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Croaban las ranas.
—Lo lamento de veras —dijo Sondersen.
—¿Por qué lo lamenta?
—Porque el doctor Barski se halla enredado en el asunto. Apenas recibida la noticia del asesinato del doctor Milland, Langfrost y sus hombres instalaron dispositivos en el «Hotel Beau Séjour» y en otros grandes hoteles de Guernesey, para poder seguir cualquier conversación. Unos técnicos se presentaron en las centralillas para; notificar a las telefonistas que algo funcionaba mal en las líneas. Barski no estaba enterado. Hace unas horas, nadie sabía que pernoctarían ustedes en el «Beau Séjour». Por consiguiente, se creía seguro.
—¿Seguro? ¿En qué sentido?
—No se figuraba que pudiesen escuchar lo que decía por teléfono. Inmediatamente después de instalarse en el hotel, habló con Hamburgo. Esto es una copia de la grabación.
Puso el aparato en marcha.
Sonó la voz de Barski.
—¿Eli?
La voz de Kaplan:
—Sí.
—No pude llamar antes. Aquí, todo positivo. ¿Tuviste que esperar mucho?
—Casi dos horas. El tiempo corre. Debo alcanzar el último avión. Hice todo cuanto tú dijiste. Me aguarda en Orly.
—¡Suerte!
—Gracias.
—Ya lo ha oído. El último vuelo de Hamburgo a París aterrizó a las 23.40 en Orly, donde la gente de Langfrost ya esperaba a Kaplan. Y a Patrick Renaud, que había ido a recogerle. Los dos se dirigieron a Sarcelles en el coche de Renaud.
—¿Adonde?
—A Sarcelles. Es un pequeño suburbio al norte de París. Renaud y Kaplan entraron en una casa y volvieron a salir en seguida, acompañados de otro. El tercer hombre era Pico Garibaldi.
—¿Quién?
—Pico Garibaldi, que había trabajado en «Génesis Two» de Montecarlo. Y que fue miembro de la policía de empresa, en el instituto del doctor Kiyoshi Sasaki. Usted estuvo allí con el doctor Barski.
—Sí; ya recuerdo. Una estupenda clínica, encima de Niza —contestó Norma—. De momento no me venía a la memoria el nombre de Pico Garíbaldi... Aquel individuo que robó los diskettes codificados, ¿no? ¿A casa de ése fueron Kaplan y Renaud? A... a...
—Sarcelles.
—Según dice Langfrost.
—Sí. Él inspeccionó la vivienda de aquel americano de «Eurogen» el doctor Jack Cronyn, que en realidad se llama Lawrence y había trabajado para el Gobierno estadounidense en un laboratorio del desierto de Nevada. Entonces descubrió una pista que le condujo a Garibaldi. Puede usted tener la certeza de que el hombre al que Kaplan y Renaud recogieron en Sarcelles era Garibaldi. Langfrost es un elemento de primera línea. Pero ya hablaremos de él más tarde —dijo Sondersen, después de consultar su reloj—. Los tres regresaron de Sarcelles a París. Más exactamente, a la rué de Richelieu, número 65. Allí vive Renaud, que aparcó su coche en el garaje subterráneo.
—¿Y los tres hombres?
—Están desde entonces en casa de Renaud. Barski telefoneó a éste hace cosa de media hora. Nuevamente desde el hotel. El ordenador de la central imprime automáticamente cada número marcado. El de Renaud figura en la guía. O sea que no cabe la menor duda. También esa conversación fue grabada.
«Hace media hora, yo estaba en su habitación —pensó Norma—. ¿Quiso sacárseme de encima porque habían acordado hablar?»
Sonderson conectó de nuevo la grabadora.
La voz de Barski:
—¿Todo bien?
—Todo bien —contestó otra voz masculina.
—¿Es Renaud quien habla? —quiso saber Sondersen.
Norma hizo un gesto de afirmación. Estaba muy pálida.
Barski:
—¿Y qué?
La voz de Renaud:
—La catedral de Breisach era bonita, ¿no?
—¿Verdad que sí? ¡ciao, Patrick!
- Ciao.
Sondersen desconectó el aparato.
—Eso de la catedral era una frase convenida, claro —señaló Sondersen.
«Todo estaba convenido —pensó Norma—. También la llamada. Casi debo alegrarme de lo sucedido en tu cuarto... Porque así no necesitaste fingirme amor. Jan... Eso habría sido demasiado. ¡Imbécil de mí! La catedral de Breisach era bonita, sí... Y aquella gran paz... ¡Qué hora tan maravillosa! La catedral de Breisach... Tenía que servir de clave para Renaud y Jan. Podrían haber utilizado cualquier otra frase. ¡No ésa! El entusiasmo de Barski por monasterios e iglesias y obras de arte... ¿Sería sincero, o sólo fue un encubrimiento? Jan vino a Guernesey llevado por su amor y su preocupación. Eso dijo. ¿No para causar todavía más confusión? ¿O para dejar aún más huellas falsas? ¿Jan, el traidor? ¿Kaplan, otro traidor? ¿Los dos, unos traidores? ¡Imposible! No puedo creerlo. ¿No puede ser, en realidad? ¿Cuántas veces te dijiste esto, a lo largo de veinte años? Y luego resultó que lo imposible era posible, y que lo inconcebible era verdad. Pero no en el caso de Jan... ¿Jan, un traidor? Semejante idea me destroza. No resistiría que eso fuera cierto... Pero sí, Norma. Resististe cosas mucho peores. ¡Mucho peores!»
—¿Viene conmigo, pues? —inquirió Sondersen.
—¡Desde luego!
—Era lo que esperaba.
—¿Y por qué va usted? ¿Por qué no Langfrost?
—Porque todo lo que hizo hasta ahora en Francia era ilegal. Y no sólo allí. Langfrost no puede actuar de manera oficial.
—¿Y usted?
—Yo sí. Es mi deber. En Francia colaboraré con los franceses. De forma totalmente oficial. Con la Pólice Judiciaire. El equivalente a nuestra Brigada Criminal.
—Gracias —musitó Norma.
—Somos compañeros de trabajo, ¿o no? ¡Cuántas veces me ayudó ya! Ah, en cuanto a la ropa... Mire, estaba tan seguro de que me acompañaría, que me permití telefonear a Hamburgo y pedí a mis hombres que encargaran a una de las enfermeras la preparación de una maleta. Creo que usted tiene toda su ropa en el instituto, ¿no? Un agente de la brigada tomará el primer avión de la mañana y le llevará la maleta a París. A las 7.20 ya la tendrá.
—Gracias otra vez. ¿Qué hago con Herr Westen? No está bien de salud, y no quiero despertarle. Sin embargo, tiene que saber dónde me encuentro.
—Escríbale un par de líneas. Y más tarde puede telefonearle —propuso Sondersen.