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Westen se había levantado para echar más té helado en las tazas. La grabadora funcionaba...
—Digamos que, a priori, ni los políticos ni los militares de ambos lados son unos asesinos —prosiguió el sueco—. No son unos destructores del mundo, ni unos delincuentes. ¡Puede creerlo, Frau Desmond! Herr Westen ya me puso al corriente de su encantadora opinión.
—¿De qué encantadora opinión? —intervino Barski.
—Después de todo lo que me tocó vivir, un día le confesé a Herr Westen que, de tener yo algo que decir, empezaría por llevar al paredón a diez mil políticos y militares, para que por fin hubiese paz —dijo Norma.
Y enseñó los dientes. «¡Ay, Dios —pensó—. ¡Ya se me ha contagiado el tic de Bellmann!»
—Políticos y militares... —repitió éste—. Ésos están de acuerdo desde hace tiempo. Los de cada lado, quiero decir. La espiral atómica gira y gira, con lo que será inevitable la catástrofe mundial. Así, pues, los caballeros de una parte y de otra decidieron... ¿Qué supone que decidieron, Madame?
—Que tenían que salirse de esa espiral —contestó Norma.
—¡Bravo! Eso mismo se dijeron. «Hemos de salimos de esa espiral!» Pero..., ¿cómo? —De nuevo la mueca—. Americanos y rusos ya intentaron convivir en paz. La coexistencia. ¿Funcionó? ¡Qué va! ¿Y por qué no? Porque los americanos jamás comprendieron lo que los rusos de ningún modo pueden aceptar, y porque los rusos jamás comprendieron lo que de ningún modo pueden aceptar los americanos. ¿Me explico? Ambas superpotencias son incapaces de ponerse en el lugar de la otra. Las dos pretenden saber exactamente cuáles son los propósitos del otro lado, los motivos que tienen y aquello a lo que en ningún caso puede renunciar. Y se equivocan, porque parten de unas suposiciones tontas, equivocadas y arrogantes. Por eso no llegan a ningún resultado razonable en sus conferencias, por muy en la cumbre que éstas sean. Lo único que saben decirse esos señores, es que tienen que escapar de la espiral. «Pero..., ¿cómo salir de la confrontación? Que la coexistencia no marcha, ya lo hemos visto. O sea que tampoco es posible la paz. Y de una confrontación, sólo uno sale vencedor o derrotado. Una derrota es inadmisible... ¡Ha de ser una victoria! ¿Qué necesitamos, pues?»
—Armas nuevas, distintas —señaló Norma. —¡Exactamente! Armas nuevas y distintas. —Por ejemplo, el sistema SDI —indicó Barski. —SDI, por ejemplo —asintió Bellmann, otra vez con su horrible mueca.
Después de un fugaz momento de calma y de encender un cigarrillo más, continuó el sueco:
—Desde las películas sobre guerras interplanetarias, el SDI es un concepto muy popular. Hasta los niños menores de seis años lo conocen. Un cohete derriba a otro en el espacio. En realidad es un absurdo. ¿Por qué? Porque quien acepte tal sistema, tiene que contar con una base anticohetes, y eso en el caso de que funcione el SDI. Pero mientras no se sepa con certeza si eso funciona o no, ni un presidente americano ni los dirigentes soviéticos pueden renunciar a un desarrollo de los actuales sistemas de armamento, de los que los expertos afirman que, «en el peor de los casos», salvarían la vida a diez, ochenta o incluso ciento sesenta millones de ciudadanos estadounidenses o bien soviéticos. De momento aún tenemos la así llamada «prevención de una guerra» mediante la mutua intimidación. Pero la sola esperanza de que el SDI funcione y esa recíproca dependencia pudiera transformarse en una «seguridad por la propia fuerza», le arrebata todo el fundamento a una política que buscara aprovecharse de la intimidación para lograr una cooperación con otros medios, o sea, en primer lugar, el control del armamento o, lo que aún es mucho más importante, el desarme. Esto significa: el control del desarme o el desarme en sí serían las primeras víctimas del SDI. Peor todavía. En tiempos de paz es imposible fiarse totalmente del SDI. Siempre existe un margen de inseguridad. ¿Habrá desarrollado el enemigo unos medios para paralizar, al menos, partes del SDI? Si, por ejemplo, dispara miles de imitaciones de cohetes y, al mismo tiempo, miles de cohetes verdaderos, la defensa no podrá detenerlos todos. Muchos pasarán. Eso se puede evitar, naturalmente, porque para cada nueva arma surge, en seguida, un arma de defensa. Pero primero hay que saber cómo será. Y para saberlo con respecto al SDI, hay que provocar antes una guerra. Sólo de ese modo hay manera de averiguar si un SDI corregido sirve para garantizar la paz... Ahora bien: ¿puede uno renunciar a un sistema de defensa tan eficaz como el de atacar primero, si un cinco por ciento de cohetes enemigos que logren pasar ya representan hoy unas quinientas cabezas nucleares y pronto serán muchas más, teniendo en cuenta el SDI y la consiguiente duración de esa loca carrera del armamento? ¿Puede uno renunciar, doctor?
