24
Cuando el kriminaloberrat llamó diez minutos más tarde a la puerta de la habitación de Norma y ésta le permitió entrar, la periodista ya estaba vestida, peinada y maquillada.
—¡Caramba! —exclamó Sondersen—. ¡Son las cuatro de la madrugada! Creí que tendría que despertarla.
—Quise bajar al parque, pero sus agentes me lo impidieron.
—¡Y con buen motivo! Di órdenes muy severas al respecto. Fuera del hotel difícilmente la podríamos proteger. ¿Por qué deseaba salir? ¿La pone nerviosa la luna?
Norma había recobrado la serenidad. Sondersen no podía imaginarse la crisis que acababa de pasar.
—Quería verle a usted —dijo.
—¿A mí?
—Sí. Estaba insomne y miré por la ventana. Y le vi conversar con Horst Langfrost.
—¡Ah...!
—¿Qué explicación tiene para eso?
Sondersen contestó:
—Tenemos prisa. Langfrost me llamó hace media hora, al hotel. Necesitaba comunicarme algo. Pero no por teléfono. En consecuencia, le propuse el parque. Allí no podía oírnos nadie. Después de hablar con él, vine en seguida a verla a usted.
—¿Para qué?
—Frau Desmond —murmuró el kriminaloberrat—, ese hombre que se hace llamar Horst Langfrost es el miembro más importante de la unidad especial.
—¡No puede ser cierto!
—No le miento —replicó Sondersen—. Es la verdad, colega. Lógicamente, el nombre de Langfrost es otro. Dijo llamarse así cuando fue a vivir a la pensión de Frau Meinsenberg. Se lo explicaré todo en el avión.
—¿En qué avión?
—Nos vamos a París.
—¿Usted y yo?
—He venido para pedirle que se disponga a viajar conmigo inmediatamente.
—¿Por qué?
Las ranas croaban a más y mejor.
—Frau Desmond, ¿puede usted imaginarse que el doctor Barski sea el traidor?
—¿Jan, el traidor? ¿Cómo se le ocurre tal cosa?
La sola idea la mareaba. De pronto, todo volvió a parecer irreal.
—¿Es capaz de imaginárselo?
—No. ¿Y usted?
—Todo indica esa posibilidad... Que sean él y Kaplan.
—¿Qué?
—Barski y Kaplan, sí.
Y las ranas, venga a croar.
—Le ha... —empezó Norma, pero le falló la voz—. ¿Le ha dicho eso Langfrost? ¿Afirma semejante cosa?
—Langfrost no afirma nada. Se limitó a comunicarme lo sucedido.
—¿Y eso qué es?
—Nuestros hombres y los suyos están en el instituto, ¿no? Para protección de quienes allí trabajan.
Las ranas croaban como locas.
—Bien —dijo Norma—. ¿Y qué? ¿Qué más?
—Un cuarto de hora después de salir yo con Barski hacia esta isla, el doctor Kaplan fue a la estafeta de Correos 122 y esperó una llamada de París.
—Es lo que dice Langfrost.
—Sí.
—¿Y de dónde lo saca?
—La unidad tiene gente en París, desde lo ocurrido en el Hospital De Gaulle.
—¿Y?
—Esos agentes de París habían seguido al hombre que telefoneó a la estafeta 122 de Hamburgo. Hace tiempo que le vigilan. Llamó desde la cabina de un bistro, para que no pudieran escucharle. Pero fue fotografiado. Langfrost recibió la foto por telefax, aquí en Saint Peter Port. La enviaron a la Constables Office. ¡Véala!
Entregó la copia a Norma.
—¿Sabe usted quién es?
—Sí —contestó Norma, con voz opaca—. Patrick Renaud, de «Eurogen».