Capítulo Diez

Yo me quedo aquí, Jonás —le dijo Fiona cuando llegaron a la puerta principal de la Casa de los Viejos, después de dejar las bicis en el aparcamiento.

—No sé por qué estoy nerviosa —confesó—. ¡Con la cantidad de veces que he venido ya!

Daba vueltas a su carpeta entre las manos.

—Es que ahora todo es diferente —le recordó Jonás.

—Hasta las placas de las bicis —dijo Fiona riendo.

Durante la noche, el Equipo de Mantenimiento había ido quitando la placa de cada uno de los nuevos Doces y sustituyéndola por otra del estilo correspondiente a los ciudadanos en formación.

—No quiero llegar tarde —añadió Fiona apresuradamente, y empezó a subir la escalinata—. Si salimos a la misma hora, te acompañaré a casa.

Jonás asintió, la despidió con la mano y dobló la esquina del edificio hacia el Anexo, un pabellón pequeño unido a la parte de atrás.

Desde luego tampoco él quería llegar tarde en su primer día de formación.

El Anexo era muy corriente y su puerta no tenía nada de particular.

Jonás extendió la mano hacia el pesado picaporte, pero vio que en la pared había un timbre y lo apretó.

—¿Quién?

La voz salió de un pequeño altavoz que había sobre el timbre.

—Soy... soy Jonás. Soy el nuevo..., este...

—Pase.

Un chasquido indicó que se soltaba el pestillo de la puerta.

El vestíbulo era muy pequeño; no había más que una mesa, y sentada ante ella una Recepcionista atareada con unos papeles. Alzó los ojos al entrar Jonás; y a continuación, para su sorpresa, se puso de pie. No era una gran cosa ponerse de pie; pero hasta entonces nadie se había levantado automáticamente ante la presencia de Jonás.

—Bienvenido, Receptor de Memoria —dijo respetuosamente la Recepcionista.

—Por favor, llámeme Jonás —respondió él, azarado.

Ella sonrió, pulsó un botón, y se oyó un chasquido en la puerta que tenía a su izquierda.

—Puede usted pasar —dijo.

Entonces pareció percatarse de su azaramiento y de la causa que lo motivaba. En la Comunidad jamás había cerraduras en las puertas.

Por lo menos Jonás no sabía que las hubiera.

—Las cerraduras son únicamente para que se respete la intimidad del Receptor, porque necesita concentración —explicó la Recepcionista—.

Sería una molestia que entrara cualquier ciudadano, buscando el Departamento de Reparación de Bicicletas o lo que fuera.

Jonás se rió, relajándose un poco. Aquella mujer parecía muy cordial, y era verdad —de hecho era un chiste en toda la Comunidad—que el Departamento de Reparación de Bicicletas, que era una oficinilla poco importante, cambiaba de sitio tan a menudo que nadie sabía nunca dónde estaba.

—Aquí no hay nada peligroso —dijo la Recepcionista—. Pero —añadió, echando una ojeada al reloj de la pared— no le gusta que le hagan esperar.

Jonás se apresuró a franquear la puerta y se encontró en un Área de Estancia confortablemente amueblada. No se diferenciaba mucho de lo que había en la casa de su Unidad Familiar. El mobiliario era más o menos igual en toda la Comunidad: práctico, duradero, claramente definida la función de cada mueble. Una cama para dormir. Una mesa para comer. Un escritorio para estudiar.

Todo eso había en aquella espaciosa habitación, aunque cada cosa era ligeramente distinta de las de su casa. La tapicería de los sillones y del sofá era algo más gruesa y más lujosa; las patas de las mesas no eran rectas como las de casa, sino esbeltas y curvadas, con una pequeña decoración tallada en el pie. La cama, metida en un hueco al fondo de la habitación, estaba vestida con una colcha espléndida, toda ella bordada con dibujos complicados.

Pero la diferencia más llamativa eran los libros. En su casa tenían los volúmenes imprescindibles de consulta que había que tener en todas las casas: un diccionario y el grueso directorio de la Comunidad que contenía descripciones de todos los organismos, fábricas, edificios y comités. Y el Libro de Normas, naturalmente.

