30

El kriminaloberrat Sondersen dijo:

—Uno de mis hombres hirió a la monja en el muslo derecho. En el poco trecho que había de la iglesia al coche, ya perdió mucha sangre. Entretanto, aún habrá perdido mucha más. Todos los hospitales y médicos de Berlín están avisados, así como todos los pasos de un sector al otro, la estación del Zoo y los aeropuertos. Pero una persona así siempre tendrá médicos que la operen y traten sin que nosotros lo sepamos. Y no querrá salir de Berlín. Es demasiado lista para eso. Permanecerá en la ciudad, bien quieta.

Sondersen se hallaba en el salón del apartamento del ex ministro Westen, que con Barski y Norma estaba sentado frente a él. Junto al kriminaloberrat había un aparato de radiotelefonía. Del altavoz salían voces amortiguadas, que se llamaban entre sí para comunicarse sus posiciones. La operación policial estaba en marcha.

—¿Qué hacemos ahora con ustedes? —preguntó Sondersen, preocupado, mirando a uno y otro.

—Bastará con que nos proteja como hasta ahora —señaló Westen, que se había cambiado de ropa.

En el exterior hacía tanto calor como en pleno verano. En el apartamento, en cambio, la temperatura era agradable.

—No bastará —replicó Sondersen—, porque ustedes se proponen salir del hotel.

—Sí. A las seis tenemos que ver a un amigo.

—¡De sobras sé quién es ese amigo, dónde vive y qué hace! —dijo el kriminaloberrat.

—¿Cómo es posible? Mis guardaespaldas me los proporcionó Bonn, y no usted. Y ésos no hablan.

—Justamente. Por eso les mandé seguir por agentes míos. No se trata de desconfianza, entiéndame. Pero debo averiguar todo lo que pueda. Su amigo se llama Lars Bellmann, tiene cuarenta y dos años, es sueco y se dedica a la Polemología. Tiene un instituto en Estocolmo, pero vive aquí desde hace más de un año. Trabaja en un estudio y se aloja en casa de un funcionario del Consulado de Suecia. La dirección exacta es Berlín-Dahlem, Im Dol 234. Bellmann le acompañó en muchos viajes a Washington y Moscú. ¿Quiere oír los nombres de las personas a quienes visitaron?

—No hace falta —respondió Westen—. Mi enhorabuena.

—Gracias. ¿Por qué no le telefonea y le dice que venga al «Kempinski»?

—Porque no vendría. —¿Por qué no?

—Porque corre tanto peligro como yo. Es como una partida de ajedrez. Hacemos tablas, Herr Sondersen.

—No. Tengo buenas noticias para usted, señor ministro. Mi gente vigila a Herr Bellmann desde su regreso a Berlín. Podré no ser un genio, pero tampoco soy idiota.

—¿Quién afirma semejante cosa? Sin embargo, su proposición carece de lógica —contestó Alvin Westen. —¿Por qué?

—A Bellmann le vigilan. A nosotros, también. Usted no permite que nosotros vayamos a verle, y sugiere que venga él. ¿Considera menos valiosa su vida?

—¡No discutamos más! —gritó Sondersen—. ¡Ustedes no salen de aquí!

—Yo no deseo causarle más problemas de los que usted ya tiene, Herr kriminaloberrat. -¿Quién dice eso? Westen miró a Norma.

—¿Qué? —inquirió Sondersen, muy excitado—. ¿Qué le contó Frau Desmond?

—Simplemente, que su tarea no es nada fácil, oberrat. Me lo imaginé desde el principio. ¿Se acuerda? En nuestra primera reunión le pregunté si en Alemania había unidades especiales. Usted dijo que no, pero que, aunque existieran, usted no lo reconocería. Creo haber encontrado el modo de eliminar sus dificultades.

—Eso es imposible —declaró Sondersen—. Incluso para usted, señor ministro.

—¿Quién sabe? —replicó Westen.

El altavoz del aparato de radiotelefonía transmitió voces de hombre.

