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Mesdames, messieus, faltes vos jeux!

El croupier arrojó la pequeña bolita blanca con un movimiento de suma elegancia. Y la bolita empezó a describir círculos.

Como hipnotizada, seguía la dama, en traje de noche rojo, las vueltas que daba la bolita. Estaba sentada al lado mismo del croupier. Sus manos temblaban, mientras acariciaba dos pequeñas pilas de fichas. Estaba muy pálida y era muy bonita; tal vez tuviera treinta años de edad. Llevaba el cabello, negro, partido por el centro. La dama poseía unos labios muy sensuales y unos ojos negros brillantes. Tenía aspecto aristocrático. Y parecía dominada por completo, por la ruleta.

Thomas Lieven la observaba hacía ya una hora. Se sentaba en el bar de la iluminada sala de juego y tomaba whisky. La luz de los candelabros caía sobre los valiosos lienzos en las paredes, sobre los grandes espejos con marcos blanco-oro, las gruesas alfombras, los criados de librea, los caballeros de smoking, los desnudos hombros de las mujeres, la bolita blanca...

¡Clic!

—¡Cero! -dijo el croupier junto a la dama de rojo.

Había perdido. Perdía desde hacía una hora. Thomas no la perdía de vista. La dama no solamente perdía una fortuna, sino, lentamente también, el dominio sobre sí misma. Con dedos inseguros se encendió un cigarrillo. Sus pestañas temblaban. Abrió el dorado bolso de noche. Sacó unos billetes. Los arrojó al croupier. Éste se los cambió por fichas. La dama de rojo volvió a apostar.

Jugaban a la ruleta en muchas mesas y también al chemin- de-fer. Había muchas damas bonitas en la sala. Pero Thomas Lieven solamente veía a aquélla: la dama de rojo. Aquellos buenos modales y su pasión por el juego despertaban su interés.

Veintisiete, rouge, impar et passe -dijo el croupier.

De nuevo la dama de rojo había perdido. Thomas vio que el camarero, en la barra, movía la cabeza.

También el camarero de la barra tenía fija la mirada en la mujer:

—¡Vaya mala suerte!-dijo, compasivo.

—¿Quién es?

—Está loca por el juego. ¡No puede imaginarse lo que ha perdido ya!

—¿Cómo se llama?

—Estrella Rodrigues.

—¿Casada?

—Viuda. El marido era abogado. Nosotros la llamamos la consulesa.

—¿Por qué?

—Porque lo es. Es la cónsul de una de esas repúblicas de plátanos. -¡Ah!

—Cinco, rouge, impair et manque!

De nuevo la consulesa había perdido. Sólo tenía ya siete fichas delante de ella.

De pronto oyó Thomas Lieven que pronunciaban su nombre en voz baja, a su espalda:

—¿Monsieur Leblanc?

Se volvió lentamente. Vio entonces a un hombrecillo muy obeso. El hombrecillo tenía una cara muy roja, transpiraba y estaba muy excitado. Habló en francés:

—Usted es monsieur Leblanc, ¿verdad?

—Sí.

—Sígame al lavabo.

—¿Por qué?

—Tengo algo que decirle...

«Maldita sea..., uno de esos agentes secretos ha olido el engaño. Pero, ¿quién de ellos? ¿Lovejoy o Loos?»

Thomas denegó con un movimiento de cabeza.

—Dígame aquí lo que tenga que decirme.

El hombrecillo susurró entonces a oídos de Thomas:

—El comandante Débras se enfrenta con dificultades en Madrid. Le han retirado su pasaporte. No puede abandonar el país. Le ruega le envíe, lo antes posible, un pasaporte falso.

—¿Qué pasaporte?

—En París tenía usted muchos.

—¡Los regalé todos!

Pero el hombrecillo no pareció entenderle y añadió, presuroso:

—Acabo de meter un sobre en su bolsillo, en el sobre encontrará las fotos de Débras y mi dirección en Lisboa. Lleve el pasaporte a la dirección indicada.

