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—Frau Desmond...
El hombre se acercó al catre.
—¿Qué?
Norma aún llevaba los ojos vendados y las muñecas esposadas.
—La sacamos de aquí.
—¿Me dejan en libertad?
—Sí.
El hombre olía a agua de Colonia. Como antes. Se le notaba limpio y cuidado.
...Yo, en cambio...», pensó.
—¿Cómo es eso? —preguntó—. Usted dijo que, primero, unos especialistas tenían que examinar el material.
—Ya ha sido examinado.
—¿Qué día es hoy?
—Miércoles.
—¿Y qué fecha?
—8 de octubre.
—¿8 de octubre? Me trajeron aquí en la mañana del día 8... ¿Es mediodía o de noche?
—Ultima hora de la tarde. Vamos a prepararla para el traslado. ¡Ven! —ordenó la voz.
Unos pasos.
Norma se asustó.
—No le dolerá —dijo la misma voz—. No tenemos tiempo que perder. ¡Date prisa, diantre!
Unas manos palparon su cuerpo, encontraron la cremallera de la falda, tiraron de ella, le bajaron la falda y, a continuación, las bragas.
—¡Échese boca abajo! ¡Boca abajo!
Norma se puso de lado, con la cara contra la almohada. Las manos desinfectaron una parte de la nalga con una torunda de algodón húmedo.
—¡Quieta, ahora! —dijo la voz, y Norma sintió un pinchazo—. ¡Ya está! Es usted una chica valiente.
Un súbito calor invadió el cuerpo de la mujer.
—¿Qué? Nota calor, ¿no?
—Ssí...
—Bien. Ya le hace efecto... —Y de cara al que le había puesto la inyección a Norma, añadió—: ¡Que todos los demás se larguen! Díselo. Tú y yo nos quedamos. Dentro de cinco minutos, ésta dormirá como un tronco.
«Ya duermo», pensó Norma, y de repente experimentó una plúmbea pesantez, una fatiga infinita.
—¡Adiós, Madame! Y perdone todas estas humillaciones. Eran inevitables.
«Inevitables... —se dijo ella—. ¿Qué harán ahora conmigo?
¿Adonde me...?»