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«Manha»..., ésta era la palabra que durante las semanas de su encarcelamiento Thomas Lieven había de oír con la mayor frecuencia.

«Manha», mañana..., le prometían sus carceleros; mañana, le prometía el juez de instrucción; mañana se consolaban los presos que esperan que de un día al otro tomaran una decisión respecto a ellos.

Pero nada sucedía. ¡Mas tal vez mañana ocurra algo! Los carceleros, el juez de instrucción y los presos se encogían de hombros, esbozaban sonrisas muy significativas y se atenían a un dicho que podría figurar sobre todo el Código penal en los países meridionales:

«Eh, eh, ate a manha», que traducido libremente viene a decir: «Mañana es mañana, y mañana..., ay, Dios, hasta entonces pueden ocurrir muchas cosas, de modo que esperemos una sorpresa.»

Después de su detención fue Thomas Lieven a parar a una celda de la policía criminalista en el «Torel», una de las siete colinas sobre las que se levanta la ciudad de Lisboa. El Torel estaba atestado de gente.

Por este motivo, a los pocos días destinaban a Thomas Lieven al Aljube, un palacio de cinco plantas de la Edad Media, situado en la parte más antigua de la ciudad. Sobre el portal se veía el escudo del arzobispo Dom Miguel de Castro, quien, como saben todas las personas cultas, vivió de 1568 a 1625 en nuestro valle de lágrimas y mandó construir el feo edificio como residencia forzada para todos los clérigos que se hacen culpables de algún delito.

Thomas Lieven se dijo que, sin duda alguna, entre los clérigos del siglo XVI debió haber muchos culpables, puesto que se trataba de una edificación gigantesca.

Aquí encerraba ahora la policía a sus detenidos, entre ellos a muchos extranjeros indeseables. Pero había por lo menos la misma cantidad de caballeros que estaban allí por haber violado las leyes civiles del país. Los presos estaban encerrados en celdas colectivas, celdas individuales y en las llamadas «celdas para presos distinguidos».

Estas últimas celdas se encontraban en la planta superior y eran las que estaban instaladas con mayor confort. Todas las ventanas daban al patio. Contigua al edificio había una fábrica de maletas y bolsos, propiedad de un tal Teodoro dos Repos, una fábrica de la que emanaban unos malos olores que hacían padecer mucho a los presos de las plantas inferiores, sobre todo durante los días de calor.

¡Cuánto mejor se vivía en las plantas superiores! Pagaban su estancia por semanas..., como en cualquier otro hotel. El «alquiler» se calculaba según la fianza que exigía el juez de instrucción. Pero lo mismo que en un buen hotel, los presos eran atendidos muy decentemente. Los carceleros trataban de corresponder a cada uno de sus deseos. Tenían cigarrillos y periódicos y se hacían traer la comida de los cercanos restaurantes.

Thomas, un hombre siempre previsor, había depositado una importante cantidad en efectivo en la administración de la cárcel y había adoptado la siguiente costumbre: Cada mañana mandaba llamar a Francesco, el obeso cocinero, y discutía con él el menú del día. Luego Francesco mandaba a hacer las compras a un ayudante suyo. El cocinero estaba encantado del «senhor Jean»: el caballero de la celda 619 le enseñaba a cada día que pasaba nuevas y mejores recetas culinarias.

Thomas Lieven se sentía muy a gusto. La estancia en, la cárcel la consideraba él como unas cortas vacaciones muy merecidas antes de embarcar para América del Sur.

El hecho de no tener la menor noticia de Estrella no le intranquilizaba en modo alguno. Sin duda alguna, la dulce Estrella correría de un lado al otro para buscarle un pasaje...

A la semana de su detención recibió Thomas Lieven un compañero de celda. La mañana del 21 de septiembre de 1940, el amable guardián Juliao, que había sido obsequiado generosamente por Thomas, le presentó a su nuevo compañero.

Thomas se incorporó en su camastro. ¡Nunca en su vida había visto a un hombre más feo!

El recién llegado se parecía al campanero de Notre Dame. Era pequeño. Era jorobado. Cojeaba. Era calvo. Tenía un rostro muy pálido, pero unas mandíbulas muy duras y mostraba un tic nervioso en la boca.

Bom dia -dijo el jorobado, y sonrió.

Bom dia -contestó Thomas con voz ahogada.

—Me llamo Alcoba, Lázaro Alcoba. -Y el recién llegado le tendió una mano en formé de garra y muy peluda.

Thomas estrechó la mano con horror y repulsión. No tenía la menor sospecha aún de que en Lázaro Alcoba hallaría a un gran amigo..., un amigo que le sería valioso como el oro.

Mientras el recién llegado se instalaba en el segundo camastro, habló Lázaro con voz ronca y oxidada:

—Esos cerdos me han detenido por contrabando..., pero esta vez no pueden probarme nada. Un día u otro tendrán que sacarme de aquí: no tengo ninguna prisa... Eh, eh, ate a manha -y volvió a sonreír.

—También yo soy del todo inocente -empezó Thomas, pero Lázaro le interrumpió con un amable ademán de la mano:

—Sí, sí. Cuentan que has robado una pulsera de brillantes. Pura difamación, ¿verdad? Sí, sí, sí..., la gente es muy mala.

—¿Cómo sabe usted...?

—¡Lo sé todo con respecto a ti, pequeño! Puedes tutearme. -Y el jorobado empezó a rascarse la barba-. Tú eres francés. Eres banquero. Y la hermosa que te ha metido en ese lío es la cónsul Estrella Rodrigues. Te gusta cocinar...

