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Eran ya casi las seis de la tarde cuando la hermosa, aun cuando no demasiado inteligente, cónsul Estrella Rodrigues, que tanto odiaba a los alemanes, agotada y excitada al mismo tiempo, regresaba a la rua do Marques da Fronteira. Para ello había utilizado un taxi.
«Le han encerrado. En la cárcel estará en seguridad ante sus perseguidores. Pero, ¿por qué motivo le persiguen? No me lo ha dicho; me ha besado y me ha dicho que tuviera toda la confianza en él.
»Ay, ¿qué puedo hacer ya? ¡Le amo tanto! Es un valiente francés. ¡Dios sabe qué misión tan peligrosa le han confiado en esta ciudad! Sí, quiero confiar en él y hacer todo lo que me ha dicho: guardaré la pulsera de oro en el escondrijo en la bodega, cada día iré al puerto para tratar de obtenerle un pasaje, y no hablaré con nadie de él. Cuando logre conseguir un pasaje para América, del Sur, iré a ver al juez de instrucción, le presentaré la pulsera, le diré que la he encontrado y retiraré la denuncia... Ay, qué terribles serán esos días y estas noches sin Jean, mi dulce amante.»
La cónsul pagó al chófer. Mientras se dirigía a la entrada de su finca salió de detrás de una palmera un hombre pálido, de expresión amargada, que llevaba un traje muy raído. Ese hombre se quitó su viejo sombrero ante Estrella y le habló en un portugués muy deficiente:
—Señora Rodrigues, solicito una urgente entrevista con usted.
—No, no -respondió la atractiva cónsul, retrocediendo un paso.
—Sí, sí -insistió el hombre, y, bajando el tono de su voz, añadió-: Se trata de Jean Leblanc.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Walter Lewis y acabo de llegar de Londres -dijo el desconocido.
Era verdad que acababa de llegar de Londres. Su avión había aterrizado hacia una hora. Pero no era cierto que se llamara Walter Lewis. Se llamaba Peter Lovejoy, el mismo Lovejoy que había sido enviado por su jefe M 15 para poner fin, de una vez para siempre, a las andanzas de aquel miserable Thomas Lieven...
—¿Qué quiere usted de mí, señor Lewis?
—¿Sabe dónde está el señor Leblanc?
—¿Y eso qué le importa a usted?
El hombre que se hacía llamar Lewis intentó fascinar a Estrella con unos ojos enturbiados por una mala paga y mala alimentación y que tenían reflejos melancólicos.
—Me ha engañado, ha engañado a mi país. Es un miserable...
—¡Cállese usted!
—... Un individuo sin sentido del honor, sin moral, sin carácter...
—¡Lárguese de aquí o pido auxilio!
—¿Cómo puede usted ayudar a un alemán? ¿Quiere usted acaso que Hitler gane la guerra?
—Hit... -La palabra se quedó atragantada en el dulce cuello de cisne de aquella mujer tan aficionada a la ruleta y en la que tenía tan poca suerte-. ¡Miente usted!
—¡No miento! ¡Ese miserable fascista se llama Thomas Lieven!
Mientras se sentía a punto de perder el conocimiento, Estrella se dijo: «¿Jean, un alemán? Imposible. Después de todas las experiencias que he pasado con él... ¡No! Sus encantos, sus atenciones, su amabilidad... No, "es" francés.»
—¡Imposible! -gimió Estrella.
—Le ha engañado a usted, señora, lo mismo que me ha engañado a mí, nos ha engañado a todos. ¡Su Jean Leblanc es un agente alemán!
—¡Horrible!
—¡Hemos de aplastar a ese reptil, señora!
La cónsul echó la bonita cabeza hacia atrás.
—Sígame a la casa, señor Lewis. ¡Presénteme sus pruebas! Quiero ver hechos, hechos concretos y desnudos. Si me los proporciona usted, entonces...
—¿Entonces, señora, entonces...?
—¡Entonces me vengaré! ¡Nunca consentiré que un alemán se burle de Estrella Rodrigues, nunca, nunca...!