12
«Lo mejor será que coja una cuerda y me ahorque -se dijo Thomas Lieven, muy melancólico-. ¿Cómo zafarme ahora de la situación en la que me veo metido?»
Abatido y deprimido vagaba por aquellos días Thomas Lieven de un lado al otro. Cuando la noche del 18 de mayo regresó de una visita a la habitación amueblada de Dunia, entró arrastrándose y lamentándose en el cuarto de baño y en su nerviosismo arrancó de la pared el pequeño botiquín casero que cayó al suelo promoviéndose gran ruido.
Medio dormido salió Bastián de su cuarto.
—Vamos, ¿qué ocurre aquí?
—Bromuro... -gimió nuestro amigo-, necesito bromuro para tranquilizarme.
—¿Acabas de ver a Dunia?
—Sí. E, imagínate, lo ha dispuesto ya todo para la boda. Tú eres uno de los testigos. Dentro de cuatro semanas. Y quiere tener hijos. ¡Cinco! Lo antes posible... Bastián, estoy perdido si al instante no sucede algo...; ahora mismo, ¿me oyes?
—Lo he oído. De momento toma esto. Se me ha ocurrido una idea. Tal vez dé rendimiento. Pero dame dos o tres días de tiempo.
—Todo el tiempo que necesites, viejo amigo -dijo Thomas Lieven.
Bastián se esfumó. Cuando regresó al cabo de seis días, estaba terriblemente silencioso y reservado.
—Vamos, habla ya -le ordenó Thomas-. ¿Has conseguido algo?
—Ya veremos -contestó Bastián.
Esto ocurría el 25 de mayo.
Aquel día, Thomas no supo nada de Dunia y tampoco al siguiente. Cuando la visitó por la noche, la mujer no estaba en casa.
El 27 de mayo a las 18.15 horas repiqueteó el teléfono en su casa. Descolgó el auricular y al momento oyó solamente muchas voces y el retumbar de motores.
Pero luego oyó la voz de Dunia ahogada por las lágrimas, la voz de una mujer desesperada:
—Mi corazón..., mi amado...
—¡Dunia! -gritó Thomas-. ¿Dónde estás?
—En Francfort..., en el aeropuerto..., en el puesto de la policía militar...
—¿En el puesto de la policía militar?
Sollozos en Francfort. Luego:
—Me voy a América, amado mío...
Thomas se dejó caer en un sillón.
—Tú... ¿Qué?
Mi avión parte dentro de diez minutos..., ¡ay, soy tan desgraciada!..., pero mi vida está en peligro. Me matan si me quedo aquí.
—¿Quién te matará? -preguntó Thomas con expresión! estúpida.
En aquel momento entró Bastián en la habitación. Se acercó al pequeño bar y se preparó medio whisky. Mientras, Thomas oía la voz de Dunia:
—Me han mandado cartas amenazándome..., me han atacado, me han matado casi... y me han dicho que me matarían de verdad si no regresaba a casa..., ¡y eso mismo han dicho también los americanos!
—¿Los americanos también?
—¡Sí, los americanos! -gritó histérica la voz desde Francfort-. Me voy a América por orden del Departamento de Estado... Allí estaré a salvo... No olvides que mi esposo era un general soviético...
—Dunia, ¿por qué no me has dicho nada de todo esto?
—No quería ponerte en peligro a ti. No debía hablar con nadie de todo esto... -La mujer hablaba con velocidad de vértigo. Thomas tenía la sensación de que todo daba vueltas en torno a él. Dunia hablaba de amor y de volverse a ver, de fidelidad eterna, y, finalmente-: Tengo que terminar, querido. Me espera el avión... Te quiero.
—Yo también -dijo Thomas.
Cortaron la comunicación. Thomas colgó el auricular en la horquilla.
Se quedó mirando fijamente a Bastián y se pasó la lengua por los labios.
—Dame un vaso. Rápido. De modo que todo esto es obra tuya..., ¿eh?
Bastián asintió con un movimiento de cabeza.
—No fue tan difícil como puedas imaginarte, pequeño -dijo.
No, no había sido tan difícil después de haber averiguado Bastián que en las cercanías de Nuremberg había un gigantesco campamento de refugiados extranjeros. Y allí había ido nuestro amigo...
En los desolados alrededores del triste campamento, había muchas tabernas. La tercera noche descubrió Bastián a dos caballeros que a precios muy decentes estaban dispuestos a escribir unas cartas amenazadoras en ruso. Y también se habían declarado dispuestos a acompañarle a Wiesbaden, irrumpir en una casa y asustar a una dama...
—... Y al instante se produjo la reacción -le contó Bastián a su amigo mientras se frotaba las manos.
—¡Bastián! -le gritó Thomas.
—Les inculqué previamente a los rusos que no debían tratar con violencias de ninguna clase a la dama -dijo Bastián.
—¡Lléname de nuevo el vaso! -gimió Thomas.
—Con mucho gusto. Sé que no fue un método muy elegante...
—¡Bárbaro!
—... Pero no sabes lo mucho que te aprecio, viejo.
además cuando te veía en compañía de cinco hijos... ¿Me perdonas?
A última hora de aquella tarde hablaron de su futuro.
Thomas mencionó entonces un nuevo negocio:
—Hemos ganado mucho dinero aquí. Y ese dinero hemos de invertirlo... lo más rápidamente posible.
—¿Por qué tan rápidamente?
—He oído circular ciertos rumores. Créeme, hemos de invertirlo. Vamos a comprar coches, Pontiac, Cadillac y otros coches americanos.
Thomas se fue calentando. Por un dólar, dijo, había que pagar por aquellos días doscientos marcos. En fin, disponían de dinero suficiente. Claro está, a los alemanes no les concedían permiso para importar automóviles americanos. Pero Thomas había conocido a un pequeño funcionario del Gobierno militar americano que acababa de solicitar su retiro. El caballero en cuestión se llamaba Jackson Taylor y él solicitaría el permiso de importación.
—El señor Taylor fundará una compañía comercial en Hamburgo, importará los coches que luego nos venderá... a nosotros.
—¡Pero si nadie tiene dinero aquí! -Esta situación va a cambiar muy pronto. -¿Y cuántos coches tienes la intención de comprar?
—Pues, digamos, un centenar.
—¡Jesús! ¿Y piensas mandarlos traer de un día al otro?
—No. Dependerá de cuándo tenga lugar la reforma.
—¿Qué reforma?
Y Thomas le contó de lo que se trataba...