39

—¿Hanske es su medio hermano?

Norma miró boquiabierta a Hess.

—Sí, señora —admitió el empresario con voz queda—. Estoy seguro de que Herr Sondersen lo sabe desde hace tiempo, y de que en seguida nos mandó controlar.

El kriminaloberrat hizo un gesto de afirmación.

—Es mucho lo que Herr Sondersen sabe, pero aún no lo sabe todo acerca de mi medio hermano —continuó Hess—. No puede estar enterado de todo. Cuando por radio supe que en la editorial se había recibido un aviso de bomba, Herr Stein, telefoneé inmediatamente a la Jefatura y me pusieron en contacto con Herr Sondersen. Comprendía que debía hablar. Que ya no podía seguir protegiendo a Günter. Porque, sin duda, el odio le ha hecho perder la razón. Ya no retrocede ante nada. Y sin embargo... Tenemos la misma madre, ¿no? Les ruego que...

—Y yo le ruego que ahora explique lo que hasta ahora mantuvo en secreto —dijo Sondersen—. Son muchas las personas que, desde hace un tiempo, se ocupan de su hermano. Puede que den con su paradero... Supo despistar muy bien a la gente, con lo de la bomba que pudo ser desactivada en el último momento. ¡Ahora hable, por favor!

—Es un asunto trágico —murmuró Hess—. No disculpable, pero sí trágico... Demuestra adonde pueden conducir la política, la fe en una ideología, el espíritu de sacrificio y la valentía, la bestialidad humana y el trauma de una criatura... Adonde pueden conducir, sí... —repitió ensimismado y, antes de continuar, tiró de una hoja de crisantemo y carraspeó—. Pero vayamos al grano. Mi padre, Wilhelm Hess, dirigía esta institución como ya antes lo habían hecho su padre y su abuelo. Se trata de una de las empresas funerarias más antiguas de nuestra ciudad, ¿saben? En 1924, mi padre se casó con Viktoria Klarswick, perteneciente a una de las primeras familias de Hamburgo. Yo nací en 1925. Primero, el matrimonio era muy feliz. Al cabo de unos años, sin embargo, se fue distanciando. Mi madre, a la que yo recuerdo como una mujer muy hermosa —prosiguió Hess, a la vez que removía innecesariamente los papeles que tenía encima de la mesa—, se había casado recién cumplidos los dieciocho años, mientras que mi padre era mucho mayor. Ya de joven se interesaba mucho por la política, especialmente por el comunismo. Su familia estaba horrorizada. Y mis abuelos paternos, igual. Háganse cargo: ¡dos honorables familias de Hamburgo! Y mi madre les sale una apasionada comunista, ¡una comunista en cuerpo y alma! Yo, claro, no comprendí eso hasta mucho más tarde —explicó Hess agitando sus blancas manos—. Era todavía muy pequeño, cuando mi padre pidió el divorcio... Tuvo que pedirlo, porque semejante situación era insostenible, en el aspecto social..., ¡y más aún dada su profesión! Me consta que amaba a mi madre, porque así me lo dijo en su lecho de muerte... Siempre la amó, y nunca volvió a casarse... El matrimonio fue disuelto en 1930, y mi madre abandonó Hamburgo.

Hess se pasó una mano por los ojos.

—¿Adonde fue? —preguntó Norma.

—De momento, a Munich —respondió Eugen Hess—. Allí conoció a un hombre de sus mismas ideas, un comunista tan convencido y fanático como ella, llamado Hanske. Juntos lucharon contra los nazis, entonces ya muy poderosos —explicó Hess con un suspiro—. También lucharon contra los socialdemócratas. De haberse unido en aquella época socialdemócratas y comunistas para derrotar juntos a los nazis, nos hubiesen evitado a Hitler y su Tercer Reich.

El silencio era ahora tan profundo en el espacioso despacho, que desde fuera llegaba la queda y triste música. «Muy adecuada —pensó Norma—. Realmente adecuada.» Se sentía mal. «Günter —se dijo—. Günter Hanske, ¿Cuántos años trabajé contigo? ¡Qué gran periodista eras! ¡Lo que aprendí de ti! Lo que llegaste a contarme de tus asuntos de faldas... Creía conocerte. Günter Hanske. Tu tupé, que siempre se corría. Günter Hanske, mi amigo...»

