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- Estimado Herr Westen -leyó despacio y con voz clara el anciano ex ministro:
Escribo estas líneas a las 20.55 del 29 de setiembre, lleno de miedo de que pueda sucederme algo antes de que nos veamos. Hace media hora salió de aquí father Gregory, párroco de la pequeña iglesia vecina. Él, sólo él, conoce el lugar donde quedan escondidas estas hojas, y será el encargado de entregárselas a usted en el caso de que mi temor esté justificado y yo ya no viva cuando usted llegue pasado mañana por la tarde.
Realmente creo haber hallado una solución para nuestro dilema, pero primero es necesario que le explique cómo se desarrollará una soft war a voluntad de una de las dos superpotencias, y que si elegí esta vida retirada, no fue únicamente por el dolor de la pérdida de mi amada esposa y de mi amada hija, sino también por el horror y la repugnancia que me inspira lo que nos espera, y que yo supe a causa de una indiscreción. Me sentí incapaz de continuar mi trabajo, porque no soportaba la amoralidad de los políticos y militares.
Westen bajó los papeles y miró a todos los que, como él, permanecían sentados alrededor de la hermosa chimenea. Después continuó la lectura...
La busca de un virus ideal dura ya muchos años. A juzgar por la asesina brutalidad con que proceden contra ese instituto de Hamburgo, allí han descubierto él virus en cuestión. Como usted ya me dijo, uno de los científicos se atreve incluso a probar una vacuna en su persona. Cada una de las potencias quisiera poseer, como es lógico, el virus y la vacuna, pero lo que de veras necesita es el virus. Los bioquímicos no tardarán en encontrar la correspondiente vacuna. Y tengo el convencimiento de que una de las dos potencias conseguirá apoderarse del virus.
Una vez en posesión del virus y de la vacuna, la superpotencia (sea cual fuere) está decidida a proceder del siguiente modo: comenzará a actuar en otoño. En esta época del año, millones y millones de personas se vacunan contra la gripe, tanto en los países del Este como en Occidente. Entre los vacunados de manera automática figuran todos los políticos y todos los militares de alta graduación, pero también los soldados de todos los cuerpos, los escolares, grupos de diversas profesiones, etcétera. Dada la creciente peligrosidad de unos virus gripales que se renuevan constantemente, la gran mayoría de la población se vacuna por su propia voluntad. Aprovechando, pues esa vacunación en masa contra la gripe, será inoculado también ese virus necesario para la soft war. A los militares y políticos les consta que, aun así, entre un 20 y un 25 por ciento de la población que conviene proteger quedará desprotegida, dato que los militares acogen con entusiasmo. En el caso de un conflicto atómico, cuentan con unas bajas de hasta un 90 por ciento. Y su argumento principal es el de que las personas no protegidas contra el virus no morirán, sino que, simplemente, habrán cambiado de forma de ser. Y servirán de abejas obreras.
Ésta es la ética y la moral de los poderosos.
Cuando todos los grupos importantes y todas las demás personas (menos un 25 %, aproximadamente) hayan sido vacunados y sean inmunes al virus, bastará introducir una persona contagiada en territorio enemigo, para desatar allí una reacción en cadena de la enfermedad. (Necesitarán enormes cantidades de vacuna, pero sólo cantidades mínimas de virus.)
Usted ya conoce -dijo mi informador, que es un hombre de mucho humor— esos teatrales intercambios de grandes espías... Pues bien: la potencia poseedora del virus infecta con él a un espía preso, le deja en libertad y lo cambia por uno de sus propios espías. El portador del virus traerá consigo él hundimiento de toda una superpotencia. En la práctica, desde luego, inocularán el virus a numerosos grupos de la parte contraria que se hallen casualmente en el país antes de su regreso a casa. Por ejemplo, compañías de ballet, orquestas, participantes en congresos, etcétera.
Al cabo de semanas y meses, de esta manera se habrán contagiado continentes enteros. En consecuencia, la soft "war, esa guerra silenciosa y suave, habrá proporcionado paz a la Tierra, aunque a cambio de convertir media Humanidad en criaturas manipulables y carentes de toda voluntad.
Cuando le conocí a usted, estaba desesperado y no tenía aún la menor confianza en hallar una salida. Ahora creo vislumbrar la manera de librarnos de la catástrofe. Dígales a sus amigos de Hamburgo que mi idea es la de...
—Eso es todo —murmuró Westen—. Aquí termina la carta. Es de suponer que Milland oiría un ruido, o que llamaron a su puerta. Lo extraño es que todavía tuviese tiempo de esconder los papeles. Presentía algo malo. Me figuro que, a los pocos minutos de haber salido cojeando al exterior, yacía muerto al pie de las tres encinas...
Después de un opresivo silencio, dijo Barski:
—O sea que nos quedamos sin saber qué proponía Milland...
—Así es, por desgracia —asintió Westen.