4
Cuando el avión de la Lufthansa atravesó la baja capa de nubes que colgaba sobre Londres, el pasajero que ocupaba la butaca número diecisiete emitió un extraño ruido.
La azafata corrió a su lado.
—¿No se siente bien, señor? -preguntó, y vio entonces que el pasajero del número diecisiete reía.
—Me encuentro perfectamente -dijo Thomas Lieven-. Perdone, pero se me ha ocurrido algo muy divertido.
Recordaba la cara de desengaño que puso el administrador del cuartel general de la Gestapo en Colonia cuando le devolvió sus objetos. El hombre no había querido separarse del reloj de repetición.
Thomas sacó el querido reloj del bolsillo y lo acarició. Descubrió entonces un poco de tinta de tampón bajo la uña de su dedo índice. Sonrió de nuevo al recordar que sus huellas dactilares figuraban solamente en un fichero secreto y su fotografía en otra ficha personal.
Un hombre llamado John Smythe (con y th) le visitaría al día siguiente en su casa para examinar el calentador de gas en su cuarto de baño. El comandante Loos le había dicho que había de prestarle obediencia incondicional al señor Smythe.
«El señor Smythe se va a llevar una gran sorpresa -se dijo Thomas-. ¡Si de verdad hace acto de presencia, lo pongo de patitas en la calle!»
El avión fue perdiendo altura. Con rumbo suroeste cruzó sobre el Támesis en dirección al aeropuerto de Croydon.
Thomas se guardó el reloj en el bolsillo y se frotó las manos. Ah, de nuevo en Inglaterra. En libertad. En seguridad. «Ahora subiré al Bentley. Un baño caliente. Luego un whisky. Una pipa. Los amigos en el club. Y a empezar a contar todo lo sucedido...»
Sí, Marlock.
Tan grande era la alegría de Thomas Lieven por aquel vuelo de regreso a Londres, que casi se había esfumado ya la mitad de su ira. ¿Tenía que separarse forzosamente de Marlock? Tal vez éste le pudiera dar una explicación que él pudiera aceptar. Tal vez Marlock tuviera otras preocupaciones. En fin, lo prudente era esperar...
Siete minutos después de haber cruzado estos pensamientos por su mente bajaba nuestro amigo, alegre y contento, por la escalerilla que habían acercado al avión. Lloviznaba, y bajo su paraguas se encaminó hacia la puerta de llegada. Allí había dos corredores formados por unas cadenas. Sobre el derecho se leía: British Subjects, y sobre el izquierdo: Foreigners.
Sin dejar de silbar se dirigió Thomas al corredor izquierdo, en donde estaba el alto pupitre del Inmigration Officer.
El funcionario, un hombre de edad con bigotes teñidos por la nicotina, cogió en sus manos el pasaporte alemán que Thomas le alargó con amable sonrisa. Lo hojeó y luego levantó la mirada:
—Lo siento, no puede pisar territorio británico.
—¿Qué significa esto?
—Ha sido usted expulsado en el día de hoy, señor Lieven. Por favor, tenga la bondad de seguirme, le están esperando dos caballeros...
Los dos caballeros se pusieron en pie cuando Thomas entró en el pequeño despacho. Daban la impresión de ser unos funcionarios muy preocupados, enfermos del estómago y con mucho sueño atrasado.
—Morris -dijo el primero.
—Lovejoy -dijo el segundo.
«¿A quién me recuerdan éstos?», se preguntó Thomas. Pero no lo recordaba. Estaba ahora enfadado, muy enojado. Hizo un supremo esfuerzo por ser amable en la medida de lo posible
—Caballeros, ¿qué significa todo esto? Hace siete años que resido en este país. No me he hecho culpable de nada.
El hombre que se hacía llamar Lovejoy levantó un periódico y señaló un titular que cubría tres columnas:
—¿Y qué? Eso fue anteayer. ¡Hoy estoy aquí! ¡Los alemanes me han vuelto a poner en libertad!
—¿Y con qué fin? -preguntó Morris-. ¿Por qué motivo la Gestapo pone en libertad a un hombre al que acaba de detener?
—Se demostró mi inocencia.
—Aja -murmuró Lovejoy.
—Ajá -murmuró Morris.
Los dos caballeros intercambiaron una mirada muy significativa. Y entonces dijo Morris, con aquella superioridad clásica:
—Somos del Secret Service, señor Lieven. Hemos recibido nuestra información de Colonia. No puede usted engañarnos.
«Ahora sé a quién me recuerdan esos dos -se dijo, de pronto, Thomas-. ¡Al pálido comandante Loos! La misma comedia. Los mismos aires.» Y dijo, llevado por la ira:
—Tanto mejor si ustedes son del Secret Service, caballeros. En este caso, sin duda les interesará saber que la Gestapo me ha puesto en libertad con la condición de que trabaje para el Abwehr alemán.
—Señor Lieven, ¿por tan ingenuos nos toma usted?
Thomas empezó a impacientarse.
—Digo la verdad pura. El Abwehr alemán me ha hecho víctima de un chantaje. No me siento ligado a mi promesa. ¡Quiero vivir en paz aquí!
—¿Y cree usted que después de esta confesión le podemos permitir residir en este país? Ha sido usted expulsado oficialmente, como son expulsados todos los extranjeros en este país cuando entran en conflicto con las leyes.
—¡Pero si yo soy completamente inocente! ¡Mi socio me ha engañado! ¡Déjenme, al menos, hablar con él! ¡Y entonces verán ustedes que digo la verdad!
Morris y Lovejoy volvieron a mirarse con expresión significativa.
—¿A qué vienen esas miradas, caballeros?
Lovejoy dijo:
—No puede usted hablar con su socio, señor Lieven.
—¿Y por qué no?
—Porque su socio de usted se ha ausentado durante seis semanas de Londres -dijo Morris.
—¿Londres? -Thomas palideció-. ¿Ausentado?
—Sí. Dicen que ha emprendido viaje a Escocia. Nadie sabe exactamente a dónde.
—Maldita sea, ¿y qué puedo hacer yo ahora?
—Regrese usted a su patria.
—¿Para que me encierren? ¡Si me pusieron en libertad para que pueda hacer espionaje en Inglaterra!
Los dos caballeros volvieron a mirarse. Y Thomas presintió que le iban a proponer algo. Y así fue.
Morris habló de un modo frío y objetivo:
—Por lo que yo puedo ver, solamente existe una salida para usted, señor Lieven: ¡trabaje para nosotros!
«Santo Cielo, cuando les explique todo en el club -se dijo Thomas Lieven-. Nadie me va a creer.»
—Ayúdenos usted contra los alemanes, y nosotros le permitiremos residir en el país y le ayudaremos contra Marlock. Nosotros le protegeremos.
—¿Quién me protegerá?
—El Secret Service.
Thomas sufrió un ataque de risa. Luego se puso muy serio, se ajustó el nudo de la corbata, tiró de su chaleco y echó la cabeza hacia atrás.
Había pasado el momento de la depresión y el desconcierto. Sabía ahora que aquella comedia que él había considerado como un absurdo tan grande tal vez no lo fuera. Ahora había que luchar. Le gustaba luchar. Un hombre no puede permitir que destrocen su vida.
Thomas Lieven dijo:
—Rechazo su oferta, caballeros. Me voy a París. Y con la ayuda del mejor abogado de Francia emprenderé un proceso contra mi socio... y contra el Gobierno británico.
—Yo no haría una cosa así, señor Lieven.
—Pues sí lo haré.
—Lo lamentará usted.
—Eso ya lo veremos. ¡Me niego a creer que el mundo se ha convertido en una casa de locos!
Un año más tarde no se negaba a creerlo ya.
Y dieciocho años más tarde, cuando aquella noche, en el hotel de lujo de Cannes, recordaba su vida, estaba plenamente convencido de que el mundo es una casa de locos.
El mundo entero, una casa de locos...; ésta se le antojaba la única verdad profunda que privaba en este siglo de la demencia colectiva.