—¡Primero tengo que conseguir un pasaporte!

El hombrecillo miró nervioso en torno a él.

—He de salir de aquí..., haga lo que pueda..., llámeme usted -y se alejó con paso muy rápido.

—Oiga usted... -le llamó Thomas, pero el hombrecillo había desaparecido ya.

«Dios santo, complicaciones y más complicaciones.

»¿Y qué hacer ahora? Un tipo tan simpático ese Débras. Por causa de mi filosofía he de engañarle, pero dejarle en la estacada... ¡Eso ni pensarlo! ¿Cómo ayudar a Débras a salir de España? ¿Dónde obtener con la rapidez deseada el pasaporte que tanta falta le hace?»

La mirada de Thomas Lieven se volvió hacia la dama de rojo. En aquellos momentos se ponía en pie, muy pálida. Al parecer lo había perdido todo.

Y entonces Thomas tuvo la idea...

Diez minutos más tarde se sentaba con la cónsul en la mesa más hermosa del distinguido salón restaurante del casino.

Una orquestina, compuesta por mujeres, interpretaba piezas de Verdi. Tres camareros rodeaban la mesa en que se sentaba Thomas Lieven. Servían el plato principal: hígado al estilo portugués.

—La salsa de pimienta es excelente -acabó Thomas-. Realmente exquisita. ¿No le parece a usted, madame?

—Sabe muy bien.

—Esto se debe al yogo, madame, al jugo de tomates... ¿Ocurre algo?

—¿Porqué?

—Me acaba usted de mirar de un modo tan... tan... severo.

Con mucha dignidad, repuso la cónsul:

—Monsieur, no quiero que se deje llevar usted por falsas interpretaciones. No corresponde a mi modo de ser dejar que me inviten a cenar desconocidos.

—Madame, huelga toda explicación. Un caballero siempre sabe cuándo tiene enfrente de él a una dama. No olvidemos que fui yo quien la invitó; sí, incluso casi le impuse tomar juntos algo de comer.

La cónsul suspiró y de pronto dejó de mirarle con severidad. Sí, incluso su mirada tenía algo de sentimental. «¿Cuánto tiempo hará que ha muerto el esposo?», se preguntaba Thomas, mientras decía en voz alta:

—En los momentos de gran tensión nerviosa y dolor anímico debería tomar siempre algo rico en calorías. Hum... ¿Ha perdido usted mucho?

—Mucho, muchísimo.

—No debería usted jugar, madame. ¿Unas aceitunas? Una mujer como usted ha de perder. Es justo.

—Ay... -El bonito escote de la cónsul revelaba su nerviosismo interno-. ¿Y usted no juega nunca, monsieur Leblanc?

—A la ruleta, no.

—¡Dichoso de usted!

—Soy banquero. Un juego cuyo desarrollo no pueda yo influenciar con mi inteligencia, me aburre.

La morena Estrella dijo, de pronto, con suma severidad y de un modo casi violento:

—¡Odio la ruleta! ¡La odio y me odio a mí misma cuando juego!

Thomas Lieven empezaba a excitarse. Aquella mujer, suave como un cordero y que de pronto se ponía furiosa como una tigresa... «Dios mío, vaya escenas que me esperan... Pero hermosas...»

—¡Hay dos cosas que odio en este mundo, monsieur!

—¿Y éstas son...?

—La ruleta y a los alemanes -dijo Estrella, entre dientes. -¡Ah!

—Usted es francés, monsieur, y sé que por lo menos, en cuanto al segundo punto, me dará la razón...

—Desde luego, madame, desde luego. ¿Y por qué motivo odia usted a los alemanes?

—Mi primer marido era alemán. -Comprendo.

—¡Y director de una sala de juego! ¡No es necesario que añada nada más!

«Hemos de cambiar de cauces», se dijo Thomas Lieven. Y por este motivo, dijo:

—Sí, desde luego. Pero hay algo que me divertiría lo indecible...

