44

Soñó que viajaba con Barski por una autopista. Era de noche, en el cielo centelleaban muchas estrellas, y hacía calor. El viento que entraba por la ventana abierta, le acariciaba la cara, y el cielo era una inmensa bóveda...

«Pero..., ¿por qué estoy echada? —pensó—. Voy en el coche. ¿Cómo es que no me he sentado a su lado?»

Norma abrió los ojos y comprobó que se hallaba acostada en el asiento posterior del «Volvo». Barski iba al volante. Primero le distinguió sólo como silueta, y tardó un poco en verlo todo con claridad. Se incorporó. En efecto. El coche se deslizaba por la autopista. Un automóvil avanzaba en contradirección. La luz de los faros le hizo sentir dolor. Un bosque... Atravesaban un bosque... El otro coche pasó por el carril izquierdo.

—Jan... —balbució con voz ronca, y carraspeó.

—Norma —contestó él—. ¡Querida mía! ¿Has dormido bastante?

—Hum...

Norma se incorporó del todo, y pensó avergonzada: «¡Qué mal huelo! Toda yo apesto...»

Barski alargó un brazo hacia atrás, y ella le agarró la mano.

—¡Jan, mi Jan...!

—¡Querida! ¡Hermosa! —exclamó—. ¡Te amo!

—Jan...

Norma miró por encima del hombro de Barski y vio el iluminado tablero de mandos. El tacómetro rozaba los 220 kilómetros.

—¡Corres demasiado! ¿Te has vuelto loco?

—Sondersen conduce tan de prisa como yo.

—¿Sondersen? ¿Dónde está?

—Va delante. ¿No ves las luces de posición?

—¿Luces de posición...? —repitió Norma, estrechando los ojos—. Sí; ya las veo...

—Y detrás viene otro coche.

Norma se volvió con alguna dificultad.

Les seguía una ambulancia.

—En último lugar va tu «Golf». Lo conduce Eli.

—¿Eli también va con nosotros?

—Sí, querida.

—¿Dónde estamos?

—Entre Bremen y Hamburgo. Más cerca de Hamburgo que de Bremen.

—¿Cómo es que...?

—El hombre telefoneó.

—¿Qué hombre? ¡Ah, aquél! Pero no lo entiendo... Tenía prisa por irse.

—Y ya se fue. Está muy lejos. En otro país.

—¿En otro país?

—Eso dice Sondersen. Llamó desde el extranjero.

—¿Cuándo?

—Hace dos horas. Al instituto. Estábamos todos reunidos en mi despacho.

—Todos en tu despacho... ¿Estamos libres, Jan? —Agregó en un susurro.

—Estamos libres, amor. Todo pasó. El hombre telefoneó y dijo que habían dejado tu coche en un aparcamiento de la autopista, poco antes de Bremen, en el primero que hay después del acceso a la carretera de Oyten... Que podía ir a recogerte. Que ya no había peligro de nada. Y no profirió ninguna amenaza. No hacía falta que Sondersen y sus hombres me acompañasen. Pero ellos vinieron. Y también Eli. Encontramos el coche y te encontramos a ti, Norma, ¡y ahora vamos a casa!

—A casa... —musitó ella, y pensó que eran unas palabras maravillosas. Las más maravillosas. «A casa.»—. ¿Qué hora es, Jan?

—Casi medianoche.

—¿De qué día?

—Del 8 de octubre. Miércoles. Pronto será jueves.

—Pronto será jueves... —repitió Norma—. ¡Qué bueno eres, Jan! Sales disparado en mi busca. Aquel hombre olía a agua de Colonia.

Aún estaba algo aturdida.

—¿Quién?

—El hombre que telefoneaba. Nunca le vi. Me vendaron los ojos, y las manos...

Se las miró, sorprendida.

—Me tenían esposada, ¿sabes? Creo que era un bunker... Sería de la última guerra... Subterráneo, supongo... En alguna parte del bosque... Me imagino que muy lejos de aquí... ¡Era tan horrible, Jan...!

—No, Norma. Procura no recordarlo. Eso ya pasó. Todo está solucionado.

—¿Cómo? ¿Cómo puede estar todo solucionado?

Norma se esforzó en pensar. Continuamente surgían de la oscuridad los faros de los automóviles que se acercaban por el carril contrario, para pasar volando.

Ahora, Barski iba a 225 kilómetros por hora. Norma se fijó en que el coche de delante llevaba una luz azul que giraba.

—¿Cómo puede estar todo solucionado, Jan? ¡Nada está solucionado!

—¡Que sí, Norma, que si! —contestó él con una risa profunda y gutural.

—No, pero...

De repente, Norma recordó a la niña.

—¿Dónde está Yeli? —gritó.

—En el departamento de Infancia del Hospital Virchow.

Luces. Luces. Cada vez más luces. Una interminable fila de coches pasaba por el carril contrario. Por fin se dio cuenta Norma de que, en efecto, por la ventana abierta entraba un aire templado.

—¿Le... le ocurrió algo?

Todavía no era capaz de pensar con claridad. Pero él había dicho que...