—¿Cómo sabes todo esto?

—Amigo mío, ¡he solicitado que me destinaran a tu celda!

—¿Solicitado?

Lázaro se rió de nuevo y su rostro se hizo más ancho de lo que era.

—Pues, sí... El hombre más interesante en todo el edificio.

A fin de cuentas algo queremos aprender durante nuestra estancia aquí, ¿verdad? -Se inclinó confidencialmente hacia delante y dio unos golpecitos en las rodillas de Thomas-. Voy a darte un consejo para el futuro, Jean: Cuando te encierren de nuevo preséntate al instante al jefe de la guardia. Esto es lo que suelo hacer yo siempre.

—¿Por qué?

—Pues me presento a él para llevar los partes diarios, y de este modo sé lo que ocurre aquí. Y a los pocos días tengo un conocimiento muy exacto de todos mis compañeros. Y entonces puedo elegir a los compañeros de celda que más me gusten.

Thomas empezaba a simpatizar con el jorobado. Le ofreció un cigarrillo.

—¿Y por qué motivo me has elegido precisamente a mí?

—Eres un buen muchacho, desgraciadamente un principiante aún, pero tienes buenos modales. Contigo se puede aprender algo. Eres banquero. Podrías darme unos cuantos consejos para jugar en la Bolsa. Te gusta cocinar. Puedo aprender algo estando contigo. Mira, el saber no ocupa lugar...

—Sí -dijo Thomas ensimismado-, en esto estás en lo cierto.

Y se dijo para si mismo: «Cuántas cosas he aprendido ya desde que la vida me sacó de mis cauces normales. Avanzo, por un mar de nieblas lejos de mi existencia burguesa y segura, desde que pisé por última vez mi piso en Mayfair y mi club en Londres...»

—Voy a hacerte una proposición: yo te enseño todo lo que sé y tú me enseñas todo lo que sabes -dijo Lázaro-, ¿qué te parece?

—Pues me parece muy bien -dijo Thomas, entusiasmado-. ¿Qué quieres comer para almorzar, Lázaro?

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Sopa suaba de Leberspatzle
Chuletas de cerdo rellenas a la westfaliana
Castañas con nata a la badense

21 de septiembre de 1940

Cocina casera: el mejor refuerzo contra los malos trucos

Sopa suaba de Leberspatzle

Se agitan 60 gramos de mantequilla hasta formar espuma, se mezclan con 200 gramos de hígado de ternera pelado, 3 huevos, un panecillo reblandecido desprovisto de su miga, 50 gramos de migas de panecillo, 5 gramos de mejorana, sal y pimienta. Se comprime la masa a través de un tamiz en agua hirviendo y se dejan hervir los pedazos de hígado durante diez o quince minutos, hasta que flotan en la parte superior. Se extraen con una espumadera, se dejan escurrir y se sirven en la mesa con un fuerte caldo de carne.

Chuletas de cerdo rellenas a la westfaliana

A ser posible, el mismo carnicero deberá escoger un bonito y gran pedazo de carne de cerdo, separando los huesos y costillas. Se cortan manzanas frescas en pedazos, se mezclan con pasas, ligeramente hervidas previamente, se añade un poco de corteza de limón, rallado, un poco de ron y unas cuantas migas de panecillo. Esta masa se introduce en la carne desprovista de huesos, salada y adobada con pimienta y se ata en todo el alrededor.

Las chuletas se asan primero bien doradas por todos sus lados y se acaban de asar luego en el horno. Se sirven con puré de patatas.

Castañas con nata a la badense

Se cortan varias castañas bonitas y fuertes en forma de cruz por su lado redondo, y se dejan tostar durante unos momentos en el horno para poder eliminar la dura piel. Se introducen después en agua hirviendo, hasta qué pueda separarse fácilmente la piel interior.

A continuación se hierven las castañas en leche azucarada, a la que se ha añadido un poco de vainilla, hasta que están blandas, pero no con exceso. Se pasan luego por la máquina de picar carne, si es posible, directamente sobre la fuente, en la que han de servirse para que conserven su esponjosidad.

Se rodea la pasta de castañas con nata, se adorna con cerezas en conserva, ligeramente aromatizadas con coñac.

—Pues tengo un deseo, pero no sé si lo conoces..., y lo más probable es que ese cerdo de cocinero no lo sepa.

—Vamos, dime ya de qué se trata.

—Mira, yo he trabajado en casi todos los países europeos. Soy un hombre muy mimado por la vida. Prefiero la cocina francesa. ¡No es que tenga nada que objetar contra la cocina alemana! En cierta ocasión les vacié los bolsillos a unos caballeros en Münster, pero antes me tomé unas chuletas de puerco rellenas, unas chuletas de puerco con las que sueño aún hoy día. -Entornó los ojos y se pasó la lengua por los labios.

—Si sólo se trata de esto -dijo Thomas Lieven con expresión muy suave.

—¿Conoces la receta?

—También yo he trabajado en Alemania -dijo Thomas Lieven, y llamó a la puerta de la celda-. Bien, chuletas de puerco rellenas. Hoy vamos a disfrutar de la cocina alemana. Y como primer plato propongo una sopa de hígado a la sajona y luego..., hum..., castañas con natilla...

El amable guardián Juliao asomó la cabeza por la puerta.

—Mándame al jefe de cocina -dijo Thomas, y le alargó al guardián un billete de cien escudos-. Vamos a preparar el menú para hoy.

No sólo de caviar vive el hombre
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