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Al llegar a este punto de nuestro relato, consideramos oportuno saltarnos unos acontecimientos sin importancia, pero sí contar lo ocurrido en una velada que comenzó muy tranquila y pacífica, pero que, sin embargo, había de tener consecuencias muy graves.

La noche del 8 de diciembre de 1940 escuchó Thomas Lieven las noticias de las once y media de la noche de la radio de Londres en lengua francesa. Thomas escuchaba cada noche Radio Londres; un hombre en su situación había de estar bien informado.

Estaba en el dormitorio de Chantal. Su hermosa amiga estaba acostada ya. Se había recogido el pelo y estaba sin maquillar. Así era como más le gustaba a Thomas.

La mujer estaba sentada a su lado en la cama y le acariciaba la mano mientras los dos escuchaban la voz del locutor.

—...Aumenta en Francia la resistencia contra los nazis. Ayer por la tarde, en el trayecto Nantes-Angers fue volado un transporte de tropas alemanas en las cercanías de Varedes. La locomotora y tres vagones fueron destruidos por completo. Por lo menos veinticinco soldados alemanes hallaron la muerte, otros cien quedaron heridos, en particular con heridas graves...

Los dedos de Chantal continuaban acariciando la mano de Thomas.

—...Como medida de represalia, los alemanes mandaron fusilar treinta rehenes franceses...

Los dedos de Chantal se pararon.

—...Prosigue la lucha que no ha hecho más que empezar. Un movimiento secreto persigue y da caza a los alemanes de día y de noche. Según sabemos de fuente fidedigna, la resistencia de Marsella se ha apoderado últimamente de impresionantes cantidades en oro, divisas y objetos de valor que proceden de una acción de saqueo por parte de los nazis. Estos recursos servirán para intensificar la lucha. El atentado de Varedes no será el único...

Thomas había palidecido. No soportó la voz por más tiempo y cerró la radio. Chantal se había tumbado de espaldas y le miraba en silencio. Y, de pronto, tampoco pudo resistir por más tiempo la mirada de la mujer.

Lanzó un gemido y hundió la cabeza entre sus manos. Oía repetir continuamente en su cerebro: «Veinticinco alemanes... Treinta franceses... Más dé cien heridos... Esto es solamente el comienzo... La lucha continúa... Financiada con impresionantes cantidades de oro y divisas nazis... Capturadas en Marsella...» Desgracia, sangre y lágrimas... Financiado, ¿por quién? ¿Con la ayuda de quién?

Thomas Lieven levantó la cabeza. Chantal le miraba en silencio.

—Teníais razón... Bastián y tú -dijo el hombre, en voz baja-. Hubiésemos debido quedarnos con la mercancía. Tenéis un instinto más fino que el mío. Engañar a Siméon y al servicio secreto francés... hubiese sido un mal menor.

—En todo lo que hemos hecho hasta la fecha, jamás un inocente ha perdido la vida -dijo Chantal, igualmente en voz baja.

Thomas asintió con un movimiento de cabeza.

—Comprendo que he de cambiar de vida -dijo Thomas-. Tengo unos conceptos demasiado anticuados. Tengo unos conceptos falsos y peligrosos de la vida y del honor y de la fidelidad. Chantal, ¿recuerdas lo que tú me propusiste en Lisboa?

La mujer se incorporó rápidamente.

—Ser socios.

—A partir de hoy, lo soy. Sin compasión y sin escrúpulos. Estoy harto de todo esto.

—Amor mío, eres un encanto.

Le abrazó y le besó salvajemente.

Este beso sellaba una alianza muy curiosa, una comunidad de trabajo de la que incluso hoy día hablan en Marsella... y con razón. Entre enero de 1941 y agosto de 1942, todo el sur de Francia fue sacudido por un auténtico temblor de tierras, por un diluvio de acciones criminales que, por extraño que pueda parecer, tenían siempre algo en común: nadie compadecía a la víctima.

La primera víctima fue el joyero de Marsella, Marius Pissoladière. Si aquel 14 de enero de 1941 no hubiese llovido en Marsella, tal vez este caballero se hubiese ahorrado la pérdida de ocho millones de francos. Pero, ¡ay!, llovía desde la mañana a la noche y el destino siguió su curso.

La elegante tienda de Marius Pissoladière se hallaba enclavada en la Canebiere, la calle principal de Marsella. Monsieur Pissoladière era un hombre riquísimo, de cincuenta años de edad, con tendencia a la obesidad y vestido siempre a la última moda.

