41

A los cuatro días de este acontecimiento, el 7 de octubre de 1986, un martes, se hallaban listos todos los análisis efectuados a Takahito Sasaki en los diferentes departamentos del Hospital Virchow. Entre las pruebas obtenidas antes de la autoinoculación del virus y después de realizada la vacunación, no existía la menor diferencia. Eso significaba que Sasaki había descubierto la sustancia preventiva.

El japonés pudo abandonar el departamento de Enfermedades Infecciosas. En el despacho de Barski fue felicitado por todos: también por Norma. No hubo quien no bebiera champaña antes de hacerse vacunar, con excepción de Barski. Sin embargo, el ambiente que allí reinaba no era de verdadera alegría ni de triunfo. Ni siquiera en el propio Sasaki, muy deprimido por la traición del hermano.

Aquel día, Yeli acababa las clases a las 12.45. Como de costumbre, todos los demás niños salieron antes, y ella fue acompañada por una maestra al vestíbulo, donde diariamente la recogía un agente de seguridad. También por la mañana era llevaba por un policía y entregada a una señorita, y durante las clases aparcaba delante de la escuela un coche con dos agentes.

El día 7 de octubre aguardaba en el vestíbulo un policía joven y alegre, cuando la maestra bajó con la niña.

Saludó amablemente y se presentó.

—Buenos días. Soy Paul Krasner. Sustituyo a Karl Teller, que cada mañana trae a Yeli.

La maestra examinó con detención el carnet de identidad del agente, en el que había una foto, y un documento del Bundeskriminalamt, y devolvió ambas cosas al joven.

—La madre de mi compañero Teller tuvo un infarto de miocardio. Está en el hospital, y él acudió a visitarla.

—Comprendo —dijo la maestra—. Lo siento. Auf Wiedersehen. ¡Hasta mañana, Yeli!

- Auf Wiedersehen -contestó Krasner, cuando la profesora ya se retiraba—. Ven, pequeña. El coche espera.

Tomó a la niña de la mano y salió al exterior. Después de dar unos pasos, Yeli se detuvo.

—¿Qué ocurre? —inquirió Krasner.

El patio estaba ahora desierto.

—¿Cómo es que no le había visto antes? —preguntó Yeli.

—Porque suelo trabajar en la Jefatura. Soy amigo de Karl Teller, y me pidió que le sustituyera.

—No sé... —musitó Yeli vacilante—. Usted parece muy simpático, pero prefiero telefonear a mi padre.

—¡Naturalmente! —respondió el sonriente joven—. ¡No faltaba más! Aguarda un momento. Tienes un tiznón en la frente.

Extrajo un pañuelo del bolsillo y, de pronto, lo oprimió contra la nariz y la boca de la niña. Se notaba húmedo y frío. Yeli percibió un olor penetrante y tuvo una sensación de ahogo. Segundos después, había perdido el conocimiento.

Las 12.51.

En el despacho de Barski sonó el teléfono.

—¿Sí?

—Herr Sondersen pide por usted —dijo Frau Vanis.

En el acto habló el kriminaloberrat.

—Una noticia muy mala, doctor. Han secuestrado a su hija.

Barski quedó inmóvil. Quiso hablar, pero no pudo. Los demás presintieron que había sucedido algo horroroso.

—Me resulta inconcebible —continuó Sondersen—, pero es la realidad, y no tenemos ni la menor pista.

Barski tuvo que hacer tres intentos, antes de conseguir preguntar:

—¿Cómo pudo ocurrir?

—El coche de la Policía estaba aparcado delante de la escuela, como cada día. Poco antes de que Teller... al que Yeli ya conoce..., pudiera entrar en el edificio para recoger a la niña, pasaron dos personas por el lado del automóvil. Los agentes habían bajado los cristales de las ventanas, dado el calor que todavía hace. Y, de repente, los dos fueron narcotizados con pañuelos empapados de éter. Tuvo que ser obra de unos profesionales de primera línea, porque nadie se dio cuenta de nada. No tenemos ni un solo testigo. Ni siquiera sabemos si se trataba de hombres o mujeres.

—¡Cielos! —susurró Barski.

—¿Qué pasa? —preguntó Norma.

