5
El Mercedes de la Wehrmacht se detuvo ante la casa de la Avenue Wagram, 3. El pequeño comandante Brenner saltó del coche y miró muy decidido por sus gafas con montura de oro.
Detrás del Mercedes se detuvo un camión gris de la Wehrmacht. Cinco hombres de uniforme saltaron a la calzada. Era un bonito y suave día de otoño. Eran las 16.45 horas del 27 de septiembre de 1943.
—¡Seguidme! -ordenó el pequeño comandante, apoyando su derecha en la culata de su pistola. Y, al frente de sus cinco hombres, se precipitó dentro de la casa, pero... la residencia oficial del difunto Petersen estaba vacía. Las puertas estaban abiertas. Las alfombras, los muebles, todo había desaparecido.
La obesa portera declaró:
—Todo eso se lo han llevado esta mañana.
—Se lo han llevado..., ¿quién?
—Pues, un camión... y un oficial alemán..., un amigo del señor Petersen... Solía venir con frecuencia por aquí... Se llama Redecker...
—¿Redecker? -El pequeño comandante Brenner tenía sus relaciones personales con el SD. Conocía al obersturmführer Redecker, cuñado del reichsführer SS y jefe de la policía alemana, Heinrich Himmler.
Brenner entornó la mirada. ¿Acaso Petersen y Redecker eran cómplices? Sí, en efecto, era cuestión de segundos. Había llegado demasiado tarde a la casa. Pero, al parecer, el SD no estaba informado de la existencia de aquel otro apartamento en la Avenue Mozart. ¡Rápido!
Cinco hombres de confianza bajaron corriendo las escaleras detrás de su comandante y salieron a la calle. Sin pérdida de tiempo, pusieron en marcha los motores de los coches. El corazón del comandante Brenner latía vivamente.
En la distinguida Avenue Mozart intentó Brenner explicarle, pocos minutos más tarde, en su deficiente francés, a la portera de la casa número 28 que tenía que registrar la vivienda del señor Petersen, en el segundo piso.
—Pero, señor -contestó la portera-, ¡las señoritas están arriba!
—¿Las señoritas..., ¿qué señoritas?
—Madame Lilly Page y su doncella.
—¿Y quién es madame Page?
—Pues, la amiga del señor Petersen. El señor Petersen hace unos días se marchó de viaje.
De ello sacó Brenner la conclusión de que allí no estaban al corriente todavía del asesinato del antiguo miembro del partido y estafador, y al frente de sus cinco hombres subió corriendo las escaleras.
Les abrió una doncella muy bonita. Brenner le expuso la misión que le llevaba allí, sin hacer mención de la muerte de Petersen. La bonita doncella se asustó y llamó a su señora.
Madame Page se presentó con un vestido que, incluso en la penumbra del vestíbulo, resultaba extremadamente transparente. Tenía treinta y tres años de edad, era muy atractiva y tendía ligeramente a la opulencia. Una mujer muy atractiva, de ojos de almendra y piel blanca como la nieve.
El comandante observó que sus cinco hombres de confianza miraban a la mujer con los ojos muy abiertos. Había un tipo de mujeres con las que el comandante Brenner nunca había sostenido relaciones en su vida. Y madame Page era una de ellas. Carraspeó y expuso de un modo muy cortés, pero muy firme también, la misión que le había llevado a aquella casa.
Muy consciente de su deber, entró en el salón, que estaba decorado con gran elegancia y con muebles de elevado valor. De las paredes colgaban unos cuadros extraordinariamente indecentes. Pero Brenner no los miró.
Lilly Page se acercó a la ventana y bajó el visillo, a pesar de que no era ya necesario a aquella hora del día.
«No soy ningún imbécil -se dijo Brenner-, esto es una señal convenida con alguien que está abajo en la calle.»
Se acercó a la opulenta Lilly, corrió de nuevo los visillos y dijo con fría galantería:
—Desearía poder contemplar la belleza de madame a la luz del día.
—Muy amable -dijo Lilly, que iba vestida de un modo tan ligero. Y dejóse caer en un sillón, cruzándose de piernas-. Por favor, señor comandante, empiece con el registro...
Al parecer, los cinco hombres de confianza de Brenner habían empezado ya a actuar. El comandante los oía reír en la habitación contigua. «¡Esos malditos! ¡No tienen el menor sentido del deber!»
Enojado, confuso y desconcertado también por la presencia de Lilly, el comandante abrió una gran cajita de caoba. Lo que vio allí dentro hizo que la sangre se le subiera a la cabeza. Tragó saliva. La morena Lilly sonrió sardónica. El pequeño comandante cerró la cajita con un fuerte golpe.
El comandante Brenner sabía que hay libros, dibujos, fotos y objetos que sólo se contemplan en privado. Pero nunca había podido ni imaginar cómo eran esos libros, esos grabados, esas fotos y esos objetos. Monstruoso. Degenerado. No era de extrañar que una nación como aquélla perdiera la guerra...
Unas risas ahogadas hicieron que el comandante diera una rápida media vuelta. La señora de los ojos de almendra dijo:
—Sus hombres parecen haber descubierto la biblioteca...
Brenner se precipitó hacia el cuarto contiguo. Cuatro de sus hombres consultaban los libros en las estanterías. El comandante se estremeció de pies a cabeza y les ordenó que no tocaran los libros. Fue en busca del quinto hombre de confianza. Éste estaba en la habitación de la doncella. Y a ése le prohibió que tocara a la joven.
La situación empezaba a escapársele de las manos. El apartamento era un auténtico museo de objetos indecibles.
El rostro del comandante se sonrojaba a cada momento. Tenía la frente bañada en sudor. Desesperado, cogió el auricular y pidió una conferencia relámpago con Toulouse.
Gracias a Dios, Werthe estaba todavía allí. Brenner exhaló un suspiro de alivio cuando oyó la voz de su coronel. Con la respiración entrecortada, informó de las porquerías, como dijo, que había encontrado allí.
También el coronel Werthe, en Toulouse, emitió un suspiro, pero el comandante no le oyó.
—Y material..., letras de crédito... o algo por el estilo, ¿no ha encontrado nada de todo esto?
—Nada, mi coronel.
—Oiga usted, Brenner. Lieven tiene que llegar de un momento a otro a París. No abandone usted el apartamento. Y tampoco le cuente usted a nadie lo que sabe de Toulouse...
—Sí, mi coronel. No saldré de la casa, silencio de muerte.
—Llame usted al Lutetia y a la vivienda particular de Lieven. Tan pronto como llegue a París, que le manden allí donde esté usted.
Brenner colgó el auricular. ¡Lieven! ¡Thomas Lieven! El sonderführer era su gran esperanza en aquellos momentos. Ojalá llegara pronto...
Oyó reír a la doncella como si le estuvieran haciendo cosquillas. Rápidamente, el comandante se lanzó en busca del delincuente. Dios santo, ¡qué situación tan imposible de describir!