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«Uno de los arquitectos de peor gusto de todas las épocas debe haber proyectado esto», dijo Thomas Lieven cuando se detuvo ante el gigantesco complejo arquitectónico en el número 102 de la Wilhelmstrasse.
A través de unos grandes portales dobles entró nuestro amigo en el sombrío edificio. Un gigantesco soldado de las SS miró pétreo al delgado paisano. En silencio señaló con la mano una conserjería de cristal en donde estaban tres de sus compañeros:
Thomas Lieven entró, se quitó el sombrero y dijo:
—Sonderführer Lieven, del Abwehr de París. Me han llamado al Reichssicherheitshauptamt.
—Aquí se saluda con un Heil Hitler! -dijo el hauptscharführer de las SS que actuaba de oficial de guardia-. ¿Quién le ha mandado llamar?
—El señor reichsführer de las SS y jefe de la policía alemana -contestó Thomas muy modestamente.
El oficial de guardia cambió de color, cogió el teléfono, dijo algo y escuchó luego. Y, a continuación, mostró hacia Thomas el mayor respeto y consideración. A toda prisa, extendió el pase para el visitante con sello, fecha y hora: Berlín, 30 de mayo de 1944, 17.48 horas.
Una ancha escalinata de piedra conducía hasta la primera planta. Luego, escaleras de madera. Los estrechos corredores estaban muy oscuros.
Se oían muchos pasos y Thomas tuvo la sensación de que miles de personas caminaban de un lado a otro por aquel centro del terror.
Mientras seguía al ordenanza, se dijo Thomas: «Ayer me encontraba aún en París. Hoy estoy aquí, en el Reichssicherheitshauptamt. Yo, un pacífico ciudadano, un hombre que odia los servicios secretos, los nazis, las violencias y las mentiras. Yo, Thomas Lieven, a quien desde hace años no dejan vivir en paz. ¿Me liberaré algún día de esta pesadilla? ¿Lograré salir de esta gigantesca red que me ha tendido el destino para informar de aquello que nadie querrá creerme?»
—Siéntese usted, sonderführer -dijo Heinrich Himmler.
Antes había tenido lugar una breve salutación, durante la cual el SS obergruppenführer Kaltenbrunner, el gigante con cicatrices en su cara brutal y angulosa, había mirado con el mayor recelo a Thomas. Kaltenbrunner era el jefe del Reichssicherheitshauptamt. Y ahora Thomas y Himmler se sentaban solos en su despacho.
Todo en aquella oficina era pomposo: los candelabros de plata, los muebles. De la pared colgaba un óleo que representaba las ruinas de un castillo que eran batidas por la rompiente.
El reichsführer SS y jefe de la policía alemana, en uniforme negro, dijo:
—Preste usted atención, Lieven; su protector, el almirante Canaris, hace unas semanas ha solicitado el retiro. Sabrá usted que todo el Abwehr militar está ahora a mis órdenes. -Himmler esbozó una débil sonrisa-. He estudiado su expediente. ¿Sabe usted lo que, en realidad, debería hacer con usted?
—Mandarme fusilar -dijo Thomas Lieven, en voz baja.
—¿Yo? Hum... ¿Qué? Sí, exacto. Esto es lo que quería decir. -De cuando en cuando giraba Himmler un pesado anillo con la insignia de las SS. Con expresión muy fría miró a Thomas-. Voy a ofrecerle una ocasión. La última. Gracias a esta misión que le voy a confiar podrá usted congraciarse con el Führer y el pueblo alemán.
Repiqueteó el teléfono. Himmler cogió el auricular y escuchó durante unos segundos. Colgó el auricular y dijo:
—Formaciones enemigas en vuelo directo hacia la capital del Reich. Bajemos al refugio.
Ésta fue la primera fase de la conversación. La segunda se celebró en un profundo y seguro bunker.
Mientras los bombarderos enemigos arrojaban su carga mortal sobre Berlín y centenares de ciudadanos, que no contaban con unos refugios tan seguros, morían abrasados, el reichsführer dijo en un tono muy diferente ahora:
—Lieven, es usted un pacifista. No me contradiga, lo sé todo. Y por este motivo será usted de mi misma opinión si le digo a usted que hemos de poner fin a ese horrendo baño de sangre. Nosotros, los occidentales, no deberíamos matarnos los unos a los otros para que luego vengan los bolcheviques y se lleven la parte del león.
Una pesada bomba hizo temblar ligeramente el refugio. Se apagaron las luces. Luego las volvieron a encender. Thomas vio que el reichsführer tenía la frente ligeramente bañada en sudor.
Himmler hablaba ahora en voz baja:
—Es una lucha muy difícil para mí. Cargo con una gran responsabilidad. Nadie me libera de la misma. Yo he de decidir.
«Yo, yo, yo -se dijo Thomas-. ¿Y Hitler? ¿Y Goebbels? ¿Y los otros? ¡Ése pretende terminar la guerra por su cuenta!»
—Por todos los daños que ha causado usted a la patria deberíamos ahorcarle a usted. Pero yo quiero y voy a utilizarle. Es usted el mejor hombre que podía encontrar. -De nuevo cayó una pesada bomba. El rostro de Himmler estaba muy gris-. Conoce usted todos los pasos de frontera hacia España. Conoce todas las rutas que siguen los contrabandistas desde España a Portugal, ¿verdad?
—Sí -dijo Thomas.
—Bien. Le daré plenos poderes. Le doy la libertad con la condición de que haga llegar a una determinada persona, salva y sana, a Lisboa. Usted es banquero, ¿verdad? Con usted se puede hablar de negocios, ¿verdad?
—Depende -dijo Thomas.
«Bien, ésta es la situación: me necesita. Los portugueses han roto sus relaciones diplomáticas con nosotros. Los españoles no permiten la entrada en el país a ningún alemán. Sólo se puede entrar de un modo ilegal. Éste es el motivo.»
Los labios de Thomas Lieven estaban secos. Sudaba. «No soy un héroe, nunca lo he sido. Tengo miedo. Pero si ese asesino pretende ahora que le saque de aquí..., o a alguno de sus parientes o amigos...»
—Bien, sus condiciones -dijo Himmler, arrastrando las palabras-. Hable usted.
—¿Quién es esa persona? -preguntó Thomas Lieven, en voz muy baja.
—Una persona que, sin duda alguna, le resultará simpática -contestó Himmler-. Se llama Wolfgang Lenbach y tiene documentación oficial extendida a este nombre. En realidad se llama Henry Booth y es un teniente coronel inglés. Amigo personal de Churchill y Montgomery. Mandaba un comando en Noruega. Allí le hicimos prisionero...