Jan Barski no reaccionó.

—Los agentes permanecieron inconscientes a lo largo de unos cinco minutos. Al volver en sí, corrieron a la escuela y buscaron a Yeli en todas partes, pero ya no estaba. Una maestra declaró que la niña había sido recogida por un hombre del Bundeskriminalamt debidamente documentado, que decía llamarse Paul Krasner. Todo falso, claro. No sabe lo penoso que es para mí...

—Ya, ya... —dijo Barski—. Pero..., ¿y ahora qué?

—Acabamos de iniciar una amplia operación de búsqueda. Todos los hombres disponibles han sido movilizados. Confiamos en tener éxito.

—Pero será más probable que no lo tengan.

—¡Hágase cargo de nuestra situación! ¡No podíamos sentar a nuestros agentes día y noche al lado de la niña, incluso durante las horas de clase!

—Yo no exigí que vigilaran constantemente a mi hija... ¡Además, eso poco importa ahora!

—¡Maldita sea! —intervino Kaplan—. ¿Han secuestrado a Yeli?

Barski hizo un gesto afirmativo.

Todos hablaron a la vez.

—¡Callad, por favor! —exclamó Jan Barski.

Alexandra Gordon rompió a llorar. Norma quiso acercarse a Jan y apoyar una mano en su hombro, pero comprobó que era incapaz de moverse.

—¿Está reunido con sus colaboradores? —preguntó Sondersen. —Sí.

—¡Un momento! —dijo el kriminaloberrat—. Una llamada para mí...

Barski le oyó hablar de manera poco clara.

—Es el tipo de la voz desfigurada —anunció Sondersen instantes después—. Exige que interrumpamos la operación policial y todos los agentes sean retirados. Quiere mi promesa inmediata. En caso contrario, matarán en el acto a la niña. ¿Qué hago?

—¿Y usted me lo pregunta?

—Claro.

—¡Que lo interrumpan en seguida todo! ¡Sin demora! —contestó Barski con un graznido.

Apenas podía hablar.

—¡Un momento!

Barski le oyó hablar de nuevo, aunque de manera imprecisa. Luego ya con claridad.

—He hecho lo que usted manda, doctor. Ese individuo ha podido escuchar cómo yo daba orden, por radio, de interrumpir de inmediato toda la operación. Desde luego es una locura, pero es su hija, y lo comprendo. ¡Es su hija! Informe a sus colegas —añadió en voz más elevada— de que los secuestradores nos vendrán con exigencias... Usted ya sabe a qué me refiero. Ahora mismo interceptan sus teléfonos, doctor... Tanto en el instituto como en su casa. Pero los técnicos necesitan cierto tiempo para localizar a una persona que llame. Por tanto, quien hable con los secuestradores debe prolongar al máximo la conversación. Voy en el acto hacia allá.

—¿Qué puedo hacer, entretanto? —preguntó Barski.

—Esperar —contestó Sondersen—, Y mantener libre la línea. ¡Hasta ahora!

Y colgó.

Barski parecía haberse muerto sentado. Alexandra sollozaba. Un avión pasó por encima de las torres del instituto, después de despegar en Fuhlsbüttel, y el retumbar de sus reactores hizo temblar las ventanas.

—¡Deja ya de llorar! —protestó Kaplan.

—No... no puedo —zollipó la doctora Gordon.

—¡Entonces sal de aquí!

—Salid todos —murmuró Barski—. Os lo suplico... Tú, Norma, quédate.

Kaplan, Alexandra y Sasaki abandonaron el despacho. Norma permaneció a solas con él.

Barski miraba al vacío.

Norma hizo un segundo intento de aproximarse al amigo, pero tampoco ahora logró mover ni un solo miembro. El rostro de Jan parecía de piedra. Norma tardó en darse cuenta de que el hombre rezaba.

Las 18.21.

