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—Bien, ¿qué tal sabe? ¿Como en aquella ocasión en Münster? -preguntaba Thomas Lieven cuatro horas más tarde.

Los dos se sentaban frente a una mesa muy bien preparada. El jorobado se pasó el reverso de la mano por los labios y exclamó entusiasmado:

—Mucho mejor, amigo mío, mucho mejor. Después de estas chuletas de puerco me siento con ánimo incluso de robarle la cartera al primer ministro Salazar.

—El cocinero debía haber añadido un poco más de ron.

—Esos individuos se lo beben todo ellos -dijo Lázaro-. Para corresponder a esta maravillosa comida, amigo, voy a darte mi primer consejo.

—Muy amable de tu parte, Lázaro. ¿Un poco más de puré?

—Sí, por favor. Mira, nosotros tenemos dinero, y en este caso no es difícil obtener buena comida. Pero, ¿¿qué harías si estuvieras arruinado? Lo más importante cuando uno está en la cárcel es la comida, y ésta te la dan solamente si eres diabético.

—¿Y cómo enfermar de diabetes?

—Esto es precisamente lo que te voy a explicar -dijo Lázaro, tragando un enorme, bocado-. De momento te presentas un día y al otro también a reconocimiento médico, Dices que te sientes mal. Y cuando se te ofrezca la ocasión le robas una aguja de inyectar al médico. Luego entablas amistad con el cocinero. Esto no ha de resultarte difícil a ti. Le pides un poco de vinagre. Dices que es para condimentar un poco tus comidas. Y luego le pides un poco de azúcar. Para el café.

—Ya entiendo -dijo Thomas, y llamó.

Al instante hizo acto de presencia el guardián.

—Pueden llevarse esto y traigan, por favor, los postres.

Lázaro esperó hasta que el carcelero hubo desaparecido con los platos y entonces prosiguió:

—Mezclas el vinagre y el agua en la proporción de una a dos y añades azúcar a la solución. Y luego te inyectas dos centímetros cúbicos en el muslo.

—¿Intramuscular?

—Sí, pero, por amor de Dios, muy lentamente, ya que en caso contrario formarías un flemón.

—Entendido.

—Esta inyección tienes que dártela una hora y media antes de presentarte al médico.

El carcelero Juliao trajo los postres, recibió una nueva propina y se esfumó muy contento.

Mientras tomaban las castañas con natilla dijo Lázaro:

—No entiendo...

—La he citado en varias ocasiones y no acude...

—¡Dios mío! ¿No le habrá sucedido nada malo?

«¡Esto es lo único que me faltaría!», se dijo.

De nuevo en la celda mandó llamar inmediatamente al jefe de cocina.

El hombre se presentó al instante con rostro resplandeciente.

—¿Qué desea el señor para hoy?

Thomas denegó con un movimiento de cabeza.

—No pensemos hoy en la comida. Tienes que hacerme un favor. ¿Puedes ausentarte durante una hora de la cocina? -Sí.

—Ve entonces a la administración y que te entreguen dinero de mi parte. Compra veinte rosas rojas, toma un taxi y ve a la dirección que te escribiré. Allí vive una tal Estrella Rodrigues, estoy muy preocupado por ella. Tal vez esté enferma. ¡Entérate si precisa de alguna ayuda!

—Muy bien, señor Jean.

Y el grueso cocinero se alejó.

Media hora más tarde regresaba Francesco. El hombre daba la impresión de estar muy abatido. Cuando entró en la celda con un ramo de veinte rosas rojas supo Thomas al instante que había ocurrido algo horrible.

—La señora Rodrigues se ha marchado -dijo el cocinero.

—¿Qué quieres decir con esto de que se ha marchado? -inquirió Lázaro.

—Pues quiere decir lo que acabo de decir, estúpido -replicó el cocinero-. Se ha marchado. Se ha esfumado. Ha desaparecido. Ya no está.

—¿Desde cuándo? -preguntó Thomas.

—Desde hace cinco días, señor Jean. -Y el cocinero dirigió una mirada muy compasiva a Thomas-. Y todo da la impresión de que la dama no tiene la intención de regresar en un próximo futuro.

—¿Qué te hace creer una cosa así?

—Se ha llevado todos sus vestidos, todas sus joyas y todo su dinero.

—¡Pero si no tenía dinero!

—La caja fuerte estaba abierta...