—¿Hay alguna pista de esa monja? —preguntó Barski. Sondersen meneó la cabeza.

—Esa persona cuenta con amigos y jefes tan poderosos como el doctor Jack Cronyn, que desapareció de los laboratorios «Eurogen» de París. ¡Gracias otra vez por su colaboración, Frau Desmond!

—¿No ha logrado averiguar nada acerca de ese tipo? —se interesó Norma.

—Pues sí. Aún me quedan algunos amigos. Esta mañana me confirmaron que Jack Cronyn se llama en realidad Eugene Lawrence, y que de 1970 a 1975 trabajó en un instituto que el Gobierno estadounidense tiene en el desierto de Nevada. —¿De qué instituto se trata?

—Es un laboratorio donde recombinan el ADN. Cronyn conservaba un pasaporte a nombre de Lawrence, y con él voló a Río inmediatamente después de la rueda de Prensa en el Hospital De Gaulle. Y allá se escondió.

—¿Y qué hay del otro tipo? ¿De Horst Langfrost? Le traje una foto de él —dijo Norma.

—Por desgracia, no me ha servido de nada —confesó Sondersen.

—¿Sigue sin tener idea de quién es y para quién trabaja?

—Ni la más mínima. Por cierto: no divulgue lo que sabemos con respecto a Lawrence. Al contrario. Escriba, en sus artículos, que no tenemos noticia de ese hombre, ni de su paradero. Con ello nos ayudará.

—Conforme. Dicté por teléfono un reportaje sobre el atentado en la iglesia. Hice fotos y las envié a Hamburgo. Eso sí podía hacerlo, ¿no?

—Ya dieron la información por radio, y esta noche saldrá en Welt im Bild -respondió Sondersen, añadiendo de cara a Westen—. Dada la situación, ustedes no pueden visitar a Lars Bellmann. ¡No me obligue a tomar otras medidas!

—Yo iré a casa de Bellman, Herr Sondersen —contestó el ex ministro. Con Frau Desmond y el doctor Barski. Tenemos que ir. ¡Ya es hora de que intervengamos!

—¿Y por qué necesitan intervenir, diablos?

—Mi amigo, el pastor Niemóller, me dijo en cierta ocasión: «Cuando llegaron los nazis y apresaron a los comunistas, yo no intervine. Porque no era comunista. Cuando luego apresaron a los socialistas, tampoco intervine. Porque no me importaban nada los socialistas. Cuando después apresaron a los judíos, seguí sin inmiscuirme. Porque yo no era judío. Pero cuando finalmente vinieron a apresarme a mí, no quedaba nadie que hubiese podido intervenir...» Esto es lo que dijo Niemóller, y nunca lo olvidé. Por consiguiente...

Sonó el teléfono.

Contestó Westen.

—Sí... Está aquí. Un momento. Para ti, Norma.

—¿Quién me llama?

—Lo sabrás en seguida.

La periodista tomó el auricular.

—Norma Desmond al habla.

En su oído resonó la extraña y desfigurada voz metálica que ya conocía.

—¡Buenas tardes, Frau Desmond!

—¿Cómo ha averiguado que...?

—Nosotros lo averiguamos todo, Frau Desmond —respondió aquella voz monótona, siempre igual, semejante a la de una computadora—. Está reunida con Herr Westen, el doctor Barski y el kriminaloberrat Sondersen. Y hoy tienen concertada una entrevista con un amigo de Herr Westen. Proyectada desde hace tiempo. Me figuro que Sondersen se negará a dejarles salir, después de lo ocurrido en la Gedachtniskirche. Muy lógico. Y muy correcto. La persona a quien Westen quiere presentarles se llama Lars Bellmann. Es sueco, de cuarenta y dos años, y tiene su instituto en Estocolmo, aunque trabaja en Berlín desde hace cosa de un año. Prepara un estudio. Es uno de los más brillantes polemólogos del mundo. Pregúntele a Herr Westen si los datos son exactos.