Sólo entonces llegó la primera llamada de los secuestradores. La rigidez mantenía preso a Barski, que se movía y hablaba como un muñeco mecánico, como un robot. Durante el largo tiempo de espera, Norma había preparado té, Sondersen había llegado para volverse a marchar y regresar de nuevo; las secretarias habían sido enviadas a sus casas por Barski, pese a sus protestas, y numerosos amigos y colaboradores habían acudido a consolarle y saber noticias. Pero no había nada nuevo. Nadie podía consolar al angustiado padre. Era como si Barski se hubiese envuelto en acero para no desplomarse. Antes de descolgar el auricular, dejó que el aparato sonara cinco veces, tal como le había aconsejado Sondersen. La desfigurada voz de hombre dijo:

—Si vuelve a tardar tanto en contestar, habrá sido nuestra última conversación. —Yo...

—¡Cállese! Hablo yo. ¡Y nada de conversaciones tan largas como otras veces! Tiene los teléfonos interceptados, ¿no?

Giraban las cintas de un magnetófono conectado con el teléfono. Sondersen y Norma estaban sentados enfrente, escuchando con la máxima atención.

—Su hija se encuentra bien, pero exigimos de ustedes el disco duro de la unidad central de proceso. Además, la codificación. Y más tarde pediremos algo más. Si lo entrega todo en el plazo debido, dejaremos en libertad a la niña. En caso contrario, la mataremos. Va en serio. Piense usted en el Circo Mondo y en la familia Gellhorn.

—Quiero hablar con mi hija.

—Ya dará señales de vida. Volveré a telefonear. Usted puede irse tranquilamente a casa. Le alcanzaremos en cualquier parte. Dígale a Herr Sondersen que, si emprende alguna acción, la que sea, liquidaremos en el acto a su hija. ¡En el acto!

Clic.

El hombre había colgado.

Las cintas del magnetófono se pararon, Barski miró en silencio a Sondersen.

—No puedo... —empezó este último.

Barski le cortó con dureza.

—¡Usted no hará nada! ¡Nada de nada! Se lo exijo. ¡No es su hija, sino la mía! ¿Se ha enterado?

El kriminaloberrat calló.

—Está claro, ¿no? —insistió Barski.

Sonó suavemente el teléfono.

Una voz masculina.

—Herr Sondersen...

—Sí.

—No pudimos averiguar nada. La conversación fue demasiado corta.

—Gracias, Hellmers.

Sondersen se levantó, marcó el número de la comisión especial en la Jefatura y dijo:

—¡Aquí Sondersen! Hasta nueva orden, queda suspendida toda pesquisa, toda búsqueda. La vida de la niña corre peligro.

El hombre que hablaba al otro lado del hilo debió de protestar, porque Sondersen contestó casi con brutalidad:

—¡Usted no hará nada! ¡Absolutamente nada! ¡Es una orden!

Barski llamó a Kaplan, Sasaki y Alexandra Gordon. Luego telefoneó a Westen, que se alojaba en el «Atlantic», y le pidió que se reuniese con ellos. El anciano se presentó alrededor de las siete de la tarde. Con excepción de Sasaki, todos eran partidarios de que Barski entregara el disco duro y diese a conocer la codificación.

—No lo entiendo —dijo Alexandra—. Si arrancas el disco, destruyes todo lo registrado en él. ¿Para qué necesitan, pues, la codificación?

—¡Y nosotros habremos perdido toda nuestra información, maldita sea! —exclamó el japonés.

Cuatro horas más tarde, a las once y media de la noche, seguían todos juntos, tratando de convencer a Sasaki, que exigía una mayor dureza.

El teléfono no había vuelto a sonar.

A las 0.37, Alexandra Gordon sufrió un desvanecimiento.

Barski llamó a un amigo del servicio de urgencias, que puso una inyección a la doctora y dijo:

—Están todos agotados. Deben echarse y tomar algún tranquilizante.

—¡Yo no! —replicó en seguida Jan Barski—. No tomaré ningún tranquilizante. Necesito tener la cabeza bien clara.

—Tú ya no puedes más, con o sin medicamentos —contestó el amigo—. Si hay mala suerte, la cosa puede durar días, Jan. ¿Te das cuenta? Entretanto, todos habréis caído. Mira, he traído algo. Mi consejo como médico y compañero, es el de que te acuestes. De ser posible, en tu propia cama. Especialmente tú Jan. Si ese cerdo vuelve a telefonear, también lo hará a tu casa.

