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La noche del 29 de mayo de 1944 le llevó Thomas Lieven a la princesa Vera de C. rosas rojas. El día anterior la desconcertante aristócrata le había vuelto a llamar e invitado. Thomas se dijo que estaba más excitante que nunca.
—Prometo ser muy buena chica esta noche -dijo Vera-. ¡Ni una sola palabra sobre Lakuleit!
Vera mantuvo durante muchas horas su promesa aquella noche, y el hecho de que la rompiera al final no fue culpa suya.
Bailaron. Flirtearon. Tocaron música. Se hizo muy tarde. Luego se besaron. Y de pronto cesaron todos los problemas para ellos. Todo era natural y sencillo, y Thomas tenía la sensación de que hacía mucho, muchísimo tiempo ya que conocía a Vera.
Y entonces sonó el teléfono.
—No descuelgo -dijo Vera, indolente. Miró enamorada a Thomas y le acarició. El teléfono continuó repiqueteando. Finalmente Vera descolgó el auricular. Escuchó durante unos instantes y palideció. El odio brillaba ahora en sus ojos. Se volvió hacia Thomas y le gritó entre dientes: -¡Perro..., maldito perro!
—No, chérie, no volvamos a empezar -suplicó el hombre.
Vera gritó de pronto al auricular:
—Ya no puedo más... ¡No quiere oír nada más! -Arrojó el auricular sobre el diván y tembló de pies a cabeza. Y empezó a insultar a Thomas con expresiones que no podemos transcribir.
Escuchó durante unos instantes los insultos de la mujer y luego cogió el auricular, por el que se oía una voz muy excitada
—... Vera... Vera... Dios mío, ¡escuche usted, Vera! Le digo a usted que todo es culpa de Lieven. Nosotros nada podemos hacer ya... Se llevan a Lakuleit a Berlín... En las oficinas..., en su residencia particular..., lo están investigando todo..., lo sellan todo...
—Buenas noches, coronel Siméon -dijo Thomas Lieven, sonriente. Colgó el auricular en la horquilla y se dejó caer sobre el diván. Y entonces recibió un golpe. Y luego otro. Vera se le echó encima. Se pegaron. Y la princesa gritaba:
—¡Maldito..., perro asqueroso!
Finalmente Thomas logró sujetarla y exigió una información precisa.
La princesa habló con la respiración entrecortada:
—Me largo... esta misma noche... ¡Nunca más volverás a verme!
—¡Eso si te dejo marchar!
—Sé cómo piensas. Sé quién hay detrás de ti. Por eso estoy tan furiosa, por eso no entiendo ya...
—¿Qué?
—¡Que hayas liquidado a Lakuleit!
—Es un repugnante criminal que en secreto financiaba a la Gestapo.
—¿Y qué? ¿Qué te importa a ti esto? Todo el oro, todas las divisas de los jefes nazis hubiesen caído en nuestras manos...
—¿En nuestras manos...?
—¡Del servicio secreto británico!
Thomas se dejó caer de nuevo sobre el diván.
—¿De modo que trabajas para el servicio secreto británico?
—¡Lo acabo de decir!
—Pero..., ¿qué tiene que ver Siméon contigo?
—Cree que trabajo para él... Ésta era mi misión: distraer a los franceses para poder dar el golpe. ¡ Y lo hubiésemos podido dar si tú hubieses colaborado con nosotros, imbécil!
Thomas empezó a reír.
—¡No rías, maldito!
Pero Thomas no podía contenerse ya; se revolcaba de risa, sobre el vientre, de espaldas; reía...
—¡He dicho que no rías, idiota; te voy a matar, bandido!
Thomas gritaba de risa, sollozaba, gemía; nunca en su vida había reído de aquel modo. Se asfixiaba casi de tanto reír. Vera se echó de nuevo sobre él y volvieron a pegarse.
El teléfono repiqueteó por segunda vez. Thomas empujó a Vera a un lado, cogió el auricular y, riendo todavía, gritó:
—Sí, monsieur le colonel, ¿qué hay de nuevo?
—¿Qué monsieur le colonel ni qué...? -Oyó la voz del coronel Werthe.
Thomas se serenó al instante y tartamudeó:
—¿Qué... qué sucede, mi coronel?
—Confiaba encontrarle en casa de la princesa. Le andamos buscando por todas partes.
—¿Buscándome... a mí... por todas partes? -repitió Thomas, mientras Vera le miraba con la boca abierta.
—Ha llegado un correo. Asunto secreto. Se trata de Lakuleit; tiene usted que trasladarse mañana por la mañana a Berlín, Lieven. Ha de presentarse usted..., sujétese fuerte..., en el Reichssicherheitshauptamt.
—¿Reichssicherheitshauptamt?
—Sí. A las quince horas. Heinrich Himmler.