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—«...y le abrazaron y besaron antes de conducirle al palacio, donde fue vestido con ropas preciosas y le colocaron la corona sobre la cabeza y el cetro en la mano, y el niño reinó sobre la ciudad a orillas del río y fue su soberano» —leyó Barski, sentado junto a la cama de su hija con el volumen de cuentos de Osear Wilde en la mano, y su voz sonaba tierna.
Norma se hallaba en un oscuro rincón del cuarto.
—«El Sternenkind demostró ser justo y clemente con todos —prosiguió Barski la lectura—. Desterró al malvado brujo y, en cambio, colmó de regalos al leñador y a su mujer, y llenó de honores a sus hijos. Nunca permitió que alguien fuese cruel con las aves o con el ganado, enseñó lo que eran el amor y la bondad y la compasión, y dio pan a los pobres y ropas a los desnudos. En el país había paz y abundancia. Pero el Sternenkind no reinó durante mucho tiempo. Tantos habían sido sus padecimientos y tan amargas sus tribulaciones, que murió al cabo de tres años. Y el que le sucedió, fue un mal soberano.»
Barski bajó el libro. Yeli no se movía. En su carita había una sonrisa.
—Duerme —murmuró Barski.
—Hace rato —murmuró Norma.
El científico se levantó, besó tiernamente en la frente a la niña, alisó la manta y tapó con todo cuidado un brazo de la pequeña. También Norma se había puesto de pie. Vio que Barski hacía la señal de la cruz en la frente de Yeli, y se encaminó al amplio despacho. Jan Barski apagó la luz del dormitorio y cerró la puerta.
—Luego la vuelvo a abrir —dijo—. Mi habitación está allí enfrente. Siempre dejo las puertas entreabiertas, para oír si Yeli me llama o tiene alguna pesadilla o habla en sueños. Y aquí queda encendida toda la noche una lamparita.
—Ha leído usted de manera muy bonita —susurró Norma—. Con mucho amor.
—Quiero mucho a Yeli. Es todo cuanto tengo.
—Yo también dejaba entreabierta la puerta del cuarto de mi hijo, cuando estaba en casa —explicó Norma—. Y le leía cuentos, y muchas veces se dormía.
Había tomado asiento en un sillón, al lado del escritorio. Barski se instaló junto a ella.
—¡Tantos cuentos...! —continuó Norma—. Porque yo tenía que viajar mucho, y él estaba solo en el internado... Y claro, cuando pasábamos días o épocas juntos, yo procuraba darle todo mi cariño.
—Es natural —dijo Barski.
En un hueco entre los estantes repletos de libros asomaba el retrato al óleo de su mujer, con la blusa lila de cuello abierto y, al fondo, los rascacielos grises.
—Tiene que perdonar que la iniciativa fuese mía. Jan... —se disculpó Norma—. Cuando supe que Mila tenía hoy su tarde libre e iba a visitar a sus amigos checos, y que usted no quería dejar sola a la nena, me atreví a preguntar si...
—¡Por favor! —exclamó Barski—. Me siento muy..., muy feliz de poder pasar unas horas con usted... Creo, por cierto, haber encontrado un libro que podrá serle útil. Está muy bien.
—También yo le he traído un libro —dijo Norma.
—¿Usted a mí?
Norma se levantó y tomó un paquete de ciertas dimensiones. Barski lo desenvolvió.
—¡Oh! —exclamó emocionado—. ¡Qué detalle tan bonito!
Era un libro de fotografías de la catedral de San Esteban, de Breisach.
—Como usted comentó que había tenido que dejar tantos libros hermosos en Polonia...
Barski la abrazó impulsivo.
—¡Gracias, Norma! ¡Mil gracias!
—La que debe dar las gracias, soy yo —contestó ella, de prisa—. Porque a partir de mañana andaremos locos, cuando regresen Westen y Sondersen de Bonn y Wiesbaden. Pase lo que pase, yo escribiré sobre ello. No tengo miedo. A nadie. ¡Juro que escribiré! Perdí a mi hijo. Escribiré, pues, y tendrán que matarme tres veces para que yo deje de escribir. ¡Puede creerlo, Jan!
—Lo creo —contestó Barski—. La conozco lo suficiente.
—Pero para escribir toda esa historia, será preciso que explique un poco a mis lectores lo que es el ADN, de forma sencilla y sin demasiados detalles... ¡Por eso le agradezco que me ayude ahora!