—¿Y eso es...?

—Financiar su juego durante toda una noche. -¡Caballero!

—Si gana usted, nos partimos las ganancias. -No puede ser..., del todo imposible..., no le conozco, a usted... -empezó la cónsul.

Cambió de conversación. Pero diez minutos más tarde: -Está bien...; pero sólo con una condición, nos repartiremos el dinero, si realmente gano.

MENÚ
Toast de sardinas * Hígado a la portuguesa
Melón en champaña

3 de septiembre de 1940

Después de esta comida se sintió débil, la bella cónsul

Toast de sardinas

Varias grandes sardinas en aceite, sin piel ni espinas, se asan por corto tiempo en el mismo aceite en que estaban conservadas. Después se colocan sobre pan tostado caliente, recién preparado, se rodean de rodajas de limón y se sirven. Ya en la mesa, se gotean con zumo de limón y se echa por encima, además, un poco de pimienta. De este entremés se sirven, por persona, como máximo dos rebanadas de pan tostado, pues el objeto de estos toast de sardinas consiste en abrir el apetito, no en matarlo.

Hígado a la portuguesa

Se reboza en harina un número de rodajas de hígado de ternera adecuado al número de comensales. Téngase en cuenta: el hígado se sala siempre sólo después de asado. Se cortan dos cebollas en pequeños pedazos. Se limpian dos pimientos de su tallo y semillas y la piel blanca, y se cortan después en tiras cortas y estrechas. Se tritura después una libra de tomates sin piel y se exprime el zumo. A continuación se calientan las cebollas en media taza de aceite hasta adquirir un tono amarillo claro; se añaden las tiras de pimiento y a continuación los tomates triturados. Una vez blando el pimiento, se añade el zumo de tomate exprimido y se deja hervir todavía cinco minutos. Después se pasa la masa a través de un tamiz, se añade algo de nata y se calienta una vez más todo el conjunto. Se sazona con sal y pimienta fuerte. Esta salsa se vierte sobre el hígado asado en el último minuto y se adorna en todo su alrededor con delgadas rodajas de aceitunas sin hueso.

Se sirve con arroz seco.

Melón en champaña

Se descabeza un bonito melón de Cantaloup, que esté bien maduro, y se utiliza la parte separad! como tapa; se quita después el interior del melón, dejando solamente un resto de un centímetro. Se limpia de semillas la parte del melón extraída, se corta en cuadraditos de mediano tamaño y se echan de nuevo en el interior del melón. Por encima de este relleno se vierte champaña seco, hasta que los cubitos queden bien cubiertos, pero sin que naden en él. A continuación se coloca de nuevo la tapa, se pone a enfriar el melón y se sirve helado.

Se puede variar de muchas maneras este postre, añadiendo cerezas empapadas en licor u otras frutas. El gourmet prefiere la receta antes mencionada, pues en ella es donde se pone de manifiesto el natural aroma del melón.

—Trato hecho.

Los ojos de Estrella empezaron a relucir, su respiración era inquieta, sus mejillas se sonrojaron.

—¿Por qué no nos sirven los postres? Ay, estoy tan excitada. Tengo el presentimiento de que voy a ganar...

Una hora más tarde, aquella mujer de tanto temperamento, que odiaba la ruleta y los alemanes, había perdido veinte mil escudos, es decir, casi tres mil marcos. Como una María Magdalena se acercó a Thomas, que estaba sentado en el bar:

—Oh, Dios, estoy tan avergonzada...

—Pero, ¿qué ha sucedido?

—¿Cómo quiere que le devuelva ahora el dinero? En estos momentos... apenas dispongo de él...

—Considérelo como un regalo.

—¡Imposible! -De nuevo se parecía al ángel de la venganza, esculpido en mármol-. ¿Por quién me toma usted? ¡Temo que está usted en un profundo error, caballero!

No sólo de caviar vive el hombre
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