15
—¿Cómo está esto tan oscuro? —preguntó Alvin Westen.
Norma le miró alarmada. Acababan de entrar con los guardaespaldas en el vestíbulo inundado de luz del aeropuerto de Fuhlsbüttel.
—¿Qué pasa, Alvin? ¿Qué tienes?
—Estoy mareado. Sosténme, querida. Temo caer... ¡Qué cosa tan absurda!
Y se apoyó pesadamente en ella.
Norma hizo una señal a uno de los agentes.
—Un médico, ¡pronto! —le susurró.
El guardaespaldas se abrió paso entre la gente que atestaba el vestíbulo. Delante de todas las ventanillas había colas de pasajeros, y los altavoces transmitían de forma casi incesante las voces de jóvenes azafatas de tierra. Informaban sobre la llegada o la salida de aviones o llamaban a algún viajero. Se respiraba allí un aire viciado, y el calor era sofocante. Westen gimió.
—¿Te duele algo, Alvin?
—No.
—¿Te sientes enfermo?
—Debí de comer algo en mal estado... ¿No hay un banco por aquí?
Norma le condujo a una fila de sillones de plástico. La ayudó el agente que llevaba la maleta de Westen. Por fin tuvieron instalado al anciano.
—¿Qué demonios les ocurre a mis ojos? —exclamó el ex ministro—. Porque ahora no puede ser oscuro, y aquí tiene que haber mucha luz...
Se hallaba al borde de un colapso y, sin embargo, se mantenía erguido y disciplinado como de costumbre. Le costaba un gran esfuerzo hablar.
—¿Me tiene que pasar esto justamente aquí? —se quejó—. ¡En un lugar tan ruidoso y maloliente! Confiaba en que me llegara de una manera más elegante...
—¡Alvin!
—Es la verdad, ¿no? Sería una despedida de este mundo bastante pifiada.
—¿Tan mal te encuentras?
—¡Bah! Lo digo en broma.
Pero en el acto volvió la cabeza y vomitó violentamente en una papelera. Norma y dos agentes le aguantaban. Westen se incorporó.
—¡Qué penoso...! —murmuró—. Disculpad...
Y tuvo que devolver de nuevo.
El guardaespaldas que había ido en busca de auxilio, regresó a través de la multitud con un médico de bata blanca y dos sanitarios vestidos de gris, que llevaban una camilla plegable. ¡
—Buenas tardes, señor ministro —dijo el médico—. Mi nombre es Schreiber.
—¿Quién le ha llamado? —inquirió Westen—. No le necesito. ¡Váyase, por favor, doctor Schreiber! Ya estoy bien...
Al momento se desplomaba sobre el sillón. De todas partes acudieron los curiosos.
«¡Haz que no se muera! —pensó Norma, desesperada—. ¡Que no se muera...!»
Poco después, Norma esperaba con los agentes de seguridad en la antesala del servicio de urgencias. Una amplia ventana daba a las pistas, y a lo lejos pacía un rebaño de ovejas. El tronar de los reactores apenas penetraba en la pieza de paredes amarillas y muebles azules. «Ventanas aislantes —se dijo Norma—. ¿Qué haría yo, si Alvin muriese? ¿Qué haría sin él? Tiene ochenta y tres años. ¡No, que no tenga que pasar también por esto! Le necesito. Todos le necesitan. Aunque siempre les toque morir a los buenos y valientes y a los inteligentes y nobles, mientras que los puercos y canallas siguen con vida..., aunque siempre les toque a los que no se lo merecen, ¡qué él viva contra toda lógica, como una excepción..., pero que viva!»
Se abrió la puerta del consultorio y salió el doctor Schreiber, hombre de mediana estatura y rostro bondadoso.
Norma se puso en pie de un salto.
—¿Qué hay?
—¡Tranquila, Frau Desmond! —contestó el médico con voz queda y agradable.
Era un hombre que irradiaba una gran serenidad.
—No padezca —agregó—. El señor ministro ya está mucho mejor.
—¿Qué ha sido?
—Una momentánea debilidad circulatoria —explicó el médico—. ¿Voló mucho, últimamente? ¿Tuvo gran excitación?
—Sí a las dos preguntas.
—Le he puesto dos inyecciones. Tendría que permanecer echado, pero no me hace caso. Se muestra sumamente nervioso.
—A causa de que usted no le deja marchar. Ya sé —respondió Norma, y en su interior dijo: «¡Gracias, infinitas gracias!»—. Es el de siempre. No hay quien pueda con él.
—¿Hace tiempo que le conoce?
—¡Y tanto! Un día, cuando todavía era diputado, se levantó de la cama pese a tener una seria gripe vírica y estar a cuarenta de fiebre, apartó a todos los que querían impedirle salir, se sentó en su coche y me hizo llevarle al Bundestag, donde pronunció un discurso de una hora..., sin ningún papel delante. Uno de sus discursos más geniales, por cierto. Ya me ha dado varios sobresaltos, a lo largo de los años. Con él me llevo cada susto de muerte. Supongo que ahora quiere tomar el avión, ¿no?