Años antes, Pissoladière había hecho sus buenos negocios con la sociedad cosmopolita de la Riviera. Pero últimamente trataba con una nueva clientela..., aun cuando también muy internacional. Pissoladière trataba con los fugitivos de todos aquellos países que habían sido avasallados por Hitler. Pissoladière les compraba sus joyas a los fugitivos que precisaban de dinero para continuar su huida, para sobornar a los funcionarios, conseguir visados de entrada y encargarse pasaportes falsos.

Con el fin de pagarles los precios más bajos a los fugitivos, se valía el joyero del siguiente método: Alargaba las negociaciones durante muchas semanas hasta que los fugitivos, desesperados por la necesidad de poder contar lo antes posible con el dinero, claudicaban ante Pissoladière. ¡Si hubiese sido por Pissoladière, la guerra hubiese podido haber durado otros diez años!

No, el señor Marius de veras no podía quejarse. El negocio florecía. Y todo hubiese seguido como hasta aquel momento si el 14 de enero de 1941 no hubiese llovido en Marsella...

El 14 de enero de 1941, hacia las once de la mañana, un caballero de unos cuarenta y cinco años de edad entró, en joyería de Marius Pissoladière. El caballero llevaba sombrero de alas duras, una valiosa piel adornaba él cuello de su abrigo, llevaba guantes y pantalones a franjas grises y negras. Ah, sí, y también un paraguas.

Pissoladière se dijo al instante que se trataba de un tipo aristocrático. Un hombre rico. Un hombre cansado de la vida. Un miembro de un antiguo linaje. Y esto era lo que le gustaba al joyero en sus clientes...

Pissoladière estaba solo en la tienda. Se frotó las manos, bajó humilde y sumiso la mirada, hizo una reverencia ante su nuevo cliente y le deseó unos buenos días.

El elegante caballero respondió al saludo del joyero con un cansado movimiento de cabeza y colgó su paraguas en el canto del mostrador.

Al hablar, su voz reveló un ligero acento provincial. «Esto es lo que suelen hacer los aristócratas para acentuar su posición social -se dijo el joyero-. ¡Magnífico!»

—Desearía -dijo el caballero-, hum..., adquirir una bonita joya. Me han dicho en el Bristol que tiene usted un buen surtido.

—Las mejores joyas de Marsella, señor. ¿Y en qué había pensado el señor?

—Pues, hum..., una pulsera con brillantes o algo por el estilo...

—Las tenemos en todos los precios. ¿Cuánto desearía invertir el señor?

—Pues..., hum..., digamos entre dos y... hum..., tres millones -contestó el caballero, y bostezó.

«¡Diablos! -se dijo el joyero-. ¡Empieza bien la mañana!»

Se acercó a la gran caja fuerte, marcó la combinación y dijo:

—A este precio puede adquirir usted una verdadera obra maestra.

Se abrió la pesada puerta de acero. Pissoladière eligió nueve pulseras de brillantes y las depositó sobre una bandeja cubierta de terciopelo negro. La presentó al cliente.

Las nueve pulseras brillaban y relucían en todos los colores. El caballero las contempló durante largo rato en silencio. Luego, cogió una de las joyas en su mano delgada y bien cuidada. Una auténtica obra maestra.

—¿Qué precio..., hum..., tiene ésta?

—Tres millones, señor.

La pulsera procedía de la esposa de un banquero judío en París. Pissoladière la había adquirido por solamente cuatrocientos mil francos.

—Tres millones es demasiado -dijo el caballero.

Y al instante reconoció Pissoladière en el comprador a un auténtico experto comprador en joyas. Sólo los legos aceptan sin protestar el precio que les dice un joyero. Empezó un vivo regateo.

En aquel momento se abrió la puerta de la tienda. Pissoladière levantó la mirada. Entró un segundo caballero. Menos distinguido que el primero..., pero de todos modos... Muy reservado. Muy decente en el vestir y en su comportamiento. Abrigo con muestra de espiga. Guantes. Botines. Sombrero. Paraguas.

El señor Pissoladière iba a dirigirse al segundo caballero rogándole esperara un momento, cuando éste le dijo:

—Necesito solamente una cadena para mi reloj... -Y al decir esto colgó su paraguas lo más cerca posible del primer caballero, al que, al parecer, no había visto antes en su vida.

Y, a partir de aquel momento, Pissoladière era hombre perdido...

No sólo de caviar vive el hombre
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