32
El silencio duró varios minutos.
Luego dijo Kaplan:
—Con que aquí tenemos a nuestro traidor. El colega Barski y yo creímos que uno de nosotros debía volar a Niza con Monsieur Garibaldi y Patrick Renaud, haciéndolo de la manera más espectacular posible. Al menos, de esa forma impediríamos que el Gobierno francés pudiera ejercer más presión sobre los funcionarios que efectúan las pesquisas, o sea también sobre usted, comisario Collin.
—¿Y por qué hicieron intervenir a Patrick Renaud? ¿Cómo cayeron en que podía existir una relación entre «Eurogen» y el doctor Kiyoshi Sasaki? —preguntó Sondersen.
—Gracias a mí —dijo Garibaldi—. Cuando yo trabajaba aquí, observé que el doctor Sasaki desaparecía alguna que otra vez. Intenté averiguar adonde iba, y descubrí que viajaba a Italia. Pero siempre le perdía de vista en Ventimiglia, hasta que un día tuve suerte y pude seguirle a una pequeña pensión de Diano Marino, que es una población de la costa ligur. Allí habló con el hombre que se hacía pasar por Jack Cronyn y trabajaba en «Eurogen», el mismo individuo que desapareció después de la rueda de Prensa celebrada en París. Seguidamente, pude vigilar a dos hombres en otros tres encuentros. Y se lo comuniqué al doctor Barski.
—¿Y cómo sabía el doctor Barski quién era ese Jack Cronyn? —inquirió Collin.
—El doctor Renaud le había mostrado una copia de su hoja personal.
—Sí. En la catedral de Breisach —declaró Renaud. —Pero a mí me la dio junto con las fotos de aquel tipo pálido —señaló Norma—, para que yo se lo entregara todo a Herr Sondersen.
—Así fue —asintió Renaud.
—Entonces..., ¿por qué el doctor Barski hizo todo lo demás en secreto? —quiso saber Norma.
—Para que usted no corriera todavía más peligro, Frau Desmond —intervino Kaplan—. Opinaba que Herr Sondersen no le diría..., no podría decirle..., toda la verdad sobre las dos fotos. —¿Por qué no habló nunca conmigo de ello? —exclamó Norma. —Por el mismo motivo —replicó Kaplan—. Para no exponerla todavía más. Usted ya sabe lo que significa su seguridad para Jan, ¿verdad?
«¡No, no, no! —pensó Norma—. Los milagros no existen.» —Vive continuamente preocupado por usted —dijo Kaplan—. Todo estaba decidido: mi vuelo a París, mi encuentro con Patrick y Monsieur Garibaldi... Entonces, usted viajó con Herr Westen a Guernesey, para visitar al doctor Milland. Pero éste ya había muerto, cuando ustedes llegaron a la isla. Y la inquietud de Jan aumentó aún más, Frau Desmond, de manera que tomó el primer avión y fue detrás de usted. Habíamos resuelto poner en práctica nuestro plan antes de que se produjesen más desgracias, y acordamos una palabra clave: Breisach.
Norma apoyó la cabeza en las manos. «No quiero que nadie vea mi cara —pensó—. ¡Que nadie vea que lloro! Llegué a tomarte por un traidor, Jan, y eso ya no tiene arreglo. No lo tendrá nunca...»
De pronto notó una mano en su hombro y, sin levantar la vista, supo que era la de Sondersen. Desde lejos percibió la voz de Eli Kaplan.
—El doctor Sasaki confiesa haber revelado también todo lo averiguado a través de Jack Cronyn, que trabajaba en «Eurogen». Patrick y yo colaboramos en el mismo proyecto: el de descubrir virus de ADN recombinado que combatan el cáncer. Y lo más horrible es que ese virus degenerado que atacó a Steinbach es exactamente el que necesitan las superpotencias para un nuevo estilo de guerra. Todos ustedes saben a qué me refiero. El doctor Sasaki no estaba enterado de los detalles. Lo único que sabía, por medio de su querido hermano, era que había aparecido un virus que cambiaba el carácter. Y eso sí que se lo comunicó a los soviéticos. A partir de ese momento, una y otra superpotencia se valieron de la coacción, y como de Gellhorn no obtuvieron nada, pasaron al terrorismo, y así se produjo la matanza en el Circo Mondo.
—Allí murieron muchos inocentes —dijo Renaud—. Pero eso poco le importa al doctor Sasaki, como él mismo reconoció. No lamenta en absoluto su traición ni las consecuencias de ésta. ¡Tal es el odio que le inspiran los norteamericanos! Porque ésas fueron sus palabras, ¿no, Monsieur Sasaki?
—En efecto —respondió el menudo y elegante japonés, que de nuevo permanecía sentado con gran serenidad—. Eso dije, sí. Se lo revelé todo a los rusos, y lo volvería a hacer cien veces. Los norteamericanos son la desgracia de esta tierra. ¡Y provocarán su destrucción!
—Pues por lo que yo sé, los soviéticos también tienen un par de bombas atómicas —indicó Torrini.
