9

Con la sonrisa más prometedora de este mundo, ayudó la encantadora Nanette a ponerse el abrigo de piel de camello a su señor. Thomas Lieven consultó su reloj de repetición. Eran las 16.30 horas del 9 de septiembre de 1943.

Thomas miró por la ventana.

—¿Cree usted que hoy tendremos niebla, hermosa chiquilla?

—No, monsieur, creo que no...

—Si el tiempo sigue tan despejado -dijo Thomas-, dos caballeros dormirán esta noche a la sombra...

—¿Perdón, monsieur?

—Nada, nada, Nanette. Estoy organizando una pequeña carrera y me gustaría ganarla.

En efecto, Thomas Lieven había organizado una pequeña carrera... y ahora le tocaba a él participar. Había echado a rodar un alud y, ahora, maldita sea, tenía que procurar que no le enterrara. Salió a la calle y emprendió el camino hacia la oficina del SD en París, en la Avenue Foch, para visitar al sturmbannführer Eicher...

La operación de la que Thomas confiaba salir vencedor había comenzada veinticuatro horas antes. En su sincero deseo por ayudar a su loco sonderführer, el coronel Werthe había mandado un largo informe por teletipo a Canaris.

Una hora más tarde se presentaba el jefe del Abwehr militar, aquel caballero de pelo blanco, en el despacho de Heinrich Himmler, con el que sostuvo una conferencia de una hora de duración. Canaris le comunicó al reichsführer SS y jefe de la policía alemana unas noticias muy desagradables...

—¡En este caso, no tendré contemplaciones de ninguna clase! -gritó Heinrich Himmler.

A las 18.30 horas del 28 de septiembre empezó a trabajar una comisión especial compuesta por altos jefes de las SS. Tres miembros de esta comisión emprendieron aquella misma noche el vuelo a Viena y Bucarest.

El 29 de septiembre a las 7.15 horas detuvieron estos tres jefes de las SS, en el aeropuerto de Bucarest, a un correo del SD, llamado Antón Linser, que estaba a punto de emprender el vuelo a Berlín. En su voluminoso equipaje llevaba letras de crédito del Reich, por un valor de dos millones y medio de marcos, destinadas para efectuar compras en Rumania.

A las 8.30 horas se presentaron los tres altos jefes de las SS en las oficinas del SD en Bucarest, instaladas en un anexo de la Embajada alemana en la calle Calea Victorei. Allí confiscaron gran número de luises de oro franceses y sumas ingentes de letras de crédito del Reich. Fueron detenidas dos personas.

A las 13.50 horas del 29 de septiembre de 1943 aterrizaba en el aeropuerto de Berlín-Staakn el avión correo procedente de Bucarest. Los miembros de la comisión especial detuvieron allí a un untersturmführer llamado Walter Hausmann, quien con grandes muestras de nerviosismo preguntó a la tripulación por un correo del SD. Después de un breve interrogatorio, Hausmann confesó de pleno y admitió ser cómplice en el fraude de las letras de crédito. Nombró cuatro altos jefes del SD en Berlín que estaban igualmente complicados. A las 14 horas, estos hombres estaban ya entre rejas...

—Bien, podemos ir a almorzar ahora -propuso Thomas Lieven al coronel Werthe.

Estaban ante un teletipo por el cual a cada hora Canaris informaba a su coronel.

—Está usted de suerte, amigo -dijo Werthe, y sonrió.

—¿Cuándo han tomado el avión esos caballeros? -preguntó Thomas.

—Hace una media hora. Un juez de las SS y dos componentes de un tribunal militar. Llegarán aquí entre las 16.30 y las 19.00 horas.

A las 16.30 horas mandó Thomas Lieven que la bonita Nanette le ayudara a ponerse el abrigo y salió a la calle.

«Dios quiera que no haya niebla, puesto que si hay niebla esos jueces no podrán aterrizar. Y entonces mi venganza sería incompleta; esos perros sanguinarios que en cierta ocasión quisieron apalearme a muerte...»

Los jefes del SD en la Avenue Foch recibieron a Lieven con expresión muy seria y grave. Thomas comprendió al instante que Himmler no les había prevenido.

Eicher, el sturmbannführer de cara rojiza, y su pálido ayudante Winter hablaron en un tono muy tajante con nuestro amigo. Se comportaron como aquellos generales alemanes que durante los últimos años de la guerra, y por el menor motivo, mandaban fusilar a soldados alemanes y que antes de la ejecución se presentaban para explicarles a sus víctimas por qué motivo habían dado la orden de fusilarles.

Así se comportaron esos dos hombres con Thomas Lieven, que en un traje fresco de color gris, camisa blanca, corbata negra, zapatos y calcetines negros, se sentaba Con las piernas cruzadas, delante de ellos.

EICHER: -Compréndalo usted, Lieven, personalmente no tenemos nada en contra de usted. Pero se trata del Reich, de la colectividad.

WINTER: -Ya puede usted sonreír, Lieven. La sonrisa se le pasará cuando esté ante el consejo de guerra...

EICHER: -Legal es aquello que ayuda al pueblo alemán; ilegal, todo aquello que puede dañarle. Quiero que lo comprenda usted...

—¿Me permiten una pregunta? -Thomas sonrió muy amablemente-. ¿Son solamente las cinco y diez o acaso mi reloj se retrasa?