Los libros de su casa eran los únicos que Jonás había visto en su vida. Ni sabía que existieran otros.

Pero las paredes de esta habitación estaban enteramente recubiertas de estanterías, llenas, que llegaban hasta el techo. Debía de haber allí cientos, quizá miles de libros, cada uno con su título escrito en letras brillantes.

Jonás los miró sin pestañear. No era capaz de imaginarse cuántos miles de páginas contendrían. ¿Podría haber otras normas además de las que regían la Comunidad? ¿Podría haber más descripciones de organismos y fábricas y comités?

Sólo tuvo un segundo para mirar a su alrededor, porque se dio cuenta de que el hombre que estaba sentado en un sillón junto a la mesa le vigilaba. Rápidamente avanzó, se detuvo ante él, hizo una pequeña inclinación y dijo:

—Soy Jonás.

—Ya lo sé. Bienvenido, Receptor de Memoria.

Jonás le reconoció: era el Anciano que parecía separado de los demás en la Ceremonia, aunque vestía la misma ropa especial que sólo vestían los Ancianos.

Jonás miró tímidamente a los ojos claros que reflejaban los suyos como un espejo.

—Señor, pido disculpas por mi incomprensión...

Esperó, pero el hombre no dio la respuesta habitual de aceptación de disculpas.

Pasado un instante, Jonás continuó:

—Es que creí, quiero decir creo —rectificó, diciéndose que si en algún momento era importante hablar con precisión, sin duda era entonces, en la presencia de aquel hombre—, que el Receptor de la Memoria es usted. Yo sólo soy, en fin, a mí únicamente me han asignado, quiero decir seleccionado, ayer. Yo no soy nada, todavía.

El hombre le miró pensativo, callado. Era una mirada en la que se mezclaban interés, curiosidad, atención y quizá también un poco de afecto.

Por fin habló.

—A partir de hoy, de este momento, por lo menos para mí, el Receptor eres tú. Yo vengo siendo el Receptor desde hace mucho tiempo. Muchísimo tiempo. Eso lo ves, ¿verdad?

Jonás asintió. El hombre tenía muchas arrugas y sus ojos, aunque penetrantes con su inusitada claridad, parecían cansados. La carne de alrededor estaba oscurecida en círculos de sombra.

—Veo que es usted muy viejo —replicó Jonás con respeto.

A los Viejos siempre se les trataba con el mayor respeto.

El hombre sonrió y con gesto risueño se palpó la carne flácida de la cara.

—En realidad no soy tan viejo como aparento —dijo—. Este trabajo me ha envejecido. Ahora parece como si ya me debiera faltar poco para la liberación. Pero la verdad es que tengo bastante tiempo por delante.

—Me agradó, sin embargo, que te seleccionaran. Han tardado mucho. El fracaso de la selección anterior fue hace diez años y mi energía está empezando a disminuir. Necesito la fuerza que me queda para tu formación. Nos espera un trabajo duro y doloroso, a ti y a mí.

Haz el favor de sentarte —dijo señalando al sillón cercano.

Jonás se dejó caer en el mullido asiento.

El hombre cerró los ojos y siguió hablando.

—Cuando yo llegué a Doce, fui seleccionado lo mismo que tú.

Estaba asustado, como seguro que lo estás tú.

Abrió los ojos por un instante y miró a Jonás, que asintió.

Los ojos se volvieron a cerrar.

—Vine a este mismo cuarto para empezar mi formación. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces!

—El Receptor anterior me pareció tan viejo como yo te parezco a ti.

Estaba tan cansado como yo lo estoy hoy.

De pronto se inclinó hacia delante, abrió los ojos y dijo:

—Puedes hacer preguntas. ¡Tengo tan poca experiencia de describir este proceso! Está prohibido hablar de ello.

—Lo sé, señor. He leído las instrucciones —dijo Jonás.

—Por eso puede ser que me descuide y no aclare las cosas como es debido —el hombre rió para sí—. Mi trabajo es importante y enormemente honroso. Pero eso no quiere decir que yo sea perfecto, y la otra vez que intenté formar a un sucesor fracasé. Así que hazme todas las preguntas que quieras.