—Pero..., ¿acaso arrojaron una sobre los hombres? —replicó Sasaki en un susurro—. Rusia ha cometido una serie de injusticias y delitos, ¡pero no el crimen del siglo!
Pico Garibaldi explicó:
—El doctor Sasaki me reclamó a «Génesis Two» de Mónaco, porque estaba asustado. Los norteamericanos ya sospechaban que revelaría sus conocimientos a los soviéticos. Por consiguiente, necesitaba un culpable. Y el culpable fui yo. Sasaki me ofreció medio millón de dólares, nueva documentación y una nueva existencia si figuraba que yo había robado diskettes codificados de la caja fuerte desapareciendo luego con el material. Yo desaparecí, desde luego, pero sin diskettes ni conocimientos de codificación. Eso sí: con medio millón de dólares.
—De modo que usted entregó a los soviéticos los diskettes y la codificación —dijo Sondersen a Sasaki.
—Claro —contestó el japonés, que parecía cada vez más ausente—. Se lo di todo. Y además, lo que le había sonsacado a mi hermano.
—Por cierto que su hermano Takahito desea que le haga saber esto: que ya no tiene hermano. Lo que usted ha hecho, le horroriza —dijo Kaplan.
—¡Ay, mi querido imbécil! —murmuró Sasaki con una sonrisa—. ¡Tan ingenuo! Ingenuo, cándido, candoroso, inocente, simple, de buena fe... Usted perdone. No es éste el momento de...
—Usted eligió expresamente a un hombre de «Génesis Two» porque esa sociedad es, en realidad, una empresa soviética camuflada, como nos dijo —le interrumpió Kaplan.
—«Génesis Two» —repitió Sasaki con una risa cloqueante—. Sin mí, «Génesis Two» no sería nada...
—¡Doctor Sasaki! —gritó Norma de pronto.
Durante los últimos minutos, nadie le había prestado atención. Y ahora, la periodista estaba de pie, y con sus dos manos sostenía la pistola de gran calibre que Torrini dejara encima del estante al entrar. Con ella encañonaba al japonés.
Súbitamente, todos hablaron al mismo tiempo.
—¡No lo haga, Frau Desmond! —exclamó Sondersen.
—¡Devuélvame ahora mismo el arma! —vociferó Torrini.
—¡Su desgracia será todavía mayor, si le mata! —chilló Collin.
—¡Quédense todos donde están! —jadeó Norma—. Quien dé un paso hacia mí, recibirá una bala en el cuerpo.
—¡Frau Desmond! Por lo que más quiera... —empezó Sondersen, pero ella le cortó—. ¡Calle! Hablo con el doctor Sasaki... ¡Póngase de pie, Sasaki...»
El japonés obedeció.
—Cuando le visitamos el doctor Barski y yo, usted habló sin cesar de los inhumanos y fanáticos planes de supremacía de los poderosos... De las personas a medida que quieren los poderosos. De sus esfuerzos por crear un mundo mejor y más hermoso, para fastidiar a los poderosos... De los matrimonios y de las mujeres a quienes usted hacía tan felices... Todo eso era cuento, naturalmente.
—Cuento —respondió Sasaki—. Y un resultado adicional muy productivo. ¡Comprenderá que no podía decirles la verdad, Madame!
—Doctor Sasaki... Usted que tanto se compadece de las víctimas de Hiroshima —concretó Norma—, ¿se da cuenta de que, con su traición, es culpable del asesinato de muchas personas? La última fue Henry Milland, en Guernesey, pero primero murieron hombres, mujeres y niños en el Circo Mondo... ¿Sabe usted que también es culpable de la muerte de mi propio hijo?
Sasaki hizo una profunda inclinación.
—Tuve que hacerlo, Madame.
—¡Usted es un asesino! —dijo Norma con voz totalmente tranquila—. No uno de los que disparó, pero no por eso menos asesino. ¡Usted mató a mi hijo, doctor Sasaki! Cuando le perdí, yo quise morir, y si seguí viviendo, fue con el único fin de encontrar al asesino de mi hijo... Ignoro si los payasos o los hombres que dieron muerte a Henry Milland actuaban por encargo de los Estados Unidos o de Rusia... Probablemente, no se sabrá nunca. Pero usted, doctor Sasaki, informó a los soviéticos de que en Hamburgo existía un virus que ellos andaban buscando, y que necesitaban a cualquier precio. Como es lógico, los norteamericanos no tardaron en enterarse. Los servicios secretos todavía funcionan... Yo no seguí en vano con vida... Porque ahora he hallado al asesino de mi hijo. ¡Y voy a matarle como usted mató a mi niño! ¡Siete añitos tenía, doctor Sasaki!
—¡Frau Desmond! —gritó Sondersen.
—¡Atrás! —dijo Norma—. ¡Todos atrás! ¡En el acto! No quiero oír nada. De nadie... Cuando haya terminado con este hombre, pueden detenerme. ¡Atrás! —chilló de repente.