—Su colega tiene razón —intervino Sondersen—. No es la primera vez que me toca vivir algo semejante. ¡Váyanse todos a sus casas! Usted, Frau Desmond, haría bien en quedarse con el doctor Barski.

—Desde luego. ¡Vamos, Jan! Iré contigo, pero tómate el sedante. Todos lo tomaremos. ¡Te lo ruego!

Barski sacó una cápsula del tubo que le ofreció el amigo, y la ingirió con unos sorbos de agua.

—Dale a Mila dos cápsulas —le aconsejó el médico—. Y otras dos a las 8 de la mañana. Le harán falta.

Dicho esto, se despidió con un gesto de la cabeza.

Sasaki dijo:

—No podemos hacer nada más.

—Nada más —repitió Alexandra—. Sólo confiar en que Yeli salga bien librada...

Kaplan se puso a dar pasos por la habitación.

—¡Tiene que haber una solución, diantre!

—¡Siempre hay alguna! —insistió el israelí, testarudo— ¡Simplemente, hay que buscarla!

También Alvin Westen se puso de pie. Le vacilaban las piernas.

—¡Señor ministro! —exclamó Kaplan, corriendo hacia él—. ¿Se siente mal?

—¡Aire! —jadeó el anciano—. Necesito aire fresco. ¡Sáquenme al exterior, por favor!

Petra Steinbach se incorporó súbitamente en su cama. Había oído pasos. Ahora se encendió la luz de su cuarto.

—¡Eli! —dijo la mujer desconcertada—. ¿Qué haces aquí?

Kaplan había entrado por la zona de seguridad y llevaba ropa protectora.

—Lamento molestarte a estas horas, Petra, pero no tengo más remedio.

Y, sin más, empezó a apartar hacia un lado los patrones, los dibujos y todas las revistas que Petra tenía en una mesa junto a la ventana, que de noche quedaba cubierta por una cortina.

La mujer saltó de la cama y se abalanzó sobre él en camisón.

—¿Qué haces? ¡Necesito todo eso para mañana! ¡Estropeas todo mi trabajo! ¡Eli, por Dios...!

—Aquí trabajaba Tom, ¿no?

—Sí, ¿y qué? ¡De eso hace ya mucho tiempo!

Sin hacer caso de Petra, Kaplan acercó una silla, se sentó, conectó la terminal de ordenador e introdujo un diskette. Empezó a pulsar teclas, nervioso, y el aparato emitió un zumbido.

—¡Muy bonito! —protestó Petra—. ¡Pasan días enteros sin que os acordéis de mí, y ahora te presentas en plena noche! A mí me alegra cualquier visita, pero creo que tú estás loco... ¡Mi nueva colección de verano! —gruñó, mientras recogía papeles del suelo—. ¡Mira! Acabo de completarla. Se llevará todo lo marinero, deportivo y práctico. Un poco al estilo de Deauville, ¿sabes? Fíjate en esto: un conjunto ideal para tomar el sol y también para la ciudad. Blusa sin espalda, de tipo Oeste, y falda abrochada a los lados...

—Petra...

—¿Qué, Eli? ¿Te gusta?

—Mucho —contestó él, sin levantar la cabeza—. Precioso. Pero ahora vuelve a la cama, por lo que más quieras, y permanece quieta y callada.

El aparato no cesaba de zumbar.

—Ya no me quedan lágrimas —musitó Mila hacia la una de la madrugada—. Soy incapaz de llorar más. Ni siquiera puedo rezar. ¿Cómo puede permitir el Todopoderoso algo semejante? Pero no... ¡Que Dios me perdone! Sin embargo, diga usted, señor... ¡Pobrecita nena! ¡Corazón mío! Eso no son seres humanos. ¡Bestias, es lo que son! ¡Ay, qué mundo, Dios mío, qué mundo tan horrible! A uno le quitan las ganas de vivir... Voy a preparar café.

—Hemos de echarnos, Mila —dijo Norma.

—Pero primero tomarán café.

—¡No, después de las cápsulas! —exclamó Barski.

—Té, pues —insistió Mila.

Cuando lo había servido, sonó el teléfono. Barski, que estaba con Norma en el despacho de su casa, se llevó el auricular al oído. También allí giraban las cintas de un magnetófono.

