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De nuevo estaban en el aire.
Norma se aseó en el lavado y se cambió de ropa. Al regresar a la cabina, llevaba un vestido azul y zapatos blancos.
—¿Está cansada? —preguntó Sondersen.
—Al contrario. Muy despierta —contestó Norma.
Uno de los pilotos salió de una pequeña cocina y sirvió café con croissants recién hechos.
—¿De dónde los sacó? —exclamó Norma, sorprendida.
—Los trajo el inspector Collin.
—¡Muchas gracias, Monsieur! —le dijo Norma al comisario de la Pólice Judiciaire —. Croissants como éstos sólo los hacen en Francia.
Tomaron el café, acompañado de las medialunas todavía calientes, y debajo de ellos se deslizaba el paisaje: campos, montañas, valles, ríos y bosques.
«"Una zona preciosa, no un mundo precioso", había dicho Jan. ¡Ay, Jan, Jan...!
Tres cuartos de hora después, sonó la voz del primer piloto a través del altavoz:
«Ahora debemos dejar atrás la costa y describir una curva. Hay un incendio en los bosques de la Costa Azul. El calor es muy intenso. No se asusten si el aparato se tambalea. ¡Abróchense los cinturones, por favor! Gracias.»
—Cada año lo mismo —gruñó Collin—. Pero nunca había sido como esta vez. En todo el Esterel hay incendios... Detrás de Cannes, detrás de Niza... Hasta más allá de Montecarlo.
—¿Y el fuego se repite cada año? —inquirió Norma—. ¿Lo provocan incendiarios? ¿Pirómanos? ¿Locos?
—También. Pero no sólo ésos. En realidad no se sabe. Ahora hablan incluso de desmontar los bosques. ¡Piense en los turistas! La costa está llena. Hay centenares de campings. ¡Una verdadera catástrofe! Ya se han producido docenas de muertes y un montón de heridos. Ardieron muchas casas. Los bomberos trabajan durante las veinticuatro horas del día. Y también los canadairs. ¿Sabe a que me refiero?
Norma contestó con un gesto afirmativo.
—Los canadairs vuelan al mar, descienden hasta la superficie, se llenan de agua, vuelan sobre las partes incendiadas, arrojan el agua y regresan al mar en busca de más. Así, sin cesar.
El aparato se tambaleó. El sol había desaparecido entre nubes de humo. Empezó a extenderse por doquier una luz mortecina. Una intensa fumosidad negra, interrumpida aquí y allá por rojas llamaradas, cubría la región. Norma vio también cómo dos canadairs soltaban el agua de sus vientres para ir en busca de más. El «Lear» se balanceaba de mala manera.
«Todo va bien —sonó entonces la voz del primer piloto—. Tengan en cuenta que nuestro aparato es pequeño. También los aviones de línea han de dar esta vuelta, pero en ellos no se nota tanto.
Ahora volaremos sobre el mar, y las sacudidas serán menores.»
Pronto desaparecieron el humo y las llamas. El Mediterráneo centelleaba a la luz del sol, y el cielo era de un color maravillosamente azul. Norma vio numerosos yates. Volaban en línea paralela a la costa, y ella intentó distinguir Cannes, porque le había parecido reconocer el Puerto Antiguo. Pero la ciudad quedaba casi totalmente cubierta por la negrura del humo. Sólo se adivinaban las palmeras de la Croisette y los hoteles de aquella espléndida avenida. El «Lear» se adentró mucho en el mar y describió una gran curva.
«El viento ha cambiado de dirección —anunció entonces el primer piloto—, y arrastra todo el humo sobre Niza. Sigan con lo» cinturones abrochados. Nos vamos a mover bastante, pero no puede pasar nada. Tenemos permiso de aterrizaje.»
Tres minutos más voló el aparato entre el azul del cielo y el azul del mar, hasta que de pronto se introdujeron en una negra pared de humo y el «Lear» quedó envuelto en la oscuridad. El fuselaje tembló, y todo el avión fue zarandeado y sacudido, cayendo en un bache detrás de otro. Diversos objetos rodaban por la cabina. El pequeño aparato se había convertido en un juguete de las impetuosas fuerzas de la Naturaleza. La luz eléctrica se apagó, volvió a encenderse vacilante, y al fin se cortó del todo. Ahora, el avión caía. «Demasiado de prisa —se dijo Norma—. Demasiado de prisa...» Sintió en su propia persona el esfuerzo que el piloto hacía para dominar el aparato y alcanzar la pista de aterrizaje. Y eso en plena noche, pese a ser de día.