En la mirada que le dirigió Eicher había una sincera admiración.

—¿Por qué no fue persona decente y se unió a nosotros?

Hoy podría ser usted sturmbannführer. Su reloj va bien.

Thomas se puso en pie, se acercó indolente a la ventana y miró hacia el otoñal jardín y luego elevó la mirada hacia el cielo. No había niebla.

—Cuéntenme ustedes, caballeros, cómo han logrado averiguar mis andanzas -dijo Thomas Lieven.

El sturmbannführer Eicher y su ayudante le contaron a Thomas cómo gracias a la stabshauptführerin Mielke se habían enterado de que Thomas Lieven había ayudado a salir del país a una peligrosa combatiente de la Resistencia, llamada Yvonne Dechamps.

Lieven les escuchó muy amablemente y luego consultó de nuevo su reloj.

—¿Firmes hasta el último momento, eh? -gruñó Eicher-. Así me gusta, hombre, así me gusta.

—Todas las pruebas en contra de usted han sido presentadas ya al reichsführer de las SS -dijo Winter-. El consejo de guerra se reunirá dentro de los próximos días.

—Y nadie podrá ayudarle a usted -dijo Eicher-. Ni Werthe. Ni tampoco el almirante Canaris. ¡Nadie!

De nuevo consultó Thomas su reloj.

Desde el corredor llegaban unos sordos ruidos: voces, órdenes, pasos. Thomas sintió que su corazón empezaba a latir más fuerte.

—Confío que ustedes me harán el honor de estar presentes cuando me cuelguen.

—¿Qué ocurre ahí fuera? -preguntó Eicher, y levantó la cabeza.

Se abrió la puerta y se presentó un ordenanza muy asustado, saludó y anunció con voz temblorosa:

—Tres caballeros de Berlín, sturmbannführer, muy urgente... Comisión especial nombrada por el Reichssicherheitshauptamt.

«Por fin -se dijo Thomas. Por tercera vez aquel día levantó la mirada hacia el cielo-. Gracias, buen Dios...»

Eicher y Winter estaban como petrificados.

—¿Comi... comisión espe...cial? -tartamudeó Eicher.

Pero en aquel momento entraban ya. El juez de las SS, que ostentaba el cargo de gruppenführer, llevaba uniforme negro, botas altas y tenía un aspecto duro y enigmático. Los dos miembros del consejo de guerra eran más bajos, llevaban gafas y saludaron con el brazo en alto.

También el juez de las SS levantó el brazo. Su voz sonó muy fría:

Heil Hitler! ¿Sturmbannführer Eicher? Encantado. Al instante le daré las explicaciones pertinentes. ¿Cómo se llama usted?

—Untersturmbanführer Winter...

—¿Y usted?

Mientras, Eicher se había recuperado un poco.

—Se trata solamente de una visita. Puede usted retirarse, señor Lieven...

El juez de las SS volvió la cabeza:

—¿Sonderführer Thomas Lieven?

—El mismo -dijo nuestro amigo.

—Le ruego se quede usted aquí.

—Pero... -empezó Eicher.

—Sturmbannführer, llame usted al obersturmführer Redecker a esta habitación. Pero ni una sola palabra de advertencia, ¿entendido?

Instantes después se presentaba el cuñado de Heinrich Himmler con una sonrisa en sus delgados labios. Pero la sonrisa se esfumó cuando vio a los visitantes.

—¡Compruebe usted si ese hombre lleva armas encima! -le ordenó el juez de las SS a Winter.

Winter, incrédulo, obedeció.

Redecker empezó a tragar saliva, se tambaleó y se dejó caer en un sillón.

El juez de las SS se lo quedó mirando con profunda repugnancia

—Obersturmführer, queda usted detenido.

El cuñado del jefe de la policía alemana empezó a sollozar y Winter, cada vez más pálido, se atragantaba continuamente.

Y, de pronto, Eicher gritó con voz quebrada:

—¿Por qué...?

Con voz helada contestó el gigante en uniforme negro:

—El obersturmführer está complicado en un fraude de millones con letras de crédito del Reich. Conjuntamente con el untersturmführer Petersen, asesinado en Toulouse, ha causado al Reich perjuicios monstruosos. Las investigaciones nos dirán qué otros miembros del SD en París están igualmente complicados en este caso.

Eicher miraba atónito, al juez.

—No entiendo una sola palabra... ¿Quién ha presentado esta monstruosa denuncia?

El juez en uniforme negro se lo dijo.

Eicher abrió desmesuradamente la boca, se volvió hacia Thomas Lieven y tartamudeó:

—Usted..., usted..., usted...

Y entonces sucedió algo que por poco le hace perder el sano juicio a Eicher: el juez de las SS se acercó a Thomas Lieven, le estrechó la mano y le dijo:

—Sonderführer, en nombre del reichsführer de las SS, le expreso mi agradecimiento y mi reconocimiento.

—Muchas gracias -dijo Thomas, muy modesto-. Ha sido un placer ayudarles.

—El reichsführer de las SS manda decirle que se ha puesto ya en contacto con el almirante Canaris. En el asunto sabido no se emprenderá ninguna acción contra usted.

—Muy amable de parte del señor Himmler -dijo Thomas Lieven.

No sólo de caviar vive el hombre
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