34

El aparato en que viajaban Norma y Kaplan aterrizó en el aeropuerto de Fuhlsbüttel a las 14.50. Aún hacía un calor sofocante, y Norma tuvo la impresión de que hacía tres años, y no tres días, que no estaba en Hamburgo. Pasó el control de pasaportes y aduanas con el joven israelí. En el vestíbulo aguardaban muchas personas a sus familiares o amigos. Durante unos segundos, Norma se había hecho la ilusión de que la esperara Barski. En un embarazoso silencio caminó al lado de Kaplan, que había cargado las maletas en un carrito y se dirigía con ella a la salida.

—¡Norma! —exclamó entonces una vocecilla.

La periodista se volvió. A la sombra de la entrada se hallaba Yeli. Se la veía muy perdida con su vestidito blanco, pero agitaba la mano y reía.

Norma sintió que la invadía una profunda sensación de felicidad. La niña corrió hacia ella. Norma se inclinó, y Yeli la abrazó con fuerza. Luego le entregó un ramo de rosas rojas.

—¡Toma, Norma! —dijo la pequeña, radiante, y lució el hueco que había en su encía.

—¡Gracias, Yeli! ¡Qué flores tan bonitas!

Kaplan se había detenido a cierta distancia.

—De mi parte, y de Jan —explicó Yeli.

—¿Dónde está Jan?

Yeli señaló un punto indeterminado del aparcamiento.

—Allá.

—¿Por qué no ha entrado contigo?

—Dijo que yo viniera a recibirte sola, para que la sorpresa fuera mayor.

—Entiendo... —«¡Ay, Jan!», pensó.

—Si te parece bien, vamos ahora al «Alsterpavillon». Jan me deja tomar un helado. Lo quiero de fresa y chocolate. ¿Verdad que te gustará ir al «Alsterpavillon»?

—¡Claro que sí! —contestó Norma.

—¿Recuerdas el día que estuvimos allí las dos?

—¡Naturalmente!

—Hace ya mucho tiempo, ¿no?

—Muchísimo, en efecto —asintió Norma.

El «Volvo» plateado de Barski se acercó hasta detenerse delante de la puerta. Jan se apeó y avanzó sonriente en dirección a Norma.

Y le echó los brazos al cuello.

—Está bien, está bien...

—Jan... Yo ya no sabía qué...

—Tranquila. En tu lugar, yo hubiese pensado lo mismo.

—¿De veras? —susurró Norma.

—¡Basta de eso! —exclamó Barski en voz alta.

Saludó seguidamente a Kaplan, y cargaron el equipaje en el coche.

—¿No se lo había profetizado yo? —indicó el joven israelí—. También tomaré un helado. De vainilla. Sólo de vainilla. Me enloquece la vainilla.

—Sois estupendos —dijo Norma—. Los dos.

—¡Desde luego! —rió Kaplan—. ¡Estupendos!

—Arrancaron. Llevaban abiertas todas las ventanillas, y por ellas penetraba un viento caluroso. Norma tenía la sensación de verse entre amigos de toda la vida, muy lejos, en el cumplimiento de una misión común. Iba sentada detrás, junto a la niña.

—¿Lo has visto? —preguntó Yeli.

—¿Qué?

—Que llevo puestos mis zapatos favoritos. Los blancos y azules. Uno se llama Norma y, el otro, Jan.

—¡Ya me acuerdo! —dijo Norma—. ¿Te los pusiste expresamente para ir a tomar el helado?

—No. Expresamente para ti —contestó Yeli—. Y no fue idea mía, sino de Jan.

«¡Qué bonita puede ser la vida! —pensó Norma—. Sólo en ocasiones, claro, y siempre por poco tiempo. ¡Pero qué bonita es entonces!»

Poco después estaban sentados en el «Alsterpavillon». La proximidad del agua proporcionaba un agradable frescor, y continuamente atracaban o partían los blancos barcos. Como de costumbre había allí mucha gente, y los altavoces transmitían canciones que habían estado de moda años atrás. Yeli y Kaplan tomaban sendos helados, como ya anunciaran antes. Norma había pedido té helado, y Barski bebía un agua tónica «Schweppss». Sobre el Alster se extendían las primeras nieblas del otoño. Norma pensaba en todo lo dicho horas antes por Sondersen, en Niza, y tuvo miedo. Las rosas habían sido colocadas en un jarrón, para que no se marchitaran.

¿C'est si bon...», cantó Yves Montand.

—Ha telefoneado Patrick —le comunicó Barski a Kaplan—. Parecen adelantar bastante, gracias a los trabajos de Tom.

—Ya os lo dije yo —respondió Eli Kaplan.

Barski explicó a Norma:

—Entregué a Patrick todo cuanto el pobre Tom había preparado antes de su muerte: el borrador del método según el cual Tak desarrolló la vacuna. Por cierto que su estado es absolutamente normal, por ahora. Dentro de un par de días sabremos si, en efecto, la vacuna inmuniza. Todo parece indicarlo.

—No lo entiendo —objetó Norma—. Patrick y sus amigos de París trabajan con sustancias radiactivas. Vosotros, en cambio, con virus.