—Pues sí... —continuó Hess—. Socialdemócratas y comunistas luchaban entre sí, en vez de unirse, y los nazis llegaron al poder. Pero ya antes, en 1931, mi hermosa madre se había convertido en la esposa de ese Peter Hanske, un impresor de periódicos. Se casaron en enero y, para fin de año, mi madre dio a luz su segundo hijo, mi medio hermano Günter. En 1934, la familia logró escapar en el último momento de las garras nazis y llegar a Moscú. Sí..., y allí era la gran época de Stalin... Y un buen día, en 1936, el padre de Günter fue arrestado... Sospechoso de algo que nunca se aclaró. La cosa es que nuestra madre, la de Günter y la mía, no volvió a verle. Un par de meses más tarde le notificaron que su marido había muerto en prisión, víctima de una neumonía. Günter contaba entonces cinco años. Yo lo explico todo tal como él me lo refirió mucho después de la guerra. Nuestra madre tuvo que saber que su marido había sido una de las víctimas de las constantes purgas estalinianas. Pero no sentía odio. Temo que incluso consideraba justo que hubiesen matado a Peter Hanske, porque sin duda había hecho algo perjudicial para el Partido... Porque el Partido siempre tiene razón, ¿no? Firmó una declaración de lealtad y solicitó ser enviada a Alemania, donde podría cumplir importantes misiones en la clandestinidad.

—Eso era frecuente —señaló Westen.

—Frecuente, sí, señor ministro —asintió Hess—. Usted habrá conocido a personas como mi madre...

—Muchas —declaró Westen—. En su mayoría, personas extraordinarias. Creían en el comunismo como los buenos católicos creen en Dios Padre, en Dios Hijo y en el Espíritu Santo. El comunismo era su religión. Estaban dispuestas a sacrificar la vida por él, como los primeros cristianos por su fe.

«Ideologías e ideólogos —pensó Norma—. De nuevo estamos en lo mismo. La más bella ideología se transforma en algo espantoso, asesino y horrible, una vez puesta en manos de los hombres.»

—Mi madre —dijo Hess— era una persona predestinada para tal misión. Bajo un nombre falso la introdujeron en Finlandia, y la admirable y desdichada mujer dirigió, en adelante, arriesgadas operaciones en pro del Partido, y siempre llevó consigo al niño... Fuera cual fuese la política de Moscú, para nuestra madre era la acertada. Siempre. Hasta que, en 1939, Molotov y Ribbentrop firmaron el pacto de no agresión y se repartieron Polonia. ¡Nazis y soviéticos establecían un pacto! Eso fue demasiado para nuestra madre, que entonces debía cumplir una misión en Holanda. Había cargado con tremendos peligros y esfuerzos, en bien del comunismo, y cuando tuvo noticia de tan increíble pacto, el mundo se hundió para ella. No podía más, y quiso morir. Mordió la cápsula de veneno que siempre llevaba encima.

—¿Murió en Holanda, pues? —preguntó Braski.

—No —contestó Hess—. El veneno no era suficientemente activo. La encontraron unos vecinos. Los médicos lucharon durante días enteros por salvarle la vida. Y lo consiguieron. Varios camaradas hablaron con ella y, cuando pudo abandonar el lecho, era de nuevo la de antes. Había dudado de la sabiduría del Partido, y lo consideraba imperdonable. El Partido sabía lo que convenía hacer. El Partido sabía por qué era preciso cerrar ese pacto. Porque la Unión Soviética necesitaba protegerse. Porque no estaba en absoluto preparada para un ataque de Hitler. En consecuencia, el Partido había obrado con cautela, ¿no?

Hess calló, y en el despacho decorado en negro reinó un prolongado silencio.

—Nuestra madre siguió luchando. Exigía misiones cada vez más temerarias. Se creía en el deber de reparar un daño causado. Y, en efecto, las misiones que le encomendaban eran una más peligrosa que la otra. Pero ella sobrevivió. Era su incondicional fe en el triunfo del comunismo, la máxima doctrina del mundo, lo que la hacía tan valerosa, tan intrépida, tan eficaz. Cuando terminó la guerra, estaba con Günter en Berlín. Mi hermano tenía ya catorce años, entretanto. Nuestra madre le había escondido en la parte medio hundida de un sótano. También ella se encontraba allí cuando, de pronto, aparecieron soldados del Ejército Rojo. Y..., y...

A Hess le costaba hablar.

—...y una tarde, Günter oyó gritar a nuestra madre, pidiendo auxilio... Me lo contó al cabo de los años... Günter abandonó su refugio y penetró en la otra mitad del sótano a través de una brecha abierta en la pared... Y allí vio a nuestra pobre madre... desnuda, en un charco de sangre... Y una docena de soldados borrachos la violaban y azotaban, hiriéndola de manera horrible... Günter lo presenció todo desde detrás de un montón de escombros..., incapaz de moverse, incapaz de producir un sonido, incapaz de cualquier cosa... Vio a nuestra madre desnuda y ensangrentada, con los soldados revolcándose encima de ella...

Hess no pudo seguir. Nuevamente se hizo el silencio en su: despacho, y desde el vestíbulo llegó la queda y triste música.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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