—¡La caja fuerte! -Thomas estaba a punto de perder el dominio sobre sí mismo-. ¿Y cómo has llegado tú hasta la caja fuerte?

—La doncella me condujo por toda la casa. ¡Una bonita muchacha, señores! ¡Muy bonita! ¡Vaya ojos!

—Carmen -musitó Thomas.

—Carmen, sí. Esta noche la llevaré al cine. Me condujo al vestidor..., todos los armarios estaban vacíos...; al dormitorio..., la caja fuerte estaba vacía...

—¿Totalmente vacía? -gimió Thomas.

—Vacía del todo, sí, señor. Dios mío, ¿no se siente usted bien, señor Jean? Agua..., tome un sorbo de agua...

—¡Échate de espaldas, rápido! -aconsejó Lázaro.

Thomas se dejó caer sobre su camastro.

—En la caja fuerte estaba todo mi dinero, todo cuanto poseía...

—Mujeres, siempre hemos de tener complicaciones con las mujeres -gruñó Lázaro, indignado.

—Pero, ¿por qué? Si yo no le he hecho nada... ¿Qué dice Carmen? ¿Sabe ella dónde está la señora?

—Carmen dice que ha tomado el avión para Costa Rica.

—¡Dios santo! -gimió Thomas.

—Carmen dice que van a vender la casa.

De pronto empezó a gritar Thomas como un demente:

—¡No me metas continuamente esas malditas rosas ante las narices! -Pero se dominó al instante-. Perdona, Lázaro. He perdido los nervios... ¿Y... no hay ninguna noticia para mí? ¿Ninguna carta? ¿Nada?

—Sí, señor.

Y el cocinero se sacó dos sobres del bolsillo.

La primera carta era del amigo de Thomas, el banquero de Viena, Walter Lindner:

Lisboa, 29 de octubre de 1940.

¡Querido señor Leblanc!

Escribo estas líneas a toda prisa y dominado por una viva inquietud. Son las once. Dentro de dos horas sale mi barco, he de subir a bordo. ¡Y no tengo la menor noticia de usted! Dios mío, ¿dónde se ha metido usted? ¿Vive usted aún?

Sé únicamente lo que me ha contado la desdichada cónsul, su amiga: que el 9 de septiembre, después de la conversación telefónica conmigo, se marchó y no ha vuelto a aparecer.

¡Pobre Estrella Rodrigues! Una mujer que le ama a usted de todo corazón. ¡No puede usted imaginarse lo que sufre por su ausencia! He estado a diario con ella desde que conseguí un pasaje para nosotros. De día en día confiaba saber algo con respecto a usted, pero... en vano.

Escribo estas líneas en casa de su hermosa y desesperada amiga. Llorosa está ella a mi lado. Y tampoco hoy, el último día, la menor señal de vida de usted. Le escribo en la confianza de que algún día pueda volver a esta casa, en donde le espera una mujer que le ama de verdad. En este caso, encontrará usted mi carta:

Oraré por usted. En la espera de volver a vernos, le saluda muy afectuosamente, su

Walter Lindner

Ésta era la primera carta.

Thomas la dejó caer al suelo. Le faltaba aire para respirar. Su cerebro le dolía intensamente.

«¿Por qué no le ha dicho Estrella a mi amigo en dónde me encontraba yo? ¿Por qué no ha venido aquí y me ha sacado tal como habíamos convenido? ¿Por qué no lo ha hecho? ¿Por qué, por qué?»

La respuesta estaba en la segunda carta:

Lisboa, 1 de noviembre de 1940.

¡Miserable!

Tu amigo Lindner ha abandonado el país. No hay nadie ya que pueda ayudarte. Y ahora quiero completar mi venganza.

Nunca más volverás a verme. Dentro de pocas horas un avión me llevará a Costa Rica.

Tu amigo te ha escrito una carta. Adjunto la mía. Algún día el juez de instrucción preguntará por mí y entonces recibirás las cartas.

En el caso de que el juez de instrucción leyera las cartas antes de hacerlo tú, declaro una vez más:

¡Me has robado, miserable!

Y declaro también (¡tal vez le interese esto a usted, señor juez de instrucción!) por qué te abandono para siempre más: Porque me he enterado de que eres alemán, un agente secreto alemán, un miserable alemán, vulgar, sin conciencia, sin escrúpulos, sólo ansioso de dinero. ¡No sabes cuánto te odio, perro!

E.

No sólo de caviar vive el hombre
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