La desfigurada voz de hombre:

—Bueno, compruebo que ya descuelga en seguida. Así está mejor. Usted quería una señal de vida de su hija...

Después de una pausa, Barski percibió la vocecilla insegura y temblorosa de Yeli.

—Jan... ¡Jan, estos hombres me han regalado un libro de cuentos! Y si tú haces lo que ellos dicen, también me comprarán un helado. De fresa y chocolate. Tanto como yo quiera...

Silencio.

Luego, nuevamente la voz masculina:

—La ansiada señal de vida. Tanto helado como la chiquilla quiera, si usted hace lo que nosotros digamos. En el caso contrario..., usted ya sabe qué le sucederá a su hija.

Y se cortó la comunicación.

—¡La niña! —gritó Mila—. ¡Mi corazón! ¿La ha oído hablar el señor?

—Sí.

—¡Vive! ¡Mi niña vive! Perdona, Dios Todopoderoso, lo que dije antes... ¡Perdóname...!

—¡Cállese de una vez, mujer! —bramó Barski.

Mila le miró tremulante. Nunca le había visto de aquella forma. El teléfono volvió a sonar. La pobre mujer se santiguó.

—¡Diga! —jadeó Barski—. ¿Que ya saben...? Sí; espero.

—¿Ya saben de dónde procedía la llamada? —inquirió Norma, ansiosa.

—Sí.

—¡Gracias, Todopoderoso! —sollozó Mila.

—¿Desde dónde hablaba ese hombre?

—Desde una cabina situada junto a la estación de Metro de la Lübecker Strasse. Coches patrulla acuden de todos lados. Me han dicho que espere.

Transcurrieron cinco minutos. Por fin llamó el agente.

—Lo siento. No hubo suerte.

—¡Pero usted dijo que el individuo había hablado desde la Lübecker Strasse...!

—Y es cierto. Pero cuando llegaron los coches, la cabina estaba vacía. El auricular había sido dejado encima del estante, y al lado encontraron un transmisor pequeño pero potente. El secuestrador habló a través del aparato. La cabina telefónica sólo sirvió de estación retransmisora. Una idea diabólica, ¿no?

—Diabólica, sí —dijo Barski.

Cuando el estridente timbre se oyó al cabo de unos minutos graznó la horrible voz:

—Sondersen prometió interrumpir toda la operación policial.

Pero ahora aparecieron seis coches-patrulla en la Lübecker Strasse...

—¿Y qué culpa tengo yo?

—Hágale saber a Sondersen que, si matamos a la niña, la responsabilidad será suya. ¿Entendido?

—Sí.

—¡Y ahora preste atención! Queremos que nos entregue de una vez el material. Lo antes posible. Apenas haya hablado con Sondersen, diríjase al instituto. Anúnciele al portero que, a las siete de la mañana, le visitará una persona. Se trata de Hans Heger. ¡Repita el nombre!

—Hans Heger.

—Entrará en el recinto conduciendo un Mercedes 500». Usted le ha facilitado un pase, y Heger se lo mostrará al portero.

—Yo no he facilitado un pase a nadie.

—¡Por favor, doctor Barski! Heger llevará el pase, y el portero le telefoneará a usted. Y usted dirá, naturalmente, que Heger puede subir. Nosotros le observaremos de manera constante. Sólo con que el portero mire con expresión de sospecha al hombre, su hija estará muerta. ¿Queda claro?

—Sí.

—El instituto aún se encuentra cerrado, a esa hora. Cuando el portero le avise, usted dice que bajará personalmente a abrirle la puerta a Heger. Y nuestro hombre se llevará el disco duro donde está registrado todo el material sobre el virus y la vacuna. ¡Todo! ¿Lo oye?

—Sí.

—Ya sabemos que, una vez arrancado del ordenador, el disco duro no sirve... Por eso, usted irá al Banco, a la filial del Dresdner Bank, a las nueve en punto de la mañana, y sacará de la caja fuerte las copias de seguridad. Los dos juegos que allí guardan. Heger, que le acompañará, se hará cargo de todas las copias. Si a Sondersen se le ocurriera intervenir, su hija no viviría más de tres minutos. ¿Se da por enterado?