Los demás se habían acercado a Norma.

—¿Quién es? —inquirió Sondersen.

—El hombre de la voz desfigurada, que ya me telefoneó dos veces —dijo Norma.

—¿Y qué quiere? —preguntó Westen.

—Que me confirmes que Lars Bellmann es uno de los más brillantes investigadores de conflictos del mundo.

—Déjame hablar con él —dijo Westen.

—Hable todo el rato posible —susurró Sondersen—. Yo intentaré descubrir desde dónde llama.

Y corrió al teléfono del dormitorio.

—Le paso a Herr Westen —anunció Norma.

—¡De ningún modo! —protestó la metálica voz—. Ya hablaré luego con él, pero antes tengo que decirle a usted unas cuantas cosas. También hablaré con Herr Sondersen, que le ha pedido prolongar todo lo posible esta conversación, para descubrir desde dónde llamo, ¿no? Pues ya puede participarle que nunca lo sabrá. Todo cuanto necesite averiguar, se lo diré yo mismo.

Westen quería quitarle el auricular a Norma, pero ésta no le dejó.

—El domicilio de Lars Bellmann en Berlín es Im Dol, 234.

En el distrito de Dahlem.

Sondersen regresó del dormitorio.

—Es cierto —admitió Norma.

—¿Lo ve? Naturalmente, también estamos enterados de lo que Herr Westen habló con Bellmann en los últimos días.

—Ahora comprendo por qué intentaron asesinarle en la iglesia —dijo Norma.

—No fuimos nosotros —declaró la voz—. Y no sólo debía morir Herr Westen.

—¿Ah, no? ¿Quién más, pues?

—Usted, Herr Westen y el doctor Barski. Supongo que ya comprende que se enfrentan a dos partes en competencia..., dos partes que quieren lo mismo.

—¿Y qué es eso?

—Pronto lo averiguará, Frau Desmond. ¡Muy pronto!

—¿Qué dice? —inquirió Sondersen, impaciente.

—¡Que Herr Sondersen no se impaciente tanto y me deje hablar! —se enfureció ahora la voz—. Ya se lo explicaré en su momento. Lo mismo vale para Herr Westen. Comuníqueselo a los dos señores, de manera que yo lo oiga.

Norma repitió las palabras para que el individuo del otro lado del hilo se enterara.

—Gracias —dijo la voz—. Los tres debían morir en el atentando. Y asimismo había que liquidar a Bellmann. De este modo, la otra parte..., que por desgracia se compone de una colección de fanáticos..., creía poder evitar que alguien más tenga noticia de lo que Herr Bellmann y Herr Westen saben. Nosotros, en cambio» estamos enterados de que Herr Bellmann envió a Estocolmo un detallado informe de todo lo que él y Herr Westen averiguaron en Washington y Moscú, y de que lo tiene guardado en una cámara acorazada. Si le sucede algo, la Prensa internacional lo publicará todo. Herr Bellmann tiene un seguro de vida muy parecido al suyo, Frau Desmond. Por ese motivo, tampoco a él debe ocurrirle nada. Entretanto..., después del frustrado atentado en la iglesia..., se lo hemos hecho comprender a la otra parte. Pero es tremendo tratar con fanáticos.

Sonó el teléfono del dormitorio.

—Ahora suena el segundo teléfono —dijo la voz—. Son los hombres de Sondersen, que le dirán que no saben desde dónde llamo.

El kriminaloberrat, que ya había dejado el auricular, meneó resignado la cabeza.

—Como decía —continuó la voz—, la otra parte ha comprendido, por fin, que procedía de forma irresponsable» No nos conviene la publicidad. Ahora, sin embargo, hemos llegado a un punto en que parece interesante que ustedes conozcan bastante a fondo la situación, aunque no del todo. La amenaza hecha a Gellhorn sigue en pie. Aún habrá problemas. Pero una cosa detrás de otra... Escuche, Frau Desmond: yo hablo ahora en nombre de las dos partes, y así se lo explicaré también a Herr Westen y Herr Sondersen. Pueden ir tranquilamente a la casa donde se aloja Bellmann. No les sucederá nada. Ni tampoco á él. Claro que nosotros no podemos arreglar siempre las chapucerías del otro lado. En consecuencia, nos hemos visto obligados a poner un ejemplo. La monja que disparó contra ustedes en la iglesia fue herida en el muslo derecho... Eso ya lo saben.