En su pensamiento, Jonás tenía preguntas; un millar, un millón de preguntas. Tantas preguntas como libros había por las paredes. Pero no hizo ninguna, de momento.

El hombre suspiró como si pusiera en orden sus ideas. Después tomó otra vez la palabra.

—Dicho sencillamente —dijo—, aunque de sencillo no tiene nada, mi trabajo consiste en transmitirte todos los recuerdos que tengo dentro.

Recuerdos del pasado.

—Señor —se aventuró a decir Jonás—, yo tendría mucho gusto en oír la historia de su vida y escuchar sus recuerdos. Pido disculpas por interrumpir —añadió rápidamente.

El hombre hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Nada de disculpas en esta habitación. No tenemos tiempo.

—Bien —continuó Jonás, con el malestar de darse cuenta de que podría estar interrumpiendo otra vez—, pues me interesa de verdad, no es que no me interese. Pero no alcanzo a entender por qué es tan importante. Yo podría hacer algún trabajo de adulto en la Comunidad y en las horas de recreación venir a escuchar los relatos de su infancia.

Me gustaría. En realidad —añadió—, ya lo he hecho, en la Casa de los Viejos. A los Viejos les gusta contar su infancia y siempre es entretenido oírla.

El hombre meneó la cabeza.

—No, no —dijo—. No me he expresado con claridad. No es mi pasado, ni mi infancia, lo que te tengo que transmitir.

Se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.

—Son los recuerdos del mundo entero —dijo, dando un suspiro—.

Anteriores a ti, anteriores a mí, anteriores al anterior Receptor y a las generaciones que le precedieron.

Jonás frunció las cejas.

—¿Cómo del mundo entero? —preguntó—. No entiendo. ¿No de nosotros sólo? ¿No sólo de la Comunidad? ¿Se refiere a Afuera, también? —trató de asir la idea mentalmente—. Lo siento, señor, pero no alcanzo a comprender. Quizá tendría que ser más despierto. No sé a qué se refiere al decir «el mundo entero» o «las generaciones que le precedieron». Yo creía que sólo estábamos nosotros. Creía que sólo hay lo de ahora.

—Hay mucho más. Hay todo lo que va más allá, todo lo que está Afuera; y todo lo de atrás, desde hace muchísimo, muchísimo tiempo.

Yo recibí todas esas cosas cuando me seleccionaron. Y aquí en esta habitación, yo solo, las vuelvo a experimentar una y otra vez. Es así como viene la sabiduría. Y como configuramos nuestro futuro.

Descansó un momento, respirando hondo.

—¡Pesan sobre mí de tal modo! —dijo.

Jonás sintió una terrible preocupación por aquel hombre, de pronto.

—Es como si...

El hombre hizo una pausa, como si quisiera encontrar las palabras justas para describirlo.

—Es como bajar un monte en trineo sobre un espeso manto de nieve —dijo por fin—. Al principio es emocionante: la velocidad, el aire cortante de puro fino; pero enseguida se acumula la nieve, se amontona sobre los patines, y te frena, tienes que empujar fuerte para seguir y...

De repente sacudió la cabeza y miró a Jonás.

—Eso no ha significado nada para ti, ¿verdad? —preguntó.

Jonás no supo qué responder.

—No lo he entendido, señor.

—Claro que no. Tú no sabes lo que es la nieve, ¿verdad?

Jonás negó con la cabeza.

—¿Ni un trineo? ¿Ni patines?

—No, señor —dijo Jonás.

—¿Y bajar un monte? ¿Eso te dice algo?

—Nada, señor.

—Bueno, puede ser un punto de partida. Antes estaba pensando cómo podríamos empezar. Pasa a la cama y túmbate boca abajo.

Quítate antes la túnica.

Jonás obedeció, un poco temeroso. Bajo el pecho desnudo sintió los blandos pliegues del magnífico paño que cubría la cama. Vio que el hombre se levantaba y se dirigía primero a la pared donde estaba el altavoz. Era el mismo tipo de altavoz que había en todas las casas, pero con una diferencia. Este altavoz tenía un interruptor, que el hombre corrió diestramente al extremo donde ponía CERRADO.

Jