16
El avión a turbopropulsión del vuelo «Lufthansa» 072 tenía cuarenta y cuatro asientos. Ni siquiera la mitad iba ocupada. Norma se había colocado al lado de Westen. Los cuatro agentes de seguridad estaban acomodados en filas posteriores. El aparato sobrevolaba Normandía. El paisaje relucía bajo el sol otoñal. El aire parecía vibrar. Había llegado a tiempo a Francfort.
—¿Qué tal te sientes, Alvin?
—Perfectamente, querida.
El anciano sonrió, y Norma se dijo: «Nadie más posee esta sonrisa, este encanto...»
—Los círculos se cierran —prosiguió él—. Cuando uno se hace mayor y envejece, se cierran cada vez más círculos... Uno vuelve a sus comienzos. Guernesey, por ejemplo. De chico leí una novela que me causó gran impresión. Si me preguntaran por los cinco libros más maravillosos del mundo, sin duda habría un Hemingway entre ellos. Y este otro.
—¿Cuál es?
- Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo. Les travailleurs de la mer. ¿No conoces la obra?
—No. Y eso que creía conocer todo lo de Víctor Hugo. ¡Qué fallo! ¿No?
—Imperdonable. Has de corregirlo en el acto. De jovencito me tragué el libro. Y ahora vamos, precisamente, al lugar donde fue escrito. Tú ya sabes que Hugo, como diputado, defendía en la Cámara parisiense sus ideas izquierdistas. Una vez establecido el Segundo Imperio, tuvo que huir.
—Sí. Y permaneció casi veinte años en el exilio. Desde 1851 hasta 1870. Y la mayor parte de ese tiempo lo pasó... ¡Dios mío, justamente en Guernesey!
Westen hizo un gesto afirmativo.
—¿Lo ves? —dijo.
Y ella pensó: «¡Cuánto le quiero! ¡Cuánto le admiro! Es el hombre más íntegro del mundo!»
—Hugo pasó su peor época en Guernesey —continuó Westen, que había vuelto la cabeza y contemplaba la resplandeciente Normandía—. Durante su exilio escribió Los trabajadores del mar. El protagonista es hijo de una francesa que, después de la derrota de la revolución, emigró a la isla. Gilliatt, se llama. Un hombre solitario, que siente un profundo y tímido amor por la sobrina de un armador, Déruchette. Hugo describe la lucha de este hombre contra las fuerzas del mar, de este hombre que somete las aguas, el fuego y el aire en su ímprobo intento de salvar la valiosa máquina de un vapor encallado. Víctor Hugo dio a esa empresa el nombre de «la Ilíada de un hombre solo», una aventura que se prolonga durante semanas, una agotadora y horrible lucha contra las tempestades y, al final, incluso contra un pulpo gigante. Un hombre solo... «Los testarudos son los verdaderamente grandes —escribe Hugo—. Y sólo viven realmente en este mundo quienes luchan sin descanso...»
Norma le tomó la mano. «Cuando Alvin Westen muera —pensó—, habrá muerto toda una época. ¡Gilliatt es él! Siempre luchó sin descanso. Y sigue haciéndolo. Luchará sin descanso hasta el día de su muerte...»
Y la invadió una sensación de inmensa tristeza e inmensa admiración.
—Gilliatt recupera la máquina —añadió el anciano—. En cambio, no consigue su amor. Mientras luchaba contra la Naturaleza, Déruchette se enamoró del nuevo pastor de la aldea de pescadores, Ebenezer Gaudrey... «Lo que se le escapa al mar, no se le escapa a la mujer —escribió Hugo a un amigo—. Para ser amado, Gilliatt es capaz de cualquier cosa. Ebenezer posee la belleza del alma y del cuerpo, y en su doble resplandor sólo necesita presentarse para vencer. Gilliatt también tiene esas bellezas, pero las cubre la terrible máscara del trabajo. Y de esta grandeza resulta su derrota...»
Las turbinas entonaban su queda canción, y el aparato volaba sobre campos áureos y profundamente verdes, sobre grandes extensiones de oscura tierra y pequeñas ciudades y aldeas.
—Su derrota —repitió Westen—. Déruchette había hecho una promesa a Gilliatt, al partir éste en dirección a los acantilados ante los cuales se hallaba embarrancado el barco. Ahora, Gilliatt teme que la muchacha se sienta desgraciada, si grava su amor a Ebenezer con el recuerdo de la palabra dada. Se encarga de preparar un casamiento secreto y la posterior partida de la pareja, aunque con la pérdida de Déruchette su propia vida carezca ya de todo interés... —exclamó Alvin Westen en un susurro—. En Guernesey hay un risco que asoma delante de la costa y sólo se puede alcanzar a pie en las horas de la marea baja...
«¡Qué lejos está ahora de mí —pensó Norma—. He vuelto a un tiempo que ya pasó.»
—... y en este risco, esculpido en la roca, se encuentra el trono de Gildholmur... Gilliatt solía sentarse en él... Y desde allí sigue con la vista al barco en que Déruchette y Ebenezer abandonan Guernesey para siempre. Sube la marea. Él no se mueve. El agua sube más y más, y por último ya se ve sólo la inmensidad del mar...
El anciano calló.
Al cabo de un rato sonó una voz a través del altavoz:
«Señoras y caballeros, dentro de breves minutos sobrevolaremos Saint-Malo y, con ello, llegaremos al canal de la Mancha. Podrán distinguir las islas de Jersey, Alderney y Sark, así como algunos islotes. A las 15.20 aterrizaremos en Guernesey, como está previsto. Gracias.»
—¿Sabes qué produjo una mayor satisfacción a Víctor Hugo, cuando su novela hubo sido publicada con un éxito enorme? —agregó Westen—. Una felicitación de los marineros ingleses, que le agradecían la exacta descripción de su dura vida. Y Hugo les envió una carta. La sé más o menos de memoria —dijo en voz cada vez más baja—, porque en su día me conmovió muchísimo, y aún hoy me sobrecoge. Escribió Hugo: «Soy uno de vosotros. Yo también soy marino, un luchador sobre el abismo. Por encima de mi cabeza rugen los vientos del Norte. Estoy empapado y tirito, pero sonrío, y de cuando en cuando entono, como vosotros, un canto amargo... Soy un piloto fracasado, que no erró, a quien la brújula da la razón y el océano se la quita...»
Norma pensó: «Ése eres tú, Alvin.»
—«Yo resisto, opongo resistencia...»
«Sí, sí, Alvin.»
—«...tanto hago frente a los déspotas como a sus huracanes. Y dejo que los lobos aúllen a mi alrededor en la oscuridad, mientras cumplo con mi deber...»
«Es lo que haces tú, Alvin; lo que hiciste a lo largo de toda tu vida.»
Westen ya no hablaba, y Norma estrechó su mano. El avión sobrevoló Saint-Malo, y entonces vieron el mar. Sus aguas centelleaban con tal intensidad, que ella tuvo que cerrar los ojos.