—Lo sabemos, sí.

—Lo que ignoraban, es que la monja no sólo no era monja, sino que, además, era un hombre. Dígale a Sondersen que envíe a sus agentes a la Lassenstrasse 11. Allí está aparcado un «Mercedes 220». Si esos hombres abren el maletero, encontrarán dentro al tipo disfrazado de monja. Muerto de un tiro en la sien con una pistola «Walther PP», calibre 7,65. Ése fue el ejemplo que tuvimos que establecer. Ahí tienen una muestra de nuestra buena voluntad —añadió la voz con una risa horrible—. Y ahora páseme primero a Herr Sondersen, Frau Desmond. ¡Buenas tardes!

Norma entregó el auricular al kriminaloberrat.

Sondersen escuchó en silencio. Sólo de tarde en tarde decía «Sí» o «En seguida». Por último hizo ponerse a Westen. Por medio de la radiotelefonía llamó a tres coches.

—Vayan a Grunewald, Lassenstrasse 11. Si allí ven un «Mercedes 220» de color rojo, matriculado en Wiesbaden, me lo notifican en el acto. ¡Pero no lo toquen!

Westen había escuchado al desconocido en silencio. Una vez colgado el auricular, se sentó.

Sondersen preguntó:

—¿Es cierto cuanto dijo ese tipo?

—Todo —contestó el ex ministro—. Me ha dado incluso los nombres de las personas con las que Bellmann y yo conversamos en Washington y Moscú. Es un profesional de primera línea. Yo ya contaba con que lo fuera, dada la monstruosidad del asunto. Tienen que serlo los de ambas partes. No sólo han de ser buenos los de una. Hoy, Herr Sondersen, avanzará usted un trecho considerable. Llegó a un acuerdo con Frau Desmond, ¿no? Pues cuando esta noche le informe ella sobre nuestra entrevista con Lars Bellmann, comprenderá muchas cosas que ahora le resultan inexplicables. ¡Le suplico, Herr Sondersen, que nos permita acudir a la cita con Bellmann! Él sabe más que yo, y sólo dispone del día de hoy. Mañana por la mañana vuela a Pekín, para una cosa relacionada con nuestro problema. Imposible esperar más. Es preciso que le veamos hoy.

Westen había alzado mucho la voz y respiraba con fatiga.

Norma le miró. Nunca había visto tan excitado al amigo. También Barski y Sondersen estaban alarmados.

—Usted ha hablado de monstruosidad —señaló el kriminaloberrat—. ¿De veras es algo tan monstruoso?

—Lo más monstruoso que pueda figurarse —dijo Westen, procurando dominarse.

—¿De qué se trata? —inquirió Sondersen.

—Del futuro del mundo. Del futuro próximo —le reveló Westen en voz baja—. Por eso es preciso que intervengamos, que nos inmiscuyamos, ¿entiende? Aunque sólo exista una chispa de esperanza. Nuestra misión consiste en no dejar apagar esa chispa, en luchar por ella. Y si alguien puede luchar, esas personas son Norma, que escribe, y el doctor Barski, metido de lleno en ese lío y que bien pronto tendrá que tomar una decisión de la que depende todo... También actuaré yo con un par de viejos amigos a los que quizá, quizÁ, logre convencer para que me ayuden. Y le tenemos a usted, Herr oberrat, ¡a usted!

—¡Todo esto suena apocalíptico! —exclamó Sondersen. —Es el apocalipsis. Lo tenemos encima —dijo el anciano.

Con los payasos llegaron las lágrimas
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml