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Júpiter organizó una gran fiesta durante la que sirvieron mucho de beber. Un alumno de ojos ardientes y largas pestañas que se había puesto el nombre de Hânschen Nolle, tenía una piel como leche y sangre, bebió en demasía. A la mañana siguiente lo expulsaron del curso. Y con él abandonaron también el campamento un inglés y un austriaco. Durante la noche se descubrió que no eran dignos de ser agentes secretos...
A la cuarta semana llevaron a los alumnos a un bosque misterioso. Y allí permanecieron alumnos y maestros durante ocho días.
Dormían sobre el duro suelo, estaban expuestos a las inclemencias del tiempo y aprendieron, puesto que se les terminaron las previstas provisiones ya a los tres días, a alimentarse de bayas, cortezas, hojas y pequeños animales. Thomas Lieven no tuvo necesidad de aprenderlo, puesto que había contado con esta posibilidad y en la escuela se había provisto en secreto de las necesarias conservas. Al cuarto día saboreaba todavía pate de foi gras belga. Cuando los alumnos empezaban ya a pegarse por el cuarto de un ratón de bosque, conservaba Thomas una tranquilidad estoica, lo que impulsó a decir a Júpiter:
—Tomen ejemplo, del señor Meier, caballeros. Me limito a decir: Voilà, un homme.
A la sexta semana condujo Júpiter a sus alumnos a un profundo precipicio. Se detuvieron al borde del abismo mirando horrorizados hacia la terrible profundidad que parecía cubierta con una especie de gasa.
—¡Salten!-gritó Júpiter.
Todos los alumnos, excepto Thomas, retrocedieron unos pasos.
Apartando a un lado a sus compañeros, emprendió carrera, gritó ¡hurra! y sé lanzó al abismo. Instintivamente se dijo que el Estado francés no gastaría tanto dinero en su educación física e intelectual para arrojarle luego al suicidio. En efecto, bajo la gasa había una red que le recogió muy blandamente. Júpiter estaba fuera de sí de alegría:
—¡Usted es mi mejor hombre, Meier! ¡De usted hablará el mundo entero!
Y en esto estaba en lo cierto.
El final del cursillo lo constituyó el «gran interrogatorio». A medianoche fueron sacados los alumnos brutalmente de sus lechos ante un tribunal del Abwehr alemán. Éste estaba compuesto por los maestros del cursillo bajo la presidencia de Júpiter. Los instructores, conocidos todos ellos por los alumnos, se hallaban sentados detrás de una larga mesa y lucían uniformes alemanes. Júpiter hacía las veces de coronel. Los disfrazados maestros gritaban a los alumnos, les hacían mirar a unos reflectores que los cegaban y les negaban durante la noche comida y bebida, lo que no tenía nada de horrible puesto que todos ellos habían cenado en abundancia.
Júpiter se mostró muy severo con Thomas. Le dio un par de bofetones, le mandó ponerse de cara a la pared y apoyó el frío cañón de una pistola en la nuca.
—¡Confiese usted! -le gritó-. ¡Usted es un espía alemán!
—No tengo nada que decir -respondió Thomas, con un aire heroico.
Le colocaron unos tornilletes en los pulgares, pero tan pronto Thomas percibió el primer dolor, gritó:
—¡Ay!
Al instante le quitaron los tornilletes. Hacia las seis de la mañana lo condenaron a muerte por espionaje.
Júpiter le invitó una vez más a revelar secretos militares y en este caso le perdonarían la condena.
Thomas escupió a los pies del presidente y gritó:
—¡Antes la muerte!
Cediendo a su deseo lo sacaron a un patio, le obligaron a colocarse frente a un sucio muro y lo fusilaron sin honores militares, pero con balas de fogueo.
Luego se fueron a desayunar todos juntos.
Thomas Lieven, no creemos necesario insistir en ello, aprobó el cursillo con matrícula. Júpiter tenía lágrimas en los ojos cuando le alargó el consiguiente decreto y un pasaporte francés falso a nombre de «Jean Leblanc».
—¡Mucha suerte, camarada! ¡Estoy muy orgulloso de usted!
—Dígame, Júpiter, ¿no teme usted que pueda caer en manos de los alemanes y revelarles todo lo que he aprendido aquí?
Júpiter contestó sonriente:
—Poco podría descubrirles usted, amigo. Los métodos de instrucción de los servicios secretos son iguales en todo mundo. Todos están al mismo nivel y se sirven de los mismos conocimientos y medios, psicológicos y técnicos.
El 16 de julio de 1939 regresó Thomas Lieven a París y fue recibido por una Mimí que se comportó como si de hecho le hubiese sido fiel durante seis semanas.
El 1 de agosto le fue cedido a Thomas Lieven, por mediación del coronel Siméon, un confortable apartamento en el Bosque de Bolonia. Desde allí tenía solamente quince minutos en coche hasta su Banco en los Campos Elíseos.
El 20 de agosto solicitó Thomas Lieven del coronel la suficiente comprensión para que después de tantos esfuerzos y a pesar de lo tensa que estaba la situación internacional, pudiera trasladarse con Mimí a Chantilly, centro de deportes ecuestres.
El 30 de agosto anunciaba Polonia la movilización general.
A la mañana del día siguiente emprendieron Thomas y Mimí una excursión hasta los lagos de Commelle y el castillo de la reina Blanca.
Cuando al atardecer regresaron a la ciudad vieron cómo el sol se ponía más rojo por el Oeste. Cogidos de la mano y sumidos en sus pensamientos se dirigieron al Hôtel du Parc, en la avenida del mariscal Joffre.
Cuando entraban en el vestíbulo, el conserje le hizo una señal con la mano:
—Aviso de conferencia desde Belfort, monsieur Lieven.
Poco después oía Thomas la voz del coronel Siméon:
—Lieven, ¡por fin ha llegado usted! -El coronel habló en alemán y explicó al instante por qué-. No quiero que nadie en su hotel me entienda. Oiga usted, Lieven, esto va a empezar.
—¿La guerra? -Sí.
—¿Cuándo?
—Dentro de las próximas cuarenta y ocho horas. Mañana por la mañana trasládese en el primer tren a Belicat. Preséntese en el Hôtel du Tonneau d'Or. El conserje está al corriente. Se trata de...
En aquel momento interrumpieron la conferencia.
Thomas golpeó en la horquilla.
—Oiga, oiga...
Le respondió una voz de mujer:
—Monsieur Lieven, han sido cortados ustedes. Ha hablado usted en una lengua extranjera.
—¿Y está prohibido esto?
—Sí, desde esta tarde a las seis. Las conferencias telefónicas deben hacerse únicamente en el idioma francés.
Cuando Thomas salió de la cabina le dirigió el conserje una extraña mirada a la que Thomas no prestó la menor atención. Pero sí la recordó de nuevo cuando a las cinco de la mañana llamaron a la puerta de la habitación en su hotel...
Mimí dormía enrollada como una pequeña gata. No tuvo el valor de decirle antes de acostarse lo que él ya sabía.
Amanecía, y los pájaros cantaban en las copas de los árboles.
Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con violencia casi. «Ésos no pueden ser ya los alemanes», se dijo Thomas, y decidió no responder.
Oyó entonces una voz:
—Monsieur Lieven, abra usted. Si no abre derribaremos la puerta.
—¿Quién es?
—La policía.
Thomas suspiró y saltó de la cama. Mimí despertó con un ligero grito:
—¿ Qué ocurre, chérie?
—Supongo que vienen a detenerme -dijo el hombre.
Su sospecha resultó acertada. Ante la puerta vio a un oficial de la gendarmería y a dos agentes de paisano.
—Vístase y acompáñenos.
—¿Por qué?
—Es usted un espía alemán.
—¿Y qué les hace suponer una cosa así?
—Celebró usted ayer una conferencia telefónica sospechosa. El servicio de escucha nos ha informado. El conserje le observó a usted. No intente negarlo.
Thomas se volvió hacia el oficial de la gendarmería y le dijo:
—Mande salir a sus hombres, he de contarle algo.
Los policías salieron.
Thomas le presentó la documentación y el pasaporte que le había entregado Júpiter.
—Trabajo para el servicio secreto francés -añadió.
—¿No se le ocurre nada mejor? ¡Y además con unos papeles tan deficientemente falsificados! Vamos, ¡vístase ya!