21

—Supongo que ninguno de ustedes se imaginará que he venido por lo del epitafio —dijo father Gregory.

Estaban sentados delante de la chimenea, tomando el té. Father Gregory era un hombre rollizo, de escasos cabellos blancos, en cuyo rostro rosado destacaba una prominente y colorada nariz de bebedor. Había pedido que le echaran un chorrito de whisky en el té, que se convirtió en un chorro considerable, servido por Norma... y por segunda vez. Como poco, father Gregory tendría cinco años más que Westen.

—Esta tarde estuvieron en casa —explicó el sacerdote, que parecía salido de una obra de Dickens, y se alzó la negra sotana, con lo que todos comprobaron cómo se defendía del calor de las postrimerías del verano. Llevaba sandalias y, por lo que los allí reunidos pudieron ver, no había nada más debajo de su ropa de trabajo.

—Yo había ido a la ciudad para encargar el ataúd, porque Milland no tenía familia —agregó.

—¿Quiénes estuvieron en su casa?

—Unos de esos tipos que todo lo revuelven. Y que asesina, si pueden. También abrieron todos los cajones y rebuscaron entre los papeles. Parece que haya habido un terremoto, en casa. Mi ama de llaves está en Francia, visitando a sus padres, o sea que esos canallas sólo pudieron asustar a las gallinas. Este té es riquísimo. ¿Podría tomar otra taza? ¡Gracias, es usted muy amable, señora o señorita! Y quizá con un poco más de... ¡Abuso de su gentileza! Gracias, hija. ¡Dios se lo pagará...! Tengo tres docenas de gallinas, ¿saben? —dijo father Gregory, no sin orgullo—. Cada mañana, huevos recién puestos. Vendo muchos. También tengo un huerto. Una vez por semana viene un campesino que se dirige al mercado, y me compra lechugas, tomates, coles... De todo... «Aquí yace uno que llevó a cabo la tarea del demonio» —continuó de pronto el párroco, que era un poco distraído—. ¿Qué podría tener yo en contra de semejante epitafio? La Iglesia nos enseña que, en toda su maldad para con los hombres, el demonio está bajo el dominio del Señor, porque todas las tentaciones que parten de Satanás fueron conocidas de antemano y toleradas por Dios, o sea consentidas... ¿No es así?

- Nullus diábolus, nullus redemptor -citó Westen.

—¡Muy bien! —asintió Gregory, satisfecho—. ¡No hay diablo, no hay redentor! El obispo Graber, de Ratisbona, dijo: «¿Pudo crear Dios al hombre, a ese monstruo culpable de la existencia de un Auschwitz? ¡No! Eso es imposible, ya que Dios es bondad y amor...»

«Bondad y amor —pensó Norma—. Hace veinte años que lo sé.»

—«Si no hay un demonio, tampoco hay Dios» —dijo el obispo Graber.

—«Desde luego son listos —siguió pensando Norma—. Muy listos. Precisamente, el Papa Wojtyla insiste ahora en que el demonio es una realidad. Está claro por qué.»

—Puede parecer que yo esté un poco alegre, ¿no? —preguntó entonces father Gregory.

—Pues sí, la verdad —contestó Westen.

—Y lo estoy, pero en un sentido muy especial. Doy gracias a Dios de que accediera al deseo de mi amigo y le llevara consigo. Era tan desdichado que estaba a punto de creer en Dios. Verán..., y este té que nos ha preparado esta joven dama alemana está buenísimo; tiene el típico sabor inglés... Verán, decía yo, que existe un grado extremo de soledad y desesperación, del que nace la necesidad de la fe. Mi amigo Henry había llegado ya a ese grado extremo.

«¿Y qué te dijo la Dietrich, años atrás? —pensó Norma—. ¿Un ser superior? ¡Bah, tonterías, sólo tonterías! No existe. Y si de veras hay un ser superior, está loco.»

—Siempre lo mismo —prosiguió father Gregory—. Los que no creen en Dios, se mueren de ganas de hacerlo. ¡No me mire de ese modo, encantadora dama, porque es así!

—¿Y esos individuos no encontraron nada en su casa? —cambió Norma de tema.

—¡Nada en absoluto! Lo que ellos buscaban, no está allí.

—Sino aquí —completó Barski la frase.

—¿Cómo lo sabe?