—Sí, pero es imposible. La inyección que le puse sólo sirve para regularizar la circulación. Herr Westen tiene que permanecer diez días, como poco, internado en una clínica. Insisto en ello. Sería una terrible irresponsabilidad dejarle volar. Venga conmigo, Frau Desmond. ¡Ayúdeme a convencerle!
—Haré lo que pueda.
—Gracias.
—¿Dónde están los agentes de seguridad?
—Con él.
—Debo alcanzar el avión que sale de Francfort —insistió Alvin Westen.
Habían transcurrido seis minutos, y era la cuarta vez que lo decía. Estaba sentado en la estrecha cama blanca del dispensario, vestido por completo. Le rodeaban sus guardaespaldas, Norma y el doctor Schreiber.
—Eso queda fuera de toda discusión —declaró el médico de la cara bondadosa—. Usted ya no es un jovencito, señor ministro.
Era la octava vez que lo decía, aunque utilizando palabras distintas.
—Gracias por los cumplidos.
—No permitiré que usted se mate. ¡
—¿Es su vida, doctor?
—¡Por favor, Alvin! Sé razonable —intervino Norma.
—Soy perfectamente razonable.
—No lo eres. Eres testarudo e insensato. Yo tampoco permitiré que vueles.
—Querida niña, no me pongas nervioso.
Westen bajó de la cama y se tambaleó. Schreiber se apresuró a sostenerle.
—¿Se da cuenta? ¡Ahí lo tiene!
—No tengo nada. ¡Usted, usted es el que tiene un camastro indecente! ¿Dónde está mi maleta?
—Aquí, señor ministro —dijo uno de los agentes.
—¡Vamos, pues!
Schreiber le interceptó el paso.
—Tendrá que pasar por encima de mi cadáver.
—Si no es más que eso... —gruñó Westen.
—Señor ministro... Ya me he enterado de lo que usted es capaz de hacer.
—¿A través de quién?
—De Frau Desmond.
—¿Y qué le has contado, hija?
—Lo que ya me tocó vivir contigo.
—No lo habría esperado de ti. Eso es jugar sucio. ¡Apártese; doctor!
—¡No! —contestó el médico—. No lo haré. Le he dicho que debe permanecer unos días en una clínica. En la que usted prefiera. Yo me encargaré de todo. Nadie le verá. Diga usted lo que desea...
—¡Morirme! —le soltó Alvin Westen.
—¿Cómo?
—Usted ha dicho que sólo pasaré por encima de su cadáver, o sea que...
—¡Debieras avergonzarte, Alvin! —le riñó Norma.
—Me avergüenzo terriblemente —contestó Westen—. Y tengo una cita para tomar whisky, como bien sabes. ¡Tengo que acudir a ella!
—¿Qué oigo? —inquirió Schreiber—. ¿Que piensa beber whisky?
—Dos botellas diarias. Durante una semana.
El médico miró desconcertado a Norma.
Ésta sacudió la cabeza.
—Telefonea, Alvin. Llama y di que no puedes ir. Promete que irás la semana próxima. Explica por qué. Ya no viene de unos días.
—¡Eso te lo imaginas tú! ¡Viene de horas! Por última vez, doctor, antes de que me ponga violento: ¡déjeme marchar! Es preciso que tome el avión de Francfort.
—Despegó hace veinte minutos —dijo Norma.
—Entonces fletaré un aparato pequeño. ¡Herr Warner!
—¿Señor ministro?
Uno de los agentes le miró.
—Organícelo usted. Cualquier aparato que pueda despegar en el acto.
—Señor ministro, se lo suplico... —comentó el médico.
Pero Westen le interrumpió.
—¡Dése prisa, Herr Warner! ¡Corra!
El guardaespaldas contestó:
—Lo siento, pero antes debo pedir instrucciones a Herr Sondersen.
—¡Eso no le importa un pito a Sondersen! ¡He dicho que alquile un aparato, diantre!
El hombre apellidado Warner se detuvo. Westen les miró a todos, uno tras otro.
—Ahora escuchadme —habló—. Soy un anciano. Hace algún tiempo, rogué a Dios que me dejara vivir todavía un poco más. Tengo mis motivos. Hasta ahora. Dios me ha concedido el deseo.
—¡Ese vuelo puede costarle la vida! —protestó Schreiber.
—Ya sé que de la muerte no me escapo. No es ninguna novedad. Pero mientras el que está arriba me dé tiempo, debo hacer lo que es importante e imposible de aplazar. Siempre actué así, a lo largo de mi vida. ¿Espera que ahora, poco antes del final, cambie de repente? Y que conste que aún me quedarán muchas cosas por hacer, cuando me llegue la hora. Pero al menos habré hecho todo lo posible. Todo el mundo tendría que pensar igual.
