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Walter Lippert era un hombre amargado, pálido y demacrado cuando Thomas Lieven le conoció en su celda. Lippert era un hombre de una gran inteligencia. Un hombre de carácter intachable. Escritor de profesión. Antifascista por convicción. Había pasado varios años en el campo de concentración de Dachau. Había pasado hambre. Había pasado frío. Lo habían atormentado. Había sido liberado por los americanos en el año 1945. Y los americanos le habían vuelto a encerrar de nuevo.

—Y todo por culpa de Lucie la Morena -le dijo Walter Lippert a Thomas Lieven.

—¿Y quién es Lucie la Morena?

—La mayor contrabandista y reina del mercado negro de Alemania del Sur -contestó Walter Lippert.

Antes de ser detenido por el CID había residido en una ciudad del sur de Alemania. En aquella misma ciudad vivía Lucie la Morena, una mujer hermosa, apasionada, detrás de la que corrían los oficiales americanos.

—¿Y cómo se llama en realidad esa mujer? -le preguntó Thomas a su compañero de celda.

—Lucie María Wallner. Está divorciada. De soltera se llamaba Gelt.

Esta dama poseía un local que se llamaba el Gallo de Oro. Este local lo había adquirido para ella un gauleiter alemán durante la guerra. Lucie fue su apasionada e infiel amante. El gauleiter había fallecido antes de que terminaran las hostilidades. Después de la guerra, Lucie se había convertido en la apasionada e infiel amante de un tal capitán William Wallace.

—¿Quién es el capitán Wallace? -preguntó Thomas.

El capitán Wallace, informó Lippert, era el comandante de un campamento de prisioneros de guerra en las afueras de la pequeña ciudad. Allí estaban internados muchos jefes nazis a los que habían sacado en la frontera austriaca de los últimos trenes llamados de «evacuación».

Esos trenes de «evacuación» que a fines de abril del año 1945 rodaban hacia el Sur estaban atestados de altos funcionarios de las SS y de las SA, diplomáticos y dirigentes ministeriales. Esos caballeros llevaban consigo mucho oro y muchas joyas, planos de armas secretas que no eran fabricadas aún e ingentes cantidades de morfina, de cocaína y otros narcóticos procedentes de la Intendencia de la Wehrmacht, así como también reservas de uranio del Kaiser Wilhelm Institut de Berlín.

Poco antes de llegar a la frontera, los altos jefes se dejaron llevar por el miedo, sobre todo, por lo que hace referencia al uranio. Arrojaron la valiosa mercancía por las ventanillas del convoy.

—... Al llegar a la frontera fueron detenidos por los americanos -informó Walter Lippert a Thomas Lieven-, e internados en el campamento del capitán Wallace. En parte siguen allí hoy día. El oro, los narcóticos y las joyas han desaparecido. Yo afirmo y declaro que el capitán Wallace se ha quedado con todo ello.

—¿Y el uranio? -preguntó Thomas.

—No lo han encontrado, como tampoco los planos de las armas secretas. Tal vez se encuentren todavía junto a la vía del tren bajo la nieve. Tal vez los ha encontrado un campesino, qué sé yo...

—¿Y qué le pasó a usted con Lucie la Morena? -le preguntó Thomas al demacrado y desesperado escritor.

Muy amargado, dijo Lippert:

—Cuando me sacaron del campo de concentración me destinaron los americanos a su Special Branch. ¡Por haber sido antinazi! -Rióse el escritor-. ¡Porque nadie tenía nada que reprocharme! Mi misión estribaba en «pasar por la pantalla» a los habitantes de la ciudad. Hace medio año se presentó en mi despacho Lucie la Morena, en compañía del capitán Wallace...

Alta y provocativa, hermosa y arrogante, se presentó: Lucie en el despacho de Walter Lippert. Rubio y delgado, de ojos azules y delgados labios, la acompañaba el capitán Wallace.

Lucie se sentó sobre la mesa escritorio de Walter Lippert, arrojó tres cartones de Chesterfield sobre la mesa, se cruza de piernas y dijo:

—Señor Lippert, o como se llame usted, ¿cuánto tiempo he de esperar aún que me extienda mi documentación conforme estoy en regla?

—Por el momento no pienso extenderle esta documentación -dijo Lippert-. Tenga la bondad de recoger esos cigarrillos. Y, por favor, no se siente en la mesa. Tome asiento en un sillón.

El capitán Wallace se sonrojó. Hablaba un alemán muy fluido.

—Oiga usted, Lippert, la dama es mi prometida. ¡Queremos casarnos! Confío que usted extenderá lo más rápidamente la documentación que ella le pide, ¿entendido?

—¡No extenderé esta documentación, capitán Wallace! -dijo Lippert, muy pálido.

—¿Por qué no?

—Existen graves cargos contra la señora. Durante años fue la amante de un gauleiter. Denunció a personas que fueron internadas en los campos de concentración y se enriqueció a costa de ellos. Es sabido que reclama esta documentación, dado que quiere Bristol...

El Bristol era un hotel cuyo propietario, un antiguo nazi, había huido.

—¿Y qué? -le gritó, de pronto, el capitán Wallace-. ¿Y a usted qué le importa todo esto? Bien, ¿va a extender esta documentación... sí o no?

—No -contestó Walter Lippert, muy firme.

—¡Lo lamentará usted! -gritó el capitán.

Salió del despacho. Contorneándose con las caderas y masticando chicle le siguió Lucie.

Dominado por la ira informó Lippert inmediatamente al delegado provincial que con él había de firmar esta documentación. El doctor Werner, el delegado provincial, dijo:

—¡Sólo faltaría eso! ¡Esta vieja nazi! No tema usted, Lippert, yo le respaldo a usted. ¡No vamos a ceder!

No, no cedió ninguno, ni el delegado provincial doctor Werner, ni tampoco Walter Lippert... y tampoco el capitán Wallace...

—... Mandó que me arrestaran -informó Walter Lippert en enero de 1947 a su compañero de celda Thomas Lieven-. Hace ya ochenta y dos días que estoy aquí. No me han interrogado una sola vez. Mi esposa está medio loca ya de miedo y preocupaciones. Le he mandado una carta al presidente Traman. Pero no hacen nada. Oh, sí, hacen mucho, le han dado su documentación a Lucie...

—¿Quién?

Lippert se encogió, cansado, de hombros.

—Alguien. Tiene muchos amigos. Ahora regenta el Bristol. Y allí es donde realizan ahora las más feas transacciones. En fin, señor Lieven, ésta es la situación. Después de haberme dejado matar casi en el campo de concentración. ¡Viva la democracia! ¡Viva la justicia!

Esto es lo que oyó contar Thomas Lieven en la celda un 26 de enero de 1947. Y aquel día, 29 de enero, le decía a su amigo Bastián, mientras se sentaban frente al fuego del hogar en su casita en los alrededores de Munich:

—Bien, ahora ya lo sabes todo. Estoy harto de las buenas obras y de proceder de un modo honrado y decente.

—Gracias a Dios, ¡por fin!

—Nos vamos al sur. A visitar a Lucie la Morena. Vamos en busca del uranio. Buscaré esos planos que han desaparecido. Y, de paso, nos ocuparemos también un poco de ese desgraciado Walter Lippert...

No sólo de caviar vive el hombre
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