—Sí.

—Si sobreviene lo más mínimo, su hija está lista.

—¡Dios mío, pero si ya no puedo colaborar más!

—No grite. En cuanto tengamos las copias del banco, la niña será puesta en libertad. Sondersen ha retirado a todos sus agentes. Lo sabemos. Y usted tiene el coche aparcado delante de su casa. ¡Salga ahora mismo!

La línea quedó muerta.

Barski telefoneó a Sondersen, que se hallaba en la Jefatura.

—¿Lo ha escuchado todo?

—Sí.

—Usted será el asesino de mi hija, si emprende cualquier acción.

—No pienso emprender nada.

Barski se levantó.

—Debo ir al instituto —le dijo a Norma.

—Te acompaño.

—De ninguna manera. Has de permanecer aquí. Lo comprendes, ¿verdad?

—Sí —susurró ella.

Tres minutos después vio desde una ventana abierta cómo arrancaba el «Volvo» situado delante de su propio «Golf GTI». La calle estaba desierta y a oscuras.

El aparato zumbaba en la habitación de Petra. Eli Kaplan seguía sentado delante de la terminal. De cuando en cuando activaba una tecla. Consultó su reloj de pulsera, cambió el diskette y tocó otras dos teclas.

—¿Vas a decirme de una vez qué demonios haces? —gritó Petra desde el lecho—. ¡Di algo, Eli!

Kaplan no contestó. La terminal emitía el incesante zumbido.

—¡Tengo ganas de hablar contigo, hombre! Si no me dices nada, chillaré.

—¡Tú, bien calladita, querida!

Petra bajó de la cama.

—¡Como quieras! —dijo, tan contenta, y empezó a recoger revistas—. ¡Valentino! Moda para mujeres con personalidad. Para mujeres que desean y saben destacar...

Sonó el teléfono, y contestó Norma.

—Diga.

—¡Buenos días, Frau Desmond! —crascitó aquella voz—. Sólo quería cerciorarme de que Barski había marchado solo.

—Se fue solo, en efecto.

El corazón de Norma se puso a latir con gran violencia.

—Oiga... oiga... —añadió—. ¿Por qué no nos canjea?

—¿Qué?

—¡Canjéeme a mí por Yeli! Dígame qué debo hacer. Sondersen nos escucha. Nadie me seguirá, ya que eso significaría la muerte para la criatura. Iré adonde usted quiera. Me apresa a mí y deja en libertad a la niña. ¡Se lo suplico!

—¿Por qué tanto empeño en ponerse en peligro?

—Porque amo a Jan. Porque sería espantoso que le sucediera algo a Yeli. No sólo por culpa de usted, sino... de cualquier forma...

Norma hablaba cada vez más aprisa.

Mila Krb la miraba, al mismo tiempo que balbucía palabras checas.

—Barski también me ama. Yo seré un rehén más útil que la niña. Ella no comprende de qué se trata. Yo, en cambio...

—¡Oiga, pero...!

—Yo perdí a mi hijo en el atentado del circo. No puedo soportar la idea de que muera otra criatura. Si alguien tiene que morir, que sea yo. ¡Pero ningún niño más, por Dios!

—Un momento.

Norma se dejó caer en el sillón del escritorio. Mila mascullaba algo en su lengua.

—De acuerdo —dijo la voz a los pocos instantes—. Hacemos el canje. Usted arranca en el acto. Y que nadie la siga. ¡Nadie!

—Nadie...

—Usted conoce Hamburgo. Siga la Sievekingsallee hasta el Horner Kreisel. Después del acceso a las autopistas de Lübeck y Berlín, deténgase en el lateral. ¿Lo ha entendido?

—Sí. Después del acceso, en el lateral.

—Exacto.

—¿Quién me garantiza que no nos matarán a las dos?

—Nadie. ¿Viene, pues?

—Sí.

Norma corrió a la puerta.

—¡ Frau Desmond! —exclamó Mila Krb, desesperada—. ¡Frau Desmond! ¡Por lo que más quiera, señora...!

Pero la puerta del piso ya se había cerrado detrás de Norma.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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