—No, Norma querida. ¡Mi buena y valiente Norma! A Yeli no le ocurrió nada. Tú te ofreciste para ser canjeada. Y aquella gente lo hizo. Esta mañana, temprano, dejaron a Yeli en Harburg. La pobrecita anduvo perdida por las calles. Presa de un choque tremendo, que le duró bastante. Por eso prefirieron internarla en el hospital, ¿sabes? Para tenerla en observación. Pero mañana le darán de alta. Tú y yo la iremos a buscar. Esta mañana, a las 7, vino el hombre que decía llamarse Heger. Le di el disco duro y la codificación. A las 9 fui al Banco y saqué las copias de la caja fuerte. Heger me esperaba en el «Mercedes». Le entregué los dos juegos de copias.

—¿Por qué?

—Porque era lo que exigían, cariño. De no haber entregado el material, os hubiesen matado a ti o a Yeli. Lo dijo el hombre.

—¡Ah, ya...! Claro... Por eso no podía hacer nada Sondersen. Ni sus hombres tampoco. Ahora lo recuerdo todo... ¿Qué más, Jan? ¿Qué más? —preguntó.

Y, de pronto, el viento comenzó a cantar. «¿Por qué canta? —se preguntó la mujer—. ¿Por qué canta? ¡Pero es bonito!»

—¿Y qué más pasó? —insistió Norma.

—Alvin Westen y Eli Kaplan encontraron una solución.

—¿Una solución?

—Sí. Para el problema de que una de las dos superpotencias obtuviese el virus y la vacuna.

—¿Y en qué consistió esa solución?

—El hombre que te hablaba por teléfono sabía, desde luego, que en el Banco teníamos copias de todos los resultados. Por si acaso se producía un incendio en el instituto, por ejemplo.

—Ah, ya...

—El tipo exigió ambos juegos de copias, naturalmente. Porque, de ese modo, él solo hubiese poseído todo el material, ¿no?

—Claro. Pero tú dices «hubiese»...

—Westen y Kaplan tuvieron una idea. ¡Y qué idea! Tú ya sabes que el pobre Tom continuó trabajando hasta su muerte, incluso en el departamento de Enfermedades Infecciosas. Para sus investigaciones precisaba, lógicamente, una terminal de ordenador, y recibía de la unidad central de proceso toda la información necesaria.

—Sí, ¿y qué?

—Pues que Westen y Kaplan recordaron que la terminal seguía en la habitación de Tom, ahora ocupada por Petra.

—¡Formidable!

—Formidable, en efecto. Empiezas a entenderlo, ¿verdad? Eli conoce la codificación. Así, pues, pasó por la zona de seguridad, se puso ropa protectora, fue al cuarto de Petra, se sentó ante la terminal y copió, en diskettes, lo más importante de lo registrado en el disco duro de la unidad central de proceso.

—¡Qué maravilla, Jan! ¿Es posible que hiciera eso?

—La cosa urgía. Kaplan ignoraba durante cuánto tiempo podría obtener información de la unidad central, de manera que empezó por copiar todos los detalles referentes al virus, porque el virus es lo más importante de todo... ¿Lo recuerdas, cariño? Y luego copió todo lo relativo a la vacuna descubierta por Tak. Pudo reunir la totalidad del material antes de que yo retirara el disco duro de la central calculadora para entregárselo a Hans Heger. ¡O sea que lo consiguió, Norma! ¡Lo consiguió! —¿Y entonces?

—Entonces, Westen telefoneó al embajador soviético en Bonn para decirle que los americanos estaban en posesión del material, pero que Kaplan había logrado copiar la información completa sobre el virus y la vacuna. Y que esos diskettes estaban a disposición de la Unión Soviética. Seguidamente, los soviéticos se pusieron en contacto con los norteamericanos, comunicándoles que también ellos tenían toda la información. Primero, los norteamericanos creyeron que era una fanfarronada de los rusos, pero cuando se convencieron de que la cosa iba en serio, empezamos a temer por tu vida. ¿Te matarían para vengarse?

—¡Un momento! Un momento, Jan... ¿De veras fue idea de Alvin y de Kaplan, la de dárselo todo a las dos potencias?

—Sí, mi amor. Fue idea de ellos. Nadie confiaba ya en hallar una solución, pero Alvin y Kaplan la encontraron.

—De modo que los norteamericanos y los soviéticos poseen esa formidable arma para la próxima guerra, para la soft war...

—En efecto —contestó Barski—. Y eso significa que la maravillosa arma ha perdido todo interés, porque resulta inservible. Ahora, las dos grandes potencias tienen el virus, mas también la vacuna. Cualquiera puede tratar de contagiar al otro. Pero ninguno lo hará, porque las dos partes tienen un miedo infernal. Nadie puede atacar, porque ambas potencias necesitan producir, primero, suficiente cantidad de vacuna. Y ninguna parte puede obtenerla antes que la otra. Eso quiere decir que, en ambos países, vacunarán a la gente al mismo tiempo. Con ello, el virus ha perdido todo su valor. A eso me refería yo al afirmar que el arma ya no es agresiva y, por consiguiente, carece de interés. Norma se dejó caer hacia atrás.

—Ambas potencias tienen ambas cosas. De este modo, ni una ni otra tiene nada. Y tal idea fue de Alvin y de Kaplan... ¿No son dos personas extraordinarias, Jan? ¿No son estupendas? ¡Contesta! ¿No son formidables los dos?

—Formidables, sí —asintió Jan Barski—. Extraordinarios, estupendos y maravillosos.

Iba casi a 230 kilómetros por hora.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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