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No se veía una sola nube en el cielo azul oscuro de verano. Hacía mucho calor en Baden-Baden, mucho calor aquel 7 de julio de 1945. Los habitantes de la ciudad vagaban por las calles pálidos y delgados, mal vestidos y desesperados.
Hacia el mediodía pasó un coche del Estado Mayor de color verde oliva, en el que se sentaba, en el asiento posterior, un general de dos estrellas, por el cruce del Leopoldplatz. Allí un policía militar francés regulaba el tránsito..., el tránsito rodado francés, dado que no circulaban coches alemanes. ¡Pero sí había coches franceses en gran número! Baden-Baden era ahora la sede del Gobierno militar francés. Habitantes alemanes: treinta mil. Residentes militares franceses con sus familias: treinta y dos mil.
—Párese -ordenó el general, y el chófer se detuvo junto al policía militar francés, que le saludó con tal abulia que al instante hubiese merecido un severo reproche por parte de un general alemán. Pero por aquellos días los generales alemanes no les chillaban a los soldados, es decir, todavía no les volvían a chillar.
El general de dos estrellas bajó el cristal de la ventanilla y dijo:?
—Soy forastero aquí. ¿En dónde hay la mejor mesa de oficiales?
—Mon général, por amor de Dios, ¡no vaya usted a ninguna mesa de oficiales! Vaya a ver al capitán Clairmont de la organización Recherche de Criminels de Guerre. -Y el policía militar le señaló el camino.
—Adelante -ordenó el hambriento general.
El coche pasó por delante del hotel Atlantic y el casino con sus salas de juego. ¡Qué espectáculo tan triste, allí donde antaño se habían citado los hombres más ricos del mundo, las mujeres más elegantes, las cortesanas más caras! Los jardines y parque sin cuidar y los valiosos muebles del casino al aire libre.
El coche del Estado Mayor se detuvo ante una gran villa. Allí, hasta el fin del Reich milenario, había estado instalado el cuartel general de la Gestapo. Ahora se alojaba allí la organización francesa que perseguía a los criminales de guerra.
El general entró en la villa y preguntó por el capitán Clairmont.
Y el hombre que se hacía llamar René Clairmont se presentó al general: un hombre delgado, de mediana estatura, cráneo estrecho, cabello negro y mirada inteligente. Aquel hombre, de unos treinta y cinco años de edad, llevaba un uniforme que le sentaba a la medida. Pero, a pesar del uniforme, daba la impresión de no ser un aguerrido soldado.
El capitán, que en verdad se llamaba Thomas Lieven y que años atrás había sido banquero en Londres, estrechó la mano del general de dos estrellas y le dijo:
—Será un honor para nosotros tenerle como invitado, mon général.
¡Alto! Cuando por última vez vimos al agente secreto, en contra de su voluntad, a ese artista de la vida y genio culinario llamado Thomas Lieven, este hombre, que había usado ya tantos nombres falsos en su vida, se encontraba en la prisión de Frèsnes, cerca de París, encarcelado allí por los franceses.
Ha llegado el momento de contestar a la pregunta que se harán los lectores: ¿Cómo es posible que Thomas Lieven se encontrara el 7 de julio de 1945, en Baden-Baden dedicado a la persecución de los criminales de guerra, cuando el 3 de octubre de 1944, dos soldados abrieron la puerta de su celda invitándole a que se preparara para ser fusilado...?