22
El teléfono hacía ya rato que repiqueteaba sin cesar... En babuchas y batín salió Thomas Lieven del dormitorio de Estrella. El chófer del taxi y numerosos transeúntes se habían extrañado tanto del atuendo de Thomas como la doncella de la cónsul, pero esto le importaba muy poco en aquellos momentos a Thomas Lieven, que durante toda su vida se había vestido con suma elegancia. ¡Ahora todo le importaba un comino! ¡Su vida estaba en juego!
Cogió el auricular y preguntó:
—¿Quiénes?
Sonrió aliviado al reconocer la voz. Era la voz de un amigo, el único amigo que tenía.
—Leblanc, soy Lindner...
—Gracias a Dios, Lindner, precisamente iba a llamarle a usted. ¿Dónde está?
—En el hotel. Escuche, Leblanc, hace ya horas que estoy intentando dar con usted.
—Sí, sí, le creo. He tenido una experiencia muy desagradable..., varias experiencias desagradables... Lindner, tiene que ayudarme usted... He de mantenerme oculto hasta que parta nuestro barco...
—¡Leblanc!
—... no debe verme nadie, yo...
—¡Leblanc! Leblanc, déjeme hablar ya de una vez...
—Dígame...
—Nuestro barco no sale...
Thomas se dejó caer en un sofá.
Detrás de él apareció la cónsul, que se llevó, asustada, el pequeño puño ante la boca.
—¿Qué me dice usted? -gimió Thomas.
—¡Que nuestro barco no sale!
El sudor comenzó a perlar la frente de Thomas.
—¿Qué ha sucedido?
La voz del banquero vienés sonaba histérica:
—Hace ya tres días me dominaba un mal presentimiento. La compañía naviera me daba largas... Yo no le había dicho nada a usted para no inquietarle..., pero hoy he obtenido la certeza... Nuestro barco ha sido hundido por los alemanes...
Thomas cerró los ojos.
—¿Qué es..., qué sucede? -preguntó Estrella, alarmada.
Thomas gimió una vez más al micrófono:
—¿Y otro... barco?
—¡Imposible! Tienen todo el pasaje vendido con muchos meses de antelación. No debemos llamarnos a engaño, estamos clavados en Lisboa... Oiga..., Leblanc, ¿me ha oído usted?
—Cada una de sus palabras -dijo Thomas Lieven-. Lindner, me pondré en contacto con usted. Mucha suerte..., si no es demasiado pedir en estas circunstancias...
Colgó el auricular y hundió el rostro entre sus manos. De pronto percibió de nuevo el olor a cloroformo. Se sentía mareado. Terriblemente cansado.
—Y ahora, ¿qué?
Había caído en la trampa. Ahora no podía confiar ya en escapar de todos ellos: los alemanes, los franceses, los ingleses... A todos los había engañado.
—¡Jean..., Jean! -La voz de la hermosa cónsul llegó hasta él.
Levantó la mirada. La mujer estaba de rodillas ante él y temblaba de pies a cabeza.
—¡Habla..., di algo! ¡Cuéntale a tu pobre Estrella todo lo que ha sucedido!
El hombre la miró en silencio. Luego se iluminó su rostro y dijo muy amable:
—Dale permiso a tu doncella para salir...
—¿La doncella...?
—Quiero estar a solas contigo.
—¿Y la comida?
—Yo mismo cocinaré -dijo Thomas Lieven, y se puso en pie como un boxeador que ha sido tocado pero no puesto fuera de combate y está dispuesto a reanudarlo-: He de meditarlo todo muy a fondo ahora. Y cocinando es cuando se me ocurren las ideas más brillantes.
Preparó un lecso húngaro. Sumido en sus pensamientos, cortó en anillos media libra de cebollas.
Estrella no le perdía de vista. Estaba tan nerviosa que continuamente le daba vueltas a su pulsera, una vistosa joya de oro montada con brillantes muy limpios.
Estrella movió incrédula la cabeza:
—Esta calma tuya... No comprendo que seas capaz de cocinar en estos momentos...
Thomas sonrió. Su mirada cayó en la ancha pulsera y en los brillantes, que relucían hermosos en blanco, azul, verde, amarillo y rojo.
—¿Por qué no hablas, Jean?
—Porque estoy reflexionando, corazón.
—Jean, ¿no piensas confiar en mí? ¿No quieres decirme toda la verdad? ¿Por qué te sientes tan amenazado desde todos los lados? ¿Por qué le tienes miedo también a los ingleses?
Thomas empezó a pelar los tomates.
—La verdad, mi amor, es tan terrible que ni siquiera te la puedo confiar a ti.
—¡Oh! -Rápidamente hacía girar su pulsera, que cada vez parecía brillar y relucir más y más-. Pero si yo quiero ayudarte, quiero protegerte... Confía en mí, Jean. Estoy dispuesta a hacerlo todo por ti.
—¿Todo? ¿Dices la verdad?
—Todo, verdad, mi vida.
El hombre dejó caer el tomate que tenía en las manos. Su rostro adquirió la expresión de un gran cariño y una gran confianza.
—Está bien -dijo Thomas Lieven, muy amable-, después del almuerzo reposaremos durante una horita y luego tú me denunciarás.
¿Puede extrañar a alguien que estas palabras tuvieran consecuencias imprevistas? Estrella, la hermosa, calló. Miraba a Thomas con los ojos muy abiertos.
—¿Qué has dicho? -murmuró cuando recuperó el habla-. ¿Qué he de hacer yo...? ¿Denunciarte...? ¿Dónde..., a quién?
—A la policía, tesoro.
—Pero, ¿por qué..., por amor del cielo?
—Porque te he robado, amor -respondió Thomas Lieven-. ¿Dónde está el salchichón de ajo?