—Yo, como médico, tengo una responsabilidad —señaló Schreiber.
—Cierto —replicó Westen—. Pero para no perder más tiempo... Sí yo le firmo a usted que he sido advertido del riesgo y que, bajo mi propia responsabilidad y en contra de su insistente consejo, no ingreso en una clínica, sino que emprendo vuelo, ¿tiene usted derecho a retenerme?
—No —admitió el médico.
—Bien —dijo Westen, apoyando amistosamente una mano en el hombro del doctor Schreiber—. Cada vez tuve que ponerme tan terco. Ustedes no nos dan otra opción. ¡Muchas gracias por haberme restablecido tan de prisa!
—Insisto, señor ministro, en que me preocupa...
Norma tuvo una idea.
—¡Un momento! «La decisión más audaz que hoy todavía parece posible, es el compromiso.» Una frase del discurso de despedida de Herr Westen en el Bundestag... ¿No fue así, Alvin?
—¿A qué viene eso ahora? ¡
—Propongo un acuerdo.
—¿Cuál?
—Que yo te acompañe. De este modo, todos estaremos más tranquilos. Usted, doctor Schreiber, y yo misma. Y también tú, Alvin. Reconócelo. Aquella vez que estabas a cuarenta de fiebre y te empeñaste en acudir al Bundestag, yo conduje el coche y permanecí en la galería, y luego me confesaste que, sin mi presencia, no lo habrías resistido. ¿Es verdad, o no?
Westen gruñó algo ininteligible.
—¿Me dejas ir contigo, pues?
—Pero..., ¡si ni siquiera llevas encima un cepillo de dientes!
—Me lo puedo comprar.
—Tu presunta intención era la de acompañarme únicamente al aeropuerto, pero sospecho que desde un principio pensaste volar conmigo... ¡Admítelo!
—Pensé en esa posibilidad, sí. Pero no encontraba el motivo. Por fortuna, te sentiste mal.
—¿Qué me dice de esta persona? —le preguntó Westen al médico—. Como quieras, Norma. Tú ganas. Déme el formulario, para que lo firme, doctor Schreiber. Ya sabe que actúo bajo mi propia responsabilidad, etcétera, etcétera... ¡Y usted, Warner, flete por fin un avión, caracoles! Siempre hay que armar un jaleo tremendo, para conseguir algo... ¿Para qué hace falta tanta lucha? Creo que soy una persona razonable...
Una conversación telefónica:
—No, Herr kriminaloberrat. No hay modo de hacerle desistir del vuelo. Lo intentamos todo. Pero le acompaña Frau Desmond. Es lo único en que consistió.
—Es inútil. Hemos de dejarle marchar. Le conozco. Busque un aparato, pues. Que también vayan los guardaespaldas de Frau Desmond. Ella está en su coche, ¿no? Quiero hablar con ella.
—Sí, Herr kriminaloberrat. Un instante.
El agente le pasó el auricular a Norma. Se hallaban en el «Mercedes» blindado que les había conducido al aeropuerto. Lo que hablasen a través del teléfono no podía ser escuchado por terceros.
—¿Herr Sondersen? Ya lo ve: Westen no cambia.
—No cambia, no. Estoy en el Hospital Virchow, por lo del asalto en la UCI.
—Yo salgo en busca de un aparato —dijo el agente llamado Warner, y se apeó del «Mercedes».
—Hice realmente todo cuanto está en mi poder. Mis mejores hombres ya están en Guernesey. Y, desde luego, también los mejores elementos de la unidad especial. No podemos permitir que suceda nada. ¡A nadie! Si Henry Milland ha encontrado una solución, debemos conocerla.
—Está bien, Herr Sondersen. Y nuestro acuerdo sigue en pie.
—Desde luego. Un momento... A mi lado hay alguien que desea hablar con usted.
—Norma, no me hace ninguna gracia que vuele a Guernesey.
—No puedo dejar solo a Alvin. ¡Tenga en cuenta mi profesión, además!
—¡Yo sólo pienso en usted! Y, por desgracia, no puedo abandonar esto. Hay que hacer muchas averiguaciones. Y tengo a Tak. Y a Frau Holsten... Y me cabe el gusto de organizar un nuevo entierro. Ya me veo hablando otra vez con Hess, el delicado empresario de pompas fúnebres... Dígame, al menos, dónde vive ese Milland.
—Tengo anotada la dirección. La casa lleva el nombre de «Angels Wing» y está en las afueras de un pequeño pueblo de pescadores, llamado Bon Repos, en la costa sur de Guernesey, junto a la bahía de Corbiére. El número de teléfono, después del prefijo, es el 38432. Apenas lleguemos, tendrá noticias nuestras. Oiga, Jan... Hágame el favor de llamar a Hanske, del periódico. Necesita saber dónde me encuentro.
—Ahora mismo. Y... Norma...
—¿Qué?
—Usted ya lo sabe.
—Pero no debo decirlo.