Hacía tres horas que estaba en casa de Barski. Después de ocupar Sasaki una habitación en el departamento de Enfermedades Infecciosas e inyectarle Barski la vacuna (querían esperar tres días, antes de que el japonés se expusiera a un contagio por el virus), el polaco y Norma se habían trasladado a la Jefatura para telefonear desde allí a Sondersen, que se encontraba en Wiesbaden. Barski notificó al kriminaloberrat los últimos progresos y el autoexperimento que se disponía a efectuar Sasaki, cosa que hizo soltar una serie de reniegos a Sondersen, aunque luego acabó por reírse. ¿Qué podía hacer? A continuación, Barski y Norma se dirigieron a la tranquila Ulmenstrasse, y el científico jugó una partida de ajedrez con su hija mientras Norma preparaba la cena favorita de Yeli, la cena favorita de todos los niños: ensaladilla de patatas con salchichas. Cenaron juntos, y después, a la hora del baño, Yeli insistió en que estuvieran los dos con ella. Juntos secaron a la niña, y Barski le leyó finalmente la última parte del cuento, y los pensamientos de Norma retrocedieron en el tiempo, haciéndole recordar a su propio hijo y a su padre, y vivir de nuevo los horrores de la Línea Verde de Beirut, la noche en el «Hotel Commodore», aquella mañana en Niza, el increíble silencio que reinaba en el restaurante del aeropuerto... Y volvió a ver a los falsos payasos del circo, que con sus pistolas ametralladoras causaron tantas muertes... Le vino luego a la memoria la catedral de Breisach, y..., y...
De repente percibió la voz de Barski.
—... lo busqué mientras usted estaba en la cocina. ¡Mire! ¡Norma!
Ella se acercó a él y descubrió, encima de la mesa, un libro delgado, de cubierta blanca y con muchas ilustraciones de colores. Y leyó: Biokit. Un viaje a la biología molecular. Texto e ilustraciones de Joél de Rosnay.»
Barski se levantó y dijo:
—¡Oh, perdón! Siéntese usted.
Y ahora fue él quien se inclinó sobre ella.
—Este libro es justamente lo que necesita. Toda la historia del ADN en ilustraciones. Fíjese... Una especie de cómic científico. Ideal para usted. Vea...
E indicó el dibujo de un hombrecillo verde y redondo, de aspecto listo y simpático. Lo que este personaje decía, estaba en un bocadillo: «¡Hola! Soy Protix, una molécula proteica simple, y seré tu guía en el viaje por el mundo infinitamente pequeño del microcosmos.»
Barski lo leyó en voz alta y agregó:
—Así empieza. Estoy seguro de que la editorial la autorizará a utilizar las ilustraciones y el texto. Conozco al editor, que está en Munich y es una persona muy amable...
Su brazo oprimió el de Norma. Ella hubiese querido retirarlo, pero no lo hizo.
—La sociedad humana ya se habría extinguido, sin la comunicación, sin una relación... Mejor dicho: no podría haber existido nunca —comentó Barski, señalando un dibujo—. El organismo vivo es también una sociedad, una sociedad de células unidas entre sí y que se transmiten informaciones... Y esto es una sola célula: una sociedad de moléculas.
Norma le miró, y él esbozó una de sus tímidas sonrisas. Los dos guardaron silencio durante unos instantes.
Luego, Jan Barski carraspeó e indicó otras ilustraciones.
—Para que se haga una idea de las proporciones: para poder ver la molécula proteica tan grande como sale aquí, en el libro, donde tiene un diámetro de un centímetro, tendríamos que aumentarla un millón de veces con un microscopio electrónico. Sus cabellos son preciosos, Norma...
—No —protestó ella.
—Realmente preciosos.
—Por favor, no siga.
—De acuerdo —murmuró él, y carraspeó de nuevo.
Ahora carraspeaba mucho. Estaba nervioso. También ella lo estaba. Nunca se habían rozado sus cuerpos de manera tan familiar.
—Si la aumentásemos a usted un millón de veces, mi querida Norma, mediría casi 1.700 kilómetros. Extendida en el suelo como este hombrecillo del dibujo, llegaría de Atenas a Francfort.
—Desde luego, está muy bien explicado —asintió Norma.