—No, si uno ha empezado a emplear el SDI —contestó Barski. —En efecto. Quien diga SDI y no monte sólo una defensa contra los cohetes, sino que además los siga fabricando, se mete en una situación que le obligará a dar el primer golpe, aunque no quiera. O digámoslo al revés: quien no excluya el primer golpe como «último medio», tiene que decir también SDI. SDI y «primer golpe» son siameses. De manera que, si los americanos construyen el SDI contra toda sensatez, el enemigo soviético deberá atenerse a la ley vigente en la política de seguridad, que es la de guiarse pensando en el peor de los casos, y basar sus preparativos y sus decisiones en el hecho de que los americanos no sólo montan el sistema SDI para escapar de la mortal amenaza de intimidación, sino que podrían llegar a lanzar el SDI para hacer factible un «primer golpe».
—Eso significa —señaló Westen— que, con ello, los soviets se ven obligados a preparar igualmente el programa SDI y, en el caso de una crisis seria, hacer el máximo uso de todos los sistemas de armamento ya existentes, con el único fin de sobrevivir. —¡Eso mismo! —exclamó Bellmann—. Un «primer golpe» soviético sería tan probable en el caso de una crisis sin salida, que un presidente americano ya no puede fiarse de que tal «primer golpe» soviético no se produciría. Pero eso significa que el SDI pone patas arriba toda la lógica de la intimidación, a la que, según afirman, por ahora debemos la paz. Quien diga SDI tiene que dar también su consentimiento a esa monstruosa carrera del armamento, que nunca había sido tan loca. Será una carrera por la «victoria final».
—Mi país y otros todavía sienten hoy la última «victoria final» —dijo Barski.
—Aunque por milagro se creara un mundo en el que ambas partes sólo tuviesen armas espaciales meramente defensivas, y sólo armas estratégicas meramente defensivas de tierra, mar y aire, las continuas noticias alarmantes sobre nuevos sistemas de defensa desarrollados por el enemigo, o que se tema que éste pudiera desarrollar, asustarían a los pueblos y a sus responsables, animándoles a llevar a cabo más y más programas de armamento. El resultado es éste: quien quiera el SDI tiene que aceptar una ilimitada carrera de armamentos, y con ello se prepara para años y decenios en los que, según la situación, puede verse impulsado o forzado por motivos militares a dar el «primer golpe». En cambio, quien desee evitar guerras no puede meterse a sí mismo ni al enemigo en situaciones en las que el «primer golpe», o sea empezar una guerra, pudiese parecer la única salida. En consecuencia, rechazar el SDI equivaldría a persistir como anteriormente en la intimidación atómica y seguir manteniendo a la población de ambas partes en el papel de indefensos rehenes. Y eso, a la larga, tampoco evitaría la guerra, sino que, al contrario, la haría aún más probable, como por experiencia histórica bien sabemos. Así, pues, la discusión sobre el SDI o la continuación de la intimidación mediante la recíproca amenaza de exterminio sin el SDI no es una lucha entre el bien y el mal o entre el mal y el bien, sino una lucha por dos caminos que conducen a trampas mortales...
Y Bellmann hizo más muecas que nunca.