—Por eso quiso venir tan de prisa, ¿no?

—¡Le felicito por su sagacidad!

Father Gregory no era sólo un despistado, sino que, además, tenía una respetable arteriosclerosis.

—Como es lógico, estoy muy triste —dijo de súbito, muy serio—. Tremendamente triste. Henry era un buen amigo, que jugaba muy bien al ajedrez y tenía siempre un whisky excelente.

—¿Qué es lo que busca esa gente? —inquirió Norma.

—No lo sé —admitió el eclesiástico—. Sólo me consta que Henry llevaba encima una gran pena, desde hacía largo tiempo.

—A causa del accidente... —intervino Westen.

—Cuando perdió a su esposa y a su hija, quiere decir...

—Sí.

—No era ése el motivo —contestó father Gregory, meneando la cabeza—. No era el único, más exactamente. Y desde luego no fue por eso que se retiró de todo y vino a Guernesey.

—¿Cómo lo sabe?

—Él me lo dijo —respondió el sacerdote—. Hacía poco que nos conocíamos. Vivía sumido en el desespero. Pero lo que le desesperaba, eran los hombres. «A mí, father -decía—. Nietzsche me da asco. Pero hay que reconocer que era genial. Afirmaba que la locura es rara en el individuo, pero que constituye la regla en los grupos, las naciones y las épocas.»

—Efectivamente —asintió Westen—. En los grupos y las naciones y épocas, la locura constituye la regla.

—La gran desgracia de Henry guardaba relación con su trabajo —señaló father Gregory.

—¿También le confió eso? —preguntó Barski.

—Sí, aunque mucho más tarde. Hace sólo pocos días... ¿Tienen la certeza de que nadie nos espía? —agregó de repente.

—No hay peligro. Mis hombres registraron toda la casa con sus aparatos durante medio día.

—Henry me contó que iba a pedirle que viniese, Herr Westen. Lo que tenía que poner en su conocimiento era tan importante, que temía que alguien le matara antes de su llegada. Yo le aconsejé que se hiciera proteger por la Policía.

—¿Y?

—Dijo que cada cual tiene predestinada su hora, y que nadie consigue huir... Entonces yo le recomendé dejar por escrito eso tan importante, y me ofrecí a guardárselo. Él se resistía, para no ponerme a mí en peligro, pero yo insistí en que, al menos, dejara escrito lo que necesitaba decir, escondiese la carta y me indicara dónde la había puesto.

—¿Y accedió a ello? —quiso saber Sondersen.

—Accedió a ello, sí.

Father Gregory se alzó para acercarse a la cómoda de estilo Luis XV, cuyos cajones habían sido arrancados.

—Lo revolvieron todo —comentó Norma.

—Sin embargo, no encontraron el escondrijo —señaló el eclesiástico, que se recogió la sotana para poder arrodillarse mejor, aunque no sin dificultad—. Tenemos en Guernesey a un hombre que; antes, había trabajado para un joyero de París y le instalaba todos los sistemas de alarma, ideando también lugares donde ocultar cosas de valor. Aún hoy le llaman de vez en cuando. Y ese hombre fue quien se ocupó de que Henry tuviera un escondrijo seguro para sus papeles. ¿No notan nada especial, aquí? —preguntó, señalando al suelo de madera sobre el que descansaba la cómoda.

—No, sinceramente —confesó Westen.

—¡Ah! Es que este suelo se las trae... Hay que conocer el sitio exacto. Si aprietan aquí con suavidad —e hizo lo que decía—, el suelo se abre.

En efecto, una tabla se levantó, y debajo vieron un hueco.

—Funciona mediante un resorte. Un muelle especial, que obedece a determinado impulso... —añadió father Gregory, que se agachó más y extrajo del hueco varias hojas estrechamente escritas.

Sondersen había corrido hacia él. El sacerdote le entregó los papeles, y el kriminaloberrat se los pasó a Barski.

—Vuelvo en seguida —dijo—. Tengo suficientes hombres para que rodeen la casa. Es preciso que conozcamos inmediatamente ese texto.

Una vez fuera, le oyeron hablar con sus agentes. Se pusieron en marcha varios motores y, poco después, un círculo de automóviles protegía el edificio. Los hombres sentados dentro y los que se habían situado entre los vehículos, tenían las armas a punto.

Norma obtuvo numerosas fotografías.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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