—¿Verdad que sí? Sus cabellos huelen de maravilla...
—¡No diga eso, Jan!
—¿Por qué no? —preguntó él—. ¿Por qué no, Norma?
—Ya sabe usted por qué. Hablamos un día sobre ello. Aquel domingo, hace una semana. En el barco. No haga ver que no lo recuerda.
—¿Nunca?
—¿Nunca qué?
—¿No podré expresarme nunca de esta forma?
—Nunca, Jan —contestó Norma, y de nuevo se sintió aturdida y débil, como si tuviera fiebre—. Nunca —repitió, al mismo tiempo que pensaba: «¡Qué manos tan bonitas tiene! Pero..., ¡quítate eso de la cabeza!» Y dijo—: Continúe, por favor.
Llamaron con los nudillos a la puerta, y apareció Mila.
—¡Buenas noches, señor! ¡Buenas noches, Frau Desmond! Sólo quería decir que ya he vuelto.
—Bien, Mila. ¿Pasó un rato agradable?
—¡Oh, sí! Ya saben que siempre resulta bonito reunirse con gente de la tierra de uno. La conversación no se agota. Hay chismes que contar... Pero ahora me voy a la cama. Buenas noches. ¡Que Dios les proteja!
—Buenas noches, Mila —dijo Barski.
—Buenas noches, Frau Krb —dijo Norma.
La puerta se cerró.
—Sigamos, pues... Hablábamos de las moléculas proteicas, de las proteínas, que son los sillares de la célula, como podríamos decir. Mas también las proteínas se componen de material estructural, que es siempre el mismo. Nosotros les damos el nombre de aminoácidos. De esos aminoácidos se ocupó Erwin Chargaff desde 1944. Mire. —Y Barski señaló una ilustración—. Las distintas pro teínas son clasificadas según vayan unidos los aminoácidos, de los que hasta ahora conocemos veinte. Ya dije antes —continuó, carraspeando de nuevo— que la sociedad humana se habría extinguido de sobras, de no ser por la relación y la comunicación. En nuestra sociedad humana, la información es transmitida mediante palabras y frases de una lengua hablada o escrita. Y, ahora, ¡atención! También las células transmiten informaciones..., informaciones biológicas. La propia vida es información, si me permite expresarlo así. En nuestro caso, la información es el orden que los aminoácidos deben mantener para producir la proteína correspondiente. Los veinte aminoácidos son algo así como el alfabeto que sirve para escribir nuestras informaciones; la clave en que son transmitidas. Esta clave es registrada y transmitida por los ácidos nucleicos. Y ahora recuerde usted la conversación que sostuvimos en el balcón del apartamento de Herr Westen, en el «Atlantic», sobre el ADN, o sea el ácido desoxirribonucleico... Perdone, Norma, pero el aroma de sus cabellos me turba.
—¡Fume un cigarrillo!
—No quiero fumar. Lo que quiero, es..., que me turbe el aroma de sus cabellos.
Jan Barski apoyó una mano en la de ella.
Norma la retiro con brusquedad.
—¡Jan! Se lo suplico. No interpretemos una comedia de bulevar...
—No es una comedia, Norma.
Ella se levantó.
—¡Basta! —protestó—. De una vez para siempre. Ya le dije que no quería eso.
La excitación de Norma iba en aumento, a la vez que ella se decía: «¿Y por qué me pongo tan nerviosa? Era agradable sentir su mano sobre la mía... Pero debo enfadarme. No puede ser. Es imposible.» Y por eso añadió—: Además es de mal gusto.
—¿De mal gusto? ¿Por qué?
Barski la miró con fijeza.
A Norma le costó resistir la intensidad que había en los ojos del hombre. «Debo hacerme fuerte —pensó—. No puedo perder el dominio de mí misma y ceder a unos impulsos... Ya sufrí bastante.»
—¿Y usted me lo pregunta? —exclamó—. ¿Después de todo lo ocurrido? Desde que estuvimos en Berlín, sabe lo que nos espera. Si la vacuna de Sasaki inmuniza realmente contra el virus, tenemos la catástrofe encima. Porque no me dirá que cree que los americanos y los soviéticos no lo sabrán en seguida, trabaje para quien sea el traidor existente en su equipo, Jan. Los estúpidos servicios secretos todavía sirven, al menos, para que baste un solo traidor. Lo que éste revela, lo saben los del otro lado a las pocas horas. ¿De veras necesita que se lo cuente yo?
