17

Cruzaron la pista de aterrizaje y entraron en el edificio del aeropuerto. El control de pasaportes requirió mucho rato. Soplaba una suave brisa otoñal, y Norma vio viejas palmeras, limoneros y alcornoques en un extenso parque, donde también abundaban las fucsias y las camelias, las hortensias y las clemátides. Todo eso le hizo recordar Niza, con sus flores y árboles y aquella maravillosa luminosidad de la Costa Azul, y de súbito experimentó la misteriosa turbación y el suave vértigo que ya conocía.

«¡Imbécil! —se riñó a sí misma—. Es la corriente del Golfo la que hace ser todo esto tan frondoso y florido. Pero aun así..., no deja de resultar sorprendente... La misma belleza. El mismo esplendor de colores...»

Los hombres llevaban gorras semejantes a las de los franceses, y aparte de la lengua inglesa se hablaba allí también el francés, además de un dialecto de sonido galo.

Les salió al encuentro un hombre de cierta edad, vestido de color caqui.

—Ustedes necesitan un coche —dijo con amable firmeza—. Hay muchos, pero yo tengo el mejor. Un «Isuzu Trooper Ranger». ¡En él caben todos!

Se hizo cargo, sin más, de la maleta de Westen y se adelantó hacia el jeep de grandes ruedas. Tenía el aspecto y el comportamiento de un oficial y caballero británico, y llevaba los extremos del bigote retorcidos hacia arriba.

—Roger Hardwick —se presentó, cuando emprendieron el camino de Angels Wing, y añadió en seguida—: ¡Ah, van ustedes a casa de Mr. Milland!

Abandonaron el recinto del aeropuerto, enfilando entonces una carretera en dirección sudoeste, en cuyos bordes crecía una maraña de acebos, retama, zarzas y helechos.

Hardwick, que de vez en cuando se acariciaba una de las puntas del bigote, preguntó:

—¿Son ustedes amigos de Mr. Milland?

—Sí —contestó Westen—. Nos invitó. ¿Cuál es el idioma oficial de aquí, propiamente?

—El inglés —dijo el conductor—. Pero no hace mucho tiempo, era el francés, y en todos los negocios jurídicos y en las ceremonias se usan todavía las fórmulas francesas. En las iglesias, después del Padrenuestro en inglés se suele rezar otro en francés.

—¿Y ese dialecto tan raro que hablan algunas personas?

—Es patois —explicó Hardwick—. Aún procede de la época en que los habitantes de la isla eran súbditos de un duque normando. Es norman french, francés medieval. Aquí en el sur de Guernesey se oye con especial frecuencia, sobre todo en las tabernas. En los últimos años se han formado verdaderos grupos de patois en las islas. Hay gente que quiere conservar la cultura y la tradición antiguas. Cada cual quiere algo distinto. ¿Son ustedes alemanes?

—Sí —respondió Westen.

—¡Menudo teatro, el que se armó aquí con los alemanes, durante la guerra! —exclamó Hardwick—. Tuvimos tropas de ocupación alemanas, y hacia finales de 1944 pasaban tanta hambre, que hasta mayo del 45 tuvieron que ser alimentadas por la Cruz Roja Internacional, ya que les habían cortado todas las vías de avituallamiento. ¿No les sabe mal que hable así?

—En absoluto —contestó Westen—. Pero ahora vienen muchos turistas alemanes, ¿no?

—Tantos como quiera —asintió Hardwick—. Además, aquí pagamos solamente un veinte por ciento de impuesto sobre la renta, por lo que tenemos una población bastante internacional. Es mucha la gente que vive en las islas. Asimismo existe una serie de «empresas de bolsillo...». Ahora estamos en la rué d'Église.

A lo lejos vieron una iglesia diminuta. El campanario, con sus cuatro torrecillas en las esquinas, estaba coronado por una veleta en forma de gallo. La puerta de la cara norte presentaba un arco de piedra, al igual que las casas de labranza diseminadas por los campos. El olor a hierba recién segada era intenso y agradable.

—Richard Heaume —dijo el simpático conductor que hablaba demasiado— tenía sólo un año cuando terminó la guerra. A nosotros, esa guerra nos costó un imperio. Para ustedes representó una patria dividida y, luego, un milagro económico. Parece ser que esa guerra sólo la ganaron los que la habían perdido. Aquí, nadie es contrario a los alemanes. ¡Ha pasado ya tanto tiempo! Y los pobres no vinieron entonces por su propia voluntad, ¿eh? Si acaso, serían muy pocos los fanáticos. La guerra es lo más asqueroso del mundo. Ustedes tienen un gran poeta, Brecht... Les sorprende que le conozca, ¿verdad? Pues Brecht dice que la guerra no se produce por las buenas, como la lluvia, sino que es preparada por quienes sacan un provecho de ella. ¡Un gran hombre, Brecht!

—Desde luego —intervino Norma.

—Aquello que ven enfrente, es una vieja granja agrícola. Se llama Le Bourg. Y el pequeño pueblo que tenemos delante, aquel que parece pintado, es Le Variouf.

Pasaron un cruce.

—¿Quién es ese Richard Heaume al que antes nombró? —quiso saber Westen.

—¡Ah, Heaume! —exclamó Hardwick—. Ya de niño empezó a coleccionar armas de los alemanes. Los fritzes habían amontonado enormes cantidades en las numerosas grutas de la isla. Hasta un hospital subterráneo tenían. Richard pescó todo cuanto pudo, en esos pasadizos. Lo recuerdo al ver la iglesia. ¿Se fijan en los dos cottages situados detrás del pequeño cementerio? Forman el Germán Occupation Museau. Heaume se las apañó para hacerse con un cañón antiaéreo de 37 milímetros, por nombrar sólo una de las piezas grandes, y también una torreta de la «Renault».

—¿Una torreta de la «Renault»? —preguntó Westen—. ¿Cómo llegó hasta aquí?

Hardwick rió.

—¡Ja! Los alemanes la trajeron a la isla después de su victoria sobre Francia. Junto con muchas otras piezas del botín. Puede verse todo en el museo. La gente es extraña, ¿no?

—¡Loca, es lo que está! —dijo Norma.

—¡Sí, como quiera! Ya puede afirmarlo, ma'am -declaró Hardwick.

Al cabo de poco rato alcanzaron la costa. El agua se extendía ante ellos bajo un sol fulgurante.

—Precioso, ¿no? —señaló Hardwick—. ¡A ver si no tengo razón!

Por encima del pequeño puerto pesquero de Bon Repos revoloteaban incontables aves marinas. Sus gritos llenaban el aire. Y allí se hallaban todavía las viejas instalaciones de defensa de la Wehrmacht alemana. Norma se asustó al ver los baluartes y bloques de hormigón, y Westen notó su inquietud. Ahora fue él quien apoyó una mano en la de ella, y los dos se miraron. Norma estrechó la mano del anciano amigo contra su mejilla y pensó: «¡Cuánto le quiero, y qué poco tiempo le queda! ¡Qué poco tiempo tenemos todos, qué breve es la vida de cada cual, y cuánto daño causamos la mayoría de nosotros, en tan pocos años!»

Las casas del pueblo eran de piedra natural, y muchas de ellas tenían la puerta en forma de arco de medio punto. Varios hombres trabajaban en sus barcas, los niños jugaban, y por los callejones caminaban presurosas las viejas vestidas totalmente de negro y con pañuelo en la cabeza. Las mesas de los cafés estaban ocupadas por pescadores que jugaban a los dados, y de pronto aparecieron palmeras y claveles, rosas, fucsias y arbustos de retama, éstos en gran abundancia. Hardwick dejó atrás la aldea y continuó hacia el Oeste, donde todo era soledad.

—En la costa se encuentra el acantilado ante el que había embarrancado el barco —le susurró Westen a Norma—. Allí extrajo el «trabajador del mar» la valiosa máquina del derrelicto. No hay camino que conduzca hasta ese lugar. Pero subiremos a la montaña que está ahí delante, el Mont Herault. Y desde arriba veremos lo descrito por Víctor Hugo: donde Gilliatt luchó contra las fuerzas de la Naturaleza y el trono de Gildholmur, en el que permaneció sentado tranquilamente hasta que la marea entrante le cubrió.

—¡Hemos llegado! —anunció Hardwick—. Esto es «Angels Wing».

Detuvo el jeep delante de un terreno sin cercar. La típica casa de campo inglesa tenía una chimenea a cada lado del frontón. También allí había flores, y tres imponentes encinas parecían proteger la mansión. Sus ramas se extendían por encima del tejado.

Westen y Norma quedaron sorprendidos al encontrar allí varios coches aparcados. Policías de la isla y hombres vestidos de paisano aguardaban en silencio. Algunos llevaban pistolas ametralladoras.

—¡Dios mío! —musitó Westen, y añadió en un grito—: ¡Doctor Milland!

Norma y los guardaespaldas acudieron junto a él. Los policías tenían las armas a punto. En el aire chillaban numerosas gaviotas, como si también ellas estuvieran excitadas. Hardwick aparcó el vehículo sin más palabras.

De la casa salieron dos hombres.

—¡Por fin han llegado! —dijo el kriminaloberrat Carl Sondersen.

El otro exclamó:

—¡Hola, Norma!

—¡Jan! —contestó la periodista, atónita—. ¡Pero si usted dijo que no podía abandonar el hospital! ¡Y usted también, Herr Sondersen! ¿Cómo aparecen ahora aquí?

—Vinimos en un avión de la Brigada Criminal —contestó Sondersen—. Salimos directamente de Hamburgo. Media hora después de haber hablado con usted, Frau Desmond.

—Milland... —balbució Westen—. ¿Le ocurrió algo, a pesar de toda la vigilancia?

—Sí —respondió Sondersen, airado e impotente a la vez—. Le mataron a tiros. Aquí mismo, al pie de las encinas.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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