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«La ley de Murphy —pensó Norma—. Yo creo en la ley de Murphy, que reza así: "Cuando una cosa tiene una mínima posibilidad de salir mal, sale mal."»

Permanecía de pie junto a la ventana con el pañuelo en las manos, y miró a cada uno de los que depositaba en él un papel doblado.

Nadie la miró a ella, en cambio. El sol crepuscular asomaba por detrás de las nubes de tormenta en retirada.

«Si no creyera en la ley de Murphy, confiaría en que hubiera más votos en contra que a favor. Entonces cabría la posibilidad de que Sasaki tuviese demasiado miedo de probar suerte a solas y en cualquier rincón. Y si no tiene demasiado miedo, que la vacuna no surta efecto y él se ponga tan enfermo como Tom... Es horrible lo que pienso, pero siempre es mejor que enferme un hombre y cambie, que no medio mundo. Si es imposible encontrar una vacuna contra el virus, cesarán también las amenazas, y no habrá más actos de terrorismo una vez demostrado que no existe protección contra ese virus. Pero yo creo en la ley de Murphy y estoy convencida de que, si este virus no sirve para la sofí war, buscarán otro. Sin descanso. Y si no descubren nada, si no hay manera de salir de la espiral atómica, acabará produciéndose una guerra nuclear. Lars Bellmann dijo que el sistema de la intimidación podía dar resultado durante diez o veinte años, pero no más. ¿Conviene que la cosa vaya bien durante tanto tiempo? ¿Por Yeli? ¿Por los niños? ¡Entonces aún vivirán todos! Y Jan y yo también. ¿Quiero vivir veinte o treinta años más? ¡Sí, por Jan! Aunque..., ¡no, eso son sentimentalismos tontos! Le quiero. Pero muchas personas quieren a otras. Yo amaba a Pierre. Él murió, y yo sigo viva. Todo se supera, en este mundo, y uno tira adelante. O sea que también puede ser al revés. Quiero a Jan y, sin embargo, puedo morir, y entonces no sabré nada más, ni habrá nada que me preocupe. Eso es mejor, incluso. Porque si conservamos la vida y lo nuestro llega a ser un amor intenso, traerá consigo desdichas y sufrimientos. Siempre sucede así.»

Norma despertó de sus pensamientos cuando Sasaki dijo:

—¡Haga usted el favor de abrir el pañuelo, Frau Desmond!

De pie delante de ella, se puso a desdoblar los papeles, y en el acto se le vio radiante.

—¡Lo sabía! —exclamó—. ¡Lo sabía!

«Sólo le falta empezar a bailar», se dijo Norma.

—¡Cuatro votos a favor y uno en contra! —anunció, mirándola feliz—. ¡Cuatro a favor!

Los demás presenciaban la escena con rostros inmutables.

—¡De manera que puedo hacerlo en la clínica! ¡Gracias! —balbució, y de pronto señaló la ventana—. ¡Mirad, mirad eso!

La tempestad se había desplazado, y la pared de nubes negras y moradas se alzaban ahora sobre la parte sur de la ciudad. Norma se fijó entonces en un amplio y reluciente, maravilloso arco iris que parecía poder ser tocado con las manos.

—¡Nos traerá suerte! —gritó Sasaki—. ¡Mucha suerte a todos!

«La ley de Murphy...», pensó Norma.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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