—No, Norma.
—¿Lo ve? —replicó ella, mirando a Barski como si se tratara de su peor enemigo, al mismo tiempo que pensaba: «¡Quisiera abrazarte con toda mi alma!»—. ¿Lo ve? ¿Y qué ocurrirá si ambas partes intentan procurarse toda la información posible sobre el virus y la vacuna con nuevos chantajes y nuevas acciones terroristas? ¿Qué pasará aquí? ¡Ustedes no conseguirán mantener en secreto su descubrimiento! El profesor Gellhorn se atrevió a plantar cara a esa gente, y le mataron. A él y a su familia. No importa los de qué lado la hicieran. Usted también procurará mantener el secreto, y le pegarán un tiro, como a Gellhorn. Y sabe Dios a cuántas personas más. Finalmente, una de las dos partes conseguirá obtener el arma ideal ¿Y entonces qué? ¿Qué sucederá, Jan?
—Todo eso lo sé —respondió Barski, y en su voz había tristeza y una insistente súplica—. Todo acabará en catástrofe. Forzosamente. Permita que le recuerde las palabras de Lars Bellmann. Tuvimos la mala suerte de ser los primeros en encontrar un virus ideal para la soft war. Según todas las leyes del cálculo de probabilidades, en algún momento encontrará otra persona un virus igualmente adecuado. Nosotros no tenemos el monopolio. Cierto es que, ahora, el medio para dominar el mundo se halla en nuestras manos. Pero pronto habrá otros parecidos, quizá mejores. No existe el camino hacia atrás. ¡Piense en Chargaff! Por eso voté hoy a favor del autoexperimento de Sasaki. Sabía que lo llevaría a cabo de cualquier forma. Y prefiero poder controlarle, que pensar que se inocula el virus en algún escondrijo, sin ayuda de nadie. Éste fue el único motivo. La soft war está prevista, y llegará. Nadie puede impedirla ya. De eso estoy convencido.
—Si lo tiene tan claro, ¿cómo cree adecuado el momento para decirme que... mi pelo... que...?
Norma se dio cuenta, con disgusto, de que era incapaz de formular frases correctas.
—Pues sí —contestó él—. Precisamente por eso. —¡Usted está loco!
—En absoluto. Me considero bien cuerdo. Lo que ocurre, es que pienso de manera más lógica que usted. Yo lo deseo. Y usted también. Lo sé. Lo veo en sus ojos. Podría parecer que quiere matarme, de tanta rabia como me tiene, pero no es así... Precisamente tendría que ser ahora. ¿Es una locura desear llegar con usted a la máxima intimidad entre un hombre y una mujer, al menos en el tiempo que nos queda? ¿No sería lo más normal del mundo? Norma, yo la...
- ¡No! -gritó ella—. ¡Le prohíbo continuar! —¡Pssst! —hizo Barski—. La niña... Norma bajó la voz.
—Estoy totalmente trastornada... El miedo... Usted... Y lo más importante: ¡he de escribir esa historia! —¡Calle, Norma, por favor!
—No pienso callar. No callaré mientras viva. Aunque no haya esperanza. Por eso necesito escribir lo antes posible. Por eso necesito su información. Ya empecé a escribir toda la verdad. La publicaremos. Y el mundo entero la reproducirá... —Y no servirá de nada —dijo él.
—¡No puede afirmar esto! —protestó Norma—. Los periodistas ya consiguieron muchas cosas, y yo pienso escribir cuanto sé y sepa. —Nadie lo publicará, Norma. ¡Ni siquiera su periódico! —¡El mío sí!
—Se lo prohibirán a Herr Stein.
—No, si procedemos de manera acertada. No, si nadie se entera de que yo ya estoy escribiendo. Y si lanzamos un número especial, que contenga toda la historia de una vez. Cualquier disposición al respecto llegará tarde. Y una recogida de la tirada será imposible, porque el periódico ya estará en manos de los lectores. ¡Mi relato verá la luz!
Norma respiró profundamente y no pudo proseguir. —No es que yo quiera desanimarla —replicó Barski, a la vez que acercaba un sillón y posaba brevemente una mano en el hombro de la mujer—. Le explicaré el resto. Y no diré nada más que pueda molestarla.
—Hable, Jan —murmuró ella—. Continúe.