2
Thomas Lieven llegó a Colonia la mañana del 26 de mayo de 1939. Frente al Dom Hotel ondeaban grandes banderas con la cruz gamada. En todas las calles de la ciudad ondeaban banderas con la cruz gamada. Celebraban la firma del Pacto de Acero. Thomas vio muchos uniformes. Sobre las alfombras del hotel se oía el entrechocar de tacones como si fueran disparos.
En la habitación había un retrato del Führer sobre la mesa escritorio. Thomas apoyó su billete de avión de vuelta contra el retrato. Tomó un baño caliente. Luego se cambió de traje y llamó a Lucie Brenner.
Cuando descolgaron el auricular al otro lado de la línea telefónica se oyó un sospechoso chasquido, pero que le pasó desapercibido a Thomas Lieven. El superagente del año 1940 ignoraba todavía la existencia de aparatos de escucha.
—¡Brenner!
Sí, aquella era la voz excitante, ligeramente velada, que él recordaba tan bien.
—Señorita Brenner, soy Lieven. Thomas Lieven. Acabo de llegar a Colonia y... -se interrumpió.
No había oído el extraño chasquido, pero sí un grito ahogado.
Sonriendo encantador, preguntó:
—¿Ha sido un grito de alegría?
—¡Oh, Dios! -la oyó exclamar.
De nuevo el chasquido.
—Señorita Brenner, Marlock me ha rogado la visitara a usted...
—¡Ese sinvergüenza!
—Vamos, señorita...
—¡Ese sinvergüenza desalmado!
—Señorita Brenner, ¡escúcheme! Marlock me ha rogado que por mi mediación solicitase su perdón. ¿Puedo visitarla? -¡No!
—¡Pero si yo le he prometido...!
—¡Lárguese, señor Lieven! ¡Con el próximo tren! ¡Usted no sabe lo que ocurre aquí!
«¡Knack!», se oyó en la comunicación, sin que Thomas Lieven se apercibiera de ello.
—No, no, señorita Brenner, es usted la que no sabe lo que ocurre...
—Señor Lieven...
—No salga de casa, dentro de diez minutos estaré ahí.
Colgó el auricular y se ajustó el nudo de la corbata. Se sentía animado por una ambición deportiva.
Un taxi condujo a Thomas, que llevaba un sombrero de alas duras y un paraguas muy bien enrollado, a Lindenthal. Allí habitaba Lucie Brenner un apartamento en la segunda planta de una villa en el Beethovez Park.
Llamó a la puerta del apartamento. Al otro lado oyó unos murmullos. Voces de mujer y voces de hombre, Thomas se extraño, pero muy poco. Por aquellos tiempos su alma no recelaba de nada, ni de nadie.
Se abrió la puerta. Lucie Brenner apareció en el umbral. Llevaba una bata y, al parecer, muy poco debajo. Estaba muy excitada. Cuando reconoció a Thomas suspiró:
—¡Está loco!
Luego, todo se sucedió de un modo muy rápido.
Dos hombres aparecieron detrás de Lucie. Llevaban abrigos de piel y parecían carniceros. Uno de los carniceros apartó groseramente a Lucie a un lado y el otro carnicero cogió a Thomas por el brazo.
¡Rápidamente se olvidó del dominio de sí mismo, de su dignidad y reserva! Con ambas manos cogió Thomas la mano del carnicero, dio una graciosa vuelta y, de pronto, el carnicero quedó colgado sobre la cadera derecha de Thomas Lieven.
Nuestro amigo hizo entonces un ligero movimiento hacia delante. La muñeca hizo un extraño ruido y el carnicero lanzó un grito, voló por los aires y cayó sobre el piso de parquet. Y allí se quedó encogido sobre sí mismo. «Mis lecciones de jiu-jitsu han sido pagadas de sobras», se dijo Thomas Lieven.
—Y ahora, usted -dijo, avanzando hacia el segundo carnicero.
La rubia Lucie empezó a gritar. El segundo carnicero dio un paso atrás, y tartamudeó
—No..., no..., señor... No haga... estas cosas. -Y sacó un revólver de debajo del sobaco-. Le prevengo..., sea... sea sensato...
Thomas se detuvo. Sólo un imbécil lucha contra un carnicero armado con un revólver.
—En nombre de la ley -dijo el asustado carnicero-. ¡Queda usted detenido!
—Detenido, ¿por quién?
—Por la policía secreta del Estado.
«¡Muchachos! -se dijo Thomas Lieven-, cuando les cuente todo eso en el club.»
Thomas Lieven amaba su club en Londres y su club le amaba a él. Con sus vasos de whisky en la mano, las pipas en la boca, sentados ante los crujientes leños de la chimenea, escuchaban cada jueves por la noche las historias más osadas, que contaban por turno.
«Cuando regrese -se dijo Thomas-, les voy a explicar una historia que no estará mal.»
No, la historia no estaba mal y cada vez habría de ir mejorando. Pero..., ¿cuándo la podría Thomas relatar en su club, sí, cuándo volvería a ver su club?
Estaba todavía de buen humor, cuando aquella mañana del mes de mayo del año 1939 entró en el despacho del Negociado Especial D, en el cuartel general de la Gestapo en Colonia. «Todo eso es solamente un malentendido -se dijo Thomas-, dentro de media hora me sacarán de aquí.»
El comisario que recibió a Thomas se llamaba Haffner: era un hombre obeso con ojillos de cerdo inteligente. ¡Un hombre decente! Ininterrumpidamente se limpiaba las uñas con un mondadientes.
—He oído que ha apaleado a un camarada -dijo Haffner, indignado-. ¡Esto le va a costar muy caro, Lieven!
—¡Señor Lieven, para usted! ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué he sido arrestado?
—Tráfico de divisas -dijo Haffner-. Hace ya mucho tiempo le estaba esperando a usted.
—¿A mí?
—O su socio Marlock. Desde que esa Lucie Brenner regresó de Londres la mandé vigilar. Me dije: Algún día aparecerá uno de esos perros desvergonzados. ¡Y, entonces, hopps! -Haffner depositó una carpeta sobre la mesa-. Será mejor que le enseñe el material que hemos reunido contra usted. Y entonces se le pasarán las ganas de hacerse el señor.
«Pues, sí, siento una gran curiosidad», se dijo Thomas. Y empezó a hojear el voluminoso expediente. Al cabo de un rato se puso a reír.
—¿Y qué es lo que encuentra tan divertido? -preguntó Haffner.
—Mire usted, ¡esto es sensacional!
De los documentos se desprendía que la banca privada Marlock & Lieven de Londres le había jugado una mala pasada al Tercer Reich hacía un par de años, aprovechándose de la circunstancia de que en la Bolsa de Zurich había unos títulos hipotecarios alemanes que, debido a la situación política, se cotizaban a solamente una quinta parte de su valor nominal.
Marlock & Lieven, o quien operase bajo este nombre comercial, habían adquirido en enero, febrero y marzo de 1936 estos títulos hipotecarios con marcos alemanes que habían sido transferidos ¡legalmente. A continuación un ciudadano suizo, que actuaba de hombre de paja, había sido encargado de adquirir en Alemania algunos de aquellos lienzos carentes de valor, pero tanto más apreciados en el resto del mundo, del llamado «arte degenerado». Las autoridades nazis accedieron gustosas a la exportación de los cuadros. En primer lugar, se desprendían así de aquel arte «no deseado» y, en segundo lugar, recibían divisas, tan necesarias para su rearme. El hombre de paja suizo hubo de pagar el treinta por ciento del importe en francos suizos.
El restante setenta por ciento, de esto se dieron cuenta los nazis mucho más tarde, los pagó el hombre de paja con los títulos hipotecarios alemanes que de este modo volvían a la patria en donde poseían su valor normal; es decir, cinco veces más de lo que habían pagado Marlock & Lieven por los mismos en Zurich.
Mientras Thomas Lieven estudiaba los documentos, se dijo: «Yo no he hecho esto. De modo que solamente puede haber sido Marlock. Debía saber que los alemanes le andan buscando, que vigilaban a Lucie, que me arrestarían y no me creerían una sola palabra. Con ello se libera de mí. Y él se quedará con el Banco. Oh, Dios, oh Dios en los cielos...»
—Bien -dijo el comisario Haffner, satisfecho-. ¿Se le han pasado las ganas de hacerse el gallito, eh?
Cogió un nuevo mondadientes y se lo metió en la boca.
«Maldita sea, ¿qué hacer?», se preguntó Thomas. De pronto tuvo una ocurrencia. No era muy buena. Pero no se le ocurrió nada mejor.
—¿Puedo llamar por teléfono?
Haffner entornó sus ojos de cerdo.
—¿Con quién quiere hablar?
«Hay que atacar de frente», se dijo Thomas.
—El barón Von Wiedel.
—Nunca he oído hablar de él.
De pronto se puso a chillar Thomas
—Su Excelencia Bodo barón Von Wiedel, embajador con misión especial en el Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿Nunca ha oído hablar de este caballero, eh?
—Yo..., yo...
—¡Sáquese el mondadientes de la boca cuando hable conmigo!
—¿Qué... qué quiere usted del señor barón? -tartamudeó Haffner. Su pasatiempo favorito eran los ciudadanos intimidados. Aquellos detenidos que chillaban y conocían a los altos jefes le ponían nervioso.
Thomas siguió chillando:
—¡El barón es mi mejor amigo!
Thomas había conocido a Von Wiedel, que era mucho mayor que él, durante el año 1929, cuando eran estudiantes. Wiedel había introducido a Thomas en los círculos aristocráticos. Thomas había cubierto a veces las letras de cambio que le eran protestadas al barón. Habían intimado hasta el día en que Wiedel ingresó en el partido nazi. Los dos hombres se habían separado después de una violenta discusión.
«¿Tendrá Wiedel una buena memoria?», se preguntaba nuestro amigo mientras seguía chillando:
—¡Si no me pone ahora mismo en comunicación, mañana podrá buscarse un nuevo empleo!
Las consecuencias las pagó la telefonista. El comisario Haffner cogió violentamente el auricular y gritó a su vez:
—¡Asuntos Exteriores, Berlín! Y un poco más rápido, ¡gandula!
«Fantástico, sencillamente fantástico», se dijo Thomas cuando, poco después, oía la voz de su antiguo amigo.
—Aquí Von Wiedel...
—Bodo, te habla Lieven. Thomas Lieven, ¿me recuerdas?
Oyó una ruidosa carcajada.
—¡Thomas! ¡Muchacho! ¡Vaya sorpresa! Aquel entonces me contaste tu absurda filosofía política y hoy tú mismo estás en la Gestapo.
Ante tamaña mala interpretación de los hechos, Thomas no tuvo otro remedio que cerrar los ojos. La voz del barón sonaba divertida:
—Es curioso, no sé si fue Ribbentrop o Schacht que me contaba el otro día que tenías un Banco en Londres.
—Y así es. Bodo, escucha...
—Sí, ya entiendo, te han destinado al servicio exterior. Te sirve de camuflaje, ¿eh? Me muero de risa. ¿Has comprendido cuán acertado estaba yo por aquellos días?
—Bodo...
—¿Hasta dónde has llegado? ¿A comisario?
—Bodo...
—¿Consejero criminalista...?
—Cielos, ¡escúchame de una vez! No trabajo con ni para la Gestapo. ¡He sido detenido por la Gestapo!
Se hizo el silencio en Berlín.
Haffner escuchaba por el otro auricular.
—Bodo, ¿me has entendido?
—Sí, sí, desgraciadamente. ¿Y de qué se te acusa?
Thomas le habló de los cargos que había contra él.
—Sí, amigo, mal asunto. No puedo intervenir en este asunto. Vivimos en un Estado de derecho y de justicia. Si realmente eres inocente, te pondrán en libertad. Mucha suerte. ¡Heil Hitler!
—Su mejor amigo, ¿eh? -gruñó el señor Haffner.