—¡Eso es lo extraordinario de la idea de Tom! —declaró Barski—. Podríamos decir que se trata de un principio filosófico que vale para virus y radiaciones.

«... bras dessus, bras dessus, en chantant des chansons...», cantó Yves Montand.

—Mira —prosiguió Barski—. Tom creó un punto de partida... Nunca había sido tan genial como después de enfermar, y que conste que sé lo que me digo... ¡Maldito virus! Tom creó un punto de partida, repito, sobre el que se puede trabajar con radiaciones y cortes, Eli y yo lo comprendimos al examinar el material que Tak nos pasó. A base de los principios de Tom puedes desarrollar las más diversas vacunas. ¡Es algo sencillamente genial!

—Tom lo era —añadió Kaplan—. Poseía una gran clarividencia, aparte de fantasía y chuzpe, que no sabría cómo traducir... Digamos que había en él una audacia, casi una temeridad científica... ¿Te gusta tu helado? —preguntó a la niña.

—¡Hum! —hizo Yeli, mirándole con entusiasmo—. ¡Está muy rico! Ya te dije que, para mí, el de fresa y chocolate es el mejor.

—Yo prefiero el helado de vainilla —declaró Kaplan de nuevo—. Pues sí, Frau Desmond. ¡Todo eso lo tenía Tom! Hay muchas personas que realizan los experimentos más maravillosos y obtienen los resultados más maravillosos. Pero sólo muy pocas saben aprovecharlos. ¡Cuántos científicos se dedicaron a estudiar la transmisión hereditaria! Todos consiguieron unos resultados la mar de prometedores. Sin embargo, la cosa quedó estancada durante un siglo, hasta que un buen día, los atolondrados muchachos de Cambridge, que en general sólo se interesaban por las chicas au pair francesas y por el tenis, descubrieron la estructura helicoidal del ADN en un momento de sublimidad. Eran Francis Crick y James Watson. Las cosas son así. Y Tom, con su método, creó algo realmente grande antes de morir.

«Como mis compañeros de redacción —pensó Norma—. Así tengo sentados aquí a estos dos. Charlan relajados. Entre dos peripecias. Entre dos tiroteos. Entre la muerte y la vida, la vida y la muerte.»

—La mayoría de las personas —prosiguió Barski— no crea nada genial en toda su vida. La gente trabaja y se esfuerza, pero el esfuerzo solo no basta. Tom logró algo fantástico, en sus últimos días. Por eso envié todo el material a Patrick, con la esperanza de que en París les sirva en su busca de una vacuna contra el rabioso virus que provoca ese nuevo tipo de cáncer. Según Patrick, parece que, efectivamente, adelantan.

«...pa vaut mieux qu'un mittion. Tellement, teltement c'est bon...y, cantó Yves Montand.

La orquesta intervino con fuerza, hubo un solo de saxofón, y la pieza terminó. A continuación sonó un vals lento.

—Un día le chillaste a Tom por telefonear a París y querer contarle a Patrick todos vuestros progresos... Ahora eres tú quien le entregas el material —dijo Norma.

—Sí —admitió Barski—. Curioso, ¿no?

—Círculos —intervino Kaplan.

—¿Qué?

—Que cada vez se cierran nuevos círculos —explicó el israelí.

«Es extraño —pensó Norma—. Alvin dijo lo mismo.»

—Cuanto más trabaja uno, cuanto más vive, mayor número de círculos se cierran. Si uno alcanza una edad suficiente para ver que se han cerrado muchos círculos, creo que ha tenido una buena vida.

Se produjo entonces un sonido estridente, que se repetía a un ritmo febril. Barski extrajo del bolsillo un aparato metálico del tamaño de una caja de cerillas, y la señal se oyó con más fuerza.

—Perdonad —dijo—. Debo telefonear.

Y abandonó la mesa.

—Es un «Euro-Pieper», ¿sabes? —le explicó Yeli a Norma—. Jan lo lleva siempre consigo. Si le buscan en la clínica porque pasa algo importante, lo comunican a la centralilla, que entonces hace sonar el «Euro-Pieper».

—¿Ha ido a telefonear el doctor Barski? —preguntó—. Acabamos de recibir una llamada en nuestro coche. El doctor Barski debe hablar sin demora con el instituto.

—¿Lo ves? —dijo Yeli, de cara a Norma.

Cuando Barski regresó, Kaplan preguntó:

—¿Qué hay?

—Era Alexandra. Tiene que enseñarnos algo. Lo siento, Yeli. Te llevaremos a casa. No estarás triste, ¿verdad?

—¿Triste, yo? ¡Me alegro de que mis zapatos hayan hecho tanto efecto! Además ya me he terminado el helado. ¡No me cabría nada más en el cuerpo!

Mientras Barski avisaba al camarero para pagar la cuenta, inquirió Kaplan:

—¿Qué quiere Alexandra?

—Insiste en mostrárnoslo personalmente. Deseaba que también estuviera presente Sondersen, pero le dije que sigue en Niza.

—¡Al instituto, pues!

—No vamos al instituto, sino a Bendestorf.

—¿Adonde?

—A la central de información de Welt im Bild -anunció Barski.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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