mis zapatos... ¿Dónde están mis... zapatos?

—Aquí, hija —respondió Barski, inclinado sobre ella.

—Ponlos encima de la silla... Los... los quiero a... a mi lado... Ya sabes por qué...

Barski colocó los zapatos blanquiazules sobre la silla y arrimó ésta a la cama. A continuación fue al teléfono y llamó a su casa de Hamburgo, para contarle lo sucedido a Mila Krb.

La pobre mujer tuvo un susto terrible.

- ¡Jessasmariandjosef! -exclamó—. ¿Y de veras no les ha pasado nada a usted y a mi niña?

—De veras, Mila. A nadie, por suerte. Pero aquí estamos muy ocupados. Y Yeli necesita que siempre haya alguien con ella. Tome el primer avión, Mila, y véngase a Berlín. Al «Hotel Kempinski».

—¡Ay, Dios mío, qué angustia! Claro que iré en seguida. Lo más aprisa que pueda. Continuamente salen aeroplanos. ¡Pero no deje sólita a la niña mientras tanto, señor!

—¡Desde luego que no, Mila! ¡Hasta pronto!

Y Barski colgó.

Thuma intercambiaba unas palabras con Norma.

—¿Qué que? ¿Un intento de asesinar al ministro?

—Probablemente.

—Pero..., ¿por qué?

Norma le miró en silencio.

—Ya veo que no puede decírmelo. Un asunto feo, ¿verdad?

—Un asunto feo —repitió la niña, en un susurro.

—Sí —dijo la periodista.

Barski volvió junto al lecho.

El médico acariciaba la frente de Yeli.

—Ahora dormirás bien. Y no tengas miedo. Todo pasó... No hay motivo de preocupación —añadió de cara a Jan Barski, y le dio una tarjeta—. Pero, por si me necesita, sepa que vivo muy cerca de aquí y puedo venir en seguida. No tenga reparos en llamarme, Herr Barski. Y si yo no estuviera en casa, tomaría el recado mi mujer, que se pondría en contacto conmigo. Por radioteléfono. Se lo digo para su tranquilidad.

—Se lo agradezco mucho, doctor.

—¡No faltaba más! —contestó Thuma, que por su forma de hablar debía de ser bávaro, como Ruof.

A continuación se despidió de Yeli y de Norma, sentada al lado de la cama.

Barski le acompañó al ascensor.

—¡Qué canallada! —murmuró la chiquilla, ya medio dormida.

—¡Procura descansar, Yeli...!

—¡Mira que disparar de aquella manera...! Yo aún quería decir más cosas... Lo que creo que se puede hacer para..., para que no haya guerras...

La cabeza se le dobló.

Barski había regresado y estaba sentado al otro lado de la cama.

—¡Criminales! —exclamó—. ¡Con tantos niños en la iglesia! De haberle dado a alguna criatura...

—Otras ya cayeron víctimas de un atentado.

—¡Oh, perdón, Norma!

—Quería decir que nos enfrentamos a unos asesinos totalmente faltos de escrúpulos. Y yo soy tonta de remate. ¡Tantas personas en un espacio tan reducido! Tendría que haberlo temido.

—Agentes de la Policía vigilan de manera permanente nuestras puertas. Cada tres horas se turnan, según me explicó antes uno de ellos. Por esta vez tuvimos suerte.

—Sí —murmuró Norma—. Mucha suerte.

«Él sí, y Yeli. Y todos los demás padres. Y todos los demás niños. Yo, en cambio... Pero no debo pensar así... Alvin está en Berlín. Dentro de un par de horas, sabré más cosas. Cosas muy importantes, que me ayudarán a descubrir a los asesinos de mi hijo.»

Después hablaron muy poco. Seguían sentados a ambos lados de la cama. Reinaba un profundo silencio, sólo interrumpido de vez en cuando por un avión que sobrevolaba el hotel.

De repente, Norma se introdujo la mano en el escote de la blusa y soltó la delgada cadena de oro, de la que pendía el amuleto que una vez regalara a Pierre en Beirut, y que ella llevaba desde hacía tantos años. Sostuvo en su mano el trébol de cuatro hojas engarzado entre los diminutos cristales de gafas, de montura de oro, y por encima de la niña dormida se lo entregó a Barski.

—Tómelo —dijo.

—Pero..., ¿cómo puedo...? ¡Es un talismán! ¡Su talismán!

—Se lo regalo —susurró ella, con la vista fija en Barski, y él la miró también, y los ojos de la mujer le parecieron enormes. También la mancha negra—. ¡Acéptelo! —insistió Norma—. Hay que aceptar lo que se pueda, de aquello que..., quizá..., trae suerte. Se la deseo. A usted y a Yeli. Por favor, hágalo también por Yeli...

Jan Barski se puso la cadena y dejó que resbalara al interior de su camisa. Sin apartar la mirada de Norma.

—Es muy amable, por su parte —balbució él.

—Horrible... —murmuró Yeli en sueños.

Norma bajó la cara. «¿Por qué lo habré hecho? —pensó—. ¿Por qué? No importa. Me siento mejor así...»

—Si la gente... —musitó la niña.

Barski posó una mano en la de Norma. Ésta la retiró.

Nuevamente tronó un avión por encima del hotel, y los dos ya no hablaron ni se miraron.

Alrededor de las tres y media de la tarde llamaron a la puerta, y Barski abrió. Era Mila. Se había puesto su mejor vestido y un anticuado sombrero de capota. Corrió hacia Yeli tan de prisa como la llevaban sus piernas, se inclinó sobre ella y exclamo sin aliento:

—¡Mi corazón! Tu Mila ya está contigo. Durante todo el viaje en aeroplano no ha hecho más que rezar, tu Mila, y darle gracias a Dios de que no te hubiera ocurrido nada... Ni al señor... Ni a la señora... ¡Ay, qué nervios! Pero todo ha salido bien, mi corazón, y Mila está a tu lado. ¡Y esos criminales, infames, malvados, ya tendrán su castigo de Dios, ya...!

Con los payasos llegaron las lágrimas
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml