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—Me he vuelto tan cauto, que ni siquiera me atreví a reunirme contigo en el bar del hotel —dijo Alvin Westen, sentado con Norma en el salón del apartamento que ocupaba en el segundo piso del «Atlantic».
Eran las tres de la tarde del mismo día. Hacía semanas que sobre la ciudad pesaba un calor impropio de la estación, sólo interrumpido por alguna tempestad. Menos mal que en las habitaciones de Westen reinaba un fresco agradable.
—Por teléfono sólo me dijiste que viniera en seguida.
—Probablemente nos escuchan.
—De eso estoy segura —contestó Norma—. No sabemos quiénes son... Pero están en su derecho. Salí inmediatamente del instituto.
Llevaba ella un vestido blanco, cuyo género había sido pintado de luminosos colores.
—Escucha, querida... En uno de mis viajes con Lars Bellmann conocí en Washington a un bioquímico, el doctor Henry Milland, figura internacional y, además, una persona excelente. Una figura bastante trágica, por cierto. Tenía un alto cargo en un instituto de genética de la Universidad de Cambridge. Debe de rodear los sesenta y cinco años y es muy delgado, muy inglés. Perdió a la esposa y a la hija en un accidente de automóvil, y entonces abandonó el trabajo para llevar una vida totalmente retirada. Tiene una casa en Guernesey, que es la mayor isla del canal de la Mancha. En la costa sur, tocando al agua. Cerca del puerto de pescadores llamado Bon Repos. Me dio su tarjeta. De vez en cuando vuela a Londres o visita a viejos colegas de Francia o América. Es un hombre que cualquier día obtendrá el premio Nobel. Y un hombre terriblemente triste. El más triste que conocí jamás. Le expliqué el motivo de mis viajes con Bellmann. Milland se siente tan desanimado como Lars. No ve ninguna salida. Si llegara a verla, afirma, se emborracharía de mala manera durante una semana entera. Con dos botellas de «Chivas Regal Salut» al día. Las tiene a montones, en su casa de Guernesey. Y me invitó a tomar con él, durante toda una semana, dos botellas diarias. Él se bebería otras dos. Yo le contesté que, en tal caso, le acompañaría con mucho gusto. ¡Y mira lo que este mediodía llegó por correo urgente!
Entregó una carta a Norma, y ella leyó este texto mecanografiado:
Angels Wing, 27 de setiembre de 1986
Estimado Mister Westen:
Creo llegado el momento de tomar un poco de whisky. Le propongo el miércoles, día 1.° de octubre. Hay un vuelo directo diario de «Lufthansa», desde Francfort. (Sale de Francfort a las 13.25 y llega a Guernesey a las 15.20.) Sería un placer esperarle en el aeropuerto, pero tengo lumbago. Tome un taxi, por favor. No queda lejos.
Le espero para un buen trago.
Cordiales saludos de su afectísimo,
Henry Milland
Norma preguntó con voz ronca:
—¿Puede significar esto que ha encontrado una salida?
—Eso podría significar, en efecto, mi querida Norma.