Los hombres retrocedieron. Sólo el menudo japonés dio un paso adelante. Y otro. Y otro más.
—¡Mire que disparo...! —jadeó la mujer.
—Ya lo ha anunciado —contestó Sasaki, al mismo tiempo que avanzaba otro paso—. Espero que lo haga.
Un paso más.
—Me coloco delante de usted para que no yerre el tiro. Mi vida ha terminado. La muerte, hoy, aquí y ahora, está prevista en el curso de mi existencia. La vida y la muerte poco importan, si se trata de algo que valga la pena.
Un nuevo paso.
—No obstante, tengo miedo. Sí, Madame. Por eso le suplico que dispare de una vez. Quítele el seguro al arma.
Norma lo corrió hacia abajo. Se oyó un clic. Sasaki estaba sólo a dos metros de ella.
—¡Máteme! —rogó—. Yo maté a su hijo...
Numerosas y pequeñas gotas de sudor habían asomado a la hollinienta frente de la mujer. Sus manos agarraron con fuerza el cañón de la pistola. Un dedo tocó el gatillo.
—¡Por favor, Madame! —murmuró Sasaki.
Norma cerró brevemente los ojos. Momentos después se dejaba caer en una de las butacas tapizadas de cuero blanco. El arma resbaló a la blanca alfombra.
Kaplan se precipitó hacia ella, la cogió y se la dio al comisario Torrini. Luego acarició los cabellos a Norma. El pañuelo se le había caído. El biólogo pasó una y otra vez la mano por la cabeza de la mujer. En el espacioso salón volvía a reinar un silencio absoluto.
Finalmente se adelantó Jacques Collin.
—Doctor Kiyoshi Sasaki, queda usted detenido —declaró—. Le conduciré a París.
—¿Con qué motivo?
—Usted es extranjero, con permiso de residencia y de trabajo en Francia. Llevó adelante sus proyectos por encargo y con el apoyo del Gobierno francés. Es usted culpable de traición de secreto a una potencia extranjera. Y, como poco, comparte la responsabilidad en el atentado terrorista perpetrado en el Circo Mondo, en el que hubo en la Gedachtniskirche de Berlín, y también en el asesinato de Henry Milland.
—No estaré preso mucho tiempo —alardeó Sasaki—. Los soviéticos protestarán.
—Dudo mucho de ello —contestó Collin—. Y aunque protesten, en Francia nadie les teme... Se equivocó de país al cometer su traición, doctor Sasaki, Es de suponer que los soviéticos negarán haber recibido material secreto de usted. Estoy convencido de que sus amigos no reaccionarán en absoluto. Como en todos los casos habidos hasta la fecha. Además le detengo por perjurio en relación con el robo que, según usted, cometió Monsieur Garibaldi. Declarará él contra usted ante los tribunales. Y, por último, le detengo por la fundada sospecha de que haya realizado usted experimentos prohibidos con objeto de ayudar a preparar un nuevo estilo de guerra. ¿Le basta?
Sasaki se encogió de hombros.
—¡Haga la maleta! Dos agentes le acompañarán —dijo Collin.
Sasaki se acercó a Norma, que miraba al parque desde una ventana—. ¡Madame!
Ella no se volvió.
—¡Madame! —repitió el japonés.
Norma permaneció inmóvil.
—¡Es verdaderamente lamentable que no me matase, Madame!
Norma guardó silencio.
—La muerte hubiera sido una liberación para mí. Una liberación, o sea un favor, la salvación, la evasión del alma...
Kiyoshi Sasaki dio media vuelta y abandonó el salón, seguido de dos policías.
Sondersen acudió junto a Norma. Juntos contemplaron el parque, los árboles, los parterres, la piscina, el jardín japonés... Todo lo que antes fuera tan bello, había sido destruido y embadurnado por el vendaval y el hollín. Negros estaban los parterres de flores, negras las palmeras, negras habían quedado la piscina y el agua.
Los agentes, que vestían ropa de combate, seguían estáticos, sucios y negros. La suave y templada luz del sol caía sobre ellos y los árboles, las flores, la piscina, el jardín japonés..., sobre todo lo que la tempestad había destrozado. Lejos, muy abajo, brillaba el mar, quieto al parecer, grandioso en su aburrida majestad. Procedente del Este aparecieron varios veleros, semejantes a un enjambre de mariposas blancas.
—Una regata —comentó Sondersen.
—Sí, una regata —respondió Norma.
«Jan —pensó—. ¿Cómo voy a poder volver a presentarme ante tu presencia?»
—Tan poco como hace que terminó la tormenta, ¡y qué bonito resulta! —dijo Sondersen.
—Realmente bonito, sí —musitó Norma.
El kriminaloberrat posó una mano en el hombro de la mujer.
—Aunque comprenda sus motivos, me alegro de que no disparase. Usted se siente mal, ¿no?
—Muy mal, en efecto.
—Ya pasará.
—Sí. Igual que la tormenta —contestó Norma.