20

—¡Venid a la cocina, por favor! —pidió Norma—. No quiero estar sola mientras conversáis.

Al levantarse de su asiento, vio una gran fotografía de una mujer y una muchacha, en un marco de plata.

—¿La mujer y la hija de Milland? —preguntó—. ¿Las que murieron en un accidente de automóvil?

—Sin duda —contestó Westen, que también contempló largamente el retrato en colores—. La pérdida de los dos seres queridos fue, probablemente, lo que hizo que Milland se retirara más y más de la vida social, para refugiarse por fin aquí. En realidad ansiaba la muerte.

—¿Te lo confesó alguna vez?

Norma se adelantó hacia la espaciosa cocina, cuya salida al jardín estaba vigilada por un agente de seguridad.

—Sí, pero no en relación con esa desgracia. Hablábamos sobre la muerte en general. Resultó que Milland también conocía la obra Cato maior de senectute, de Cicerón, y la encontraba tan impresionante como yo. Trata de una madurez de la sabiduría, que sólo se alcanza con la muerte. «Me ilusiona tanto esa madurez —dice Catón—, que cuanto más me acerco a la muerte, creo empezar a divisar tierra y llegar por fin a puerto, después de un viaje tan largo por tantos mares.» Ahora, Milland alcanzó ese puerto, sea cual fuere... ¡Mira, aquí hay una lata de té!

Westen se la dio a Norma.

Ella y Barski se familiarizaron pronto con la cocina y, poco a poco, encontraron lo necesario. Barski colocó las tazas y platos en una bandeja. Al otro lado de las ventanas trepaban clemátides de flores azules, y los aromas del otoño invadían la pieza. Era un día maravilloso. «Y sólo hace unas cuarenta horas que mataron al hombre que vivía en este pequeño paraíso a orillas del mar», pensó Norma.

—A mí me gusta esa obra de Cicerón —comentó Westen—. Y lógicamente sé que también mi viaje terminará pronto... No obstante, pedí a Dios que me dejara navegar durante un tiempo más... No por mí, ya que estoy harto de la vida, sino por ti, mi querida Norma. Tú lo sabes bien.

Ella le besó con ternura.

—Pero ahora está usted, doctor —continuó el anciano—. En caso necesario, se encargará de que, por lo menos, esta criatura coma debidamente de vez en cuando.

—Tú no tendrías que morirte nunca —dijo Norma.

—En ocasiones me siento ya muy cansado, hija.

—Hablo así por puro egoísmo. Hay personas que llegan a los noventa y noventa y cinco años. Aunque exista Jan, te necesito. También Jan te necesita. Todo el mundo te necesita.

—¿Todo el mundo? —respondió el anciano—. ¡Eso sería horrible! Por suerte, no es así. Tú me necesitas, Norma, pero..., ¿quién más? Y, voilá, ¡aquí está el azucarero!

Lo sacó de un armario de pared con gesto triunfal.

—Usted es un hombre especial —le dijo de pronto a Barski—. Norma me contó lo bien informado que está referente a iglesias y monasterios que ni siquiera visitó nunca. ¿Sabe también algo acerca de las iglesias y los monasterios de aquí?

Barski contestó muy serio:

—La parroquia a la que fue Sondersen, es la más antigua de esas pequeñas iglesias. Creo que procede de 1048. Tiene un coro y un crucero, y al lado de la puerta norte hay un cepo con herrajes, que parece hecho de un tronco de encina...

Norma se descubrió mirándole sonriente. «¡Domínate! —se dijo en seguida—. ¡Recuerda que toda desgracia comienza por la locura que significa enamorarse!»

—En las islas del canal hay iglesias maravillosas —prosiguió Barski, apoyado en la puerta que conducía al jardín—. En Les Vauxbelets, por ejemplo, donde existió un hospital alemán subterráneo, se halla The Little Chapel, una iglesia en miniatura. No se hizo famosa por sus minúsculas dimensiones, sino los incontables fragmentos multicolores de conchas, vidrio y porcelana que adornan su interior y también la parte exterior. O la Glass Church de Millbrook, en la isla de Jersey —agregó con tímida sonrisa—. En ella todo es vidrio: el altar, la cruz, el comulgatorio que se extiende entre la nave y el coro, la pared que va de la capilla de Santa María y la nave, así como cuatro enormes ángeles. La pila bautismal, igualmente de vidrio, es la única de su estilo en toda Inglaterra...

Detrás de Barski pendían unas ramas de olorosos capullos. «Jan rodeado de flores —pensó Norma—. Como en una pintura antigua... ¡Pero basta ya, caramba! Todas las desgracias comienzan con esta imbecilidad...»

La tetera silbó.

—«Claro que no siempre ha de ser una imbecilidad —reflexionó Norma—. No siempre.»

Con los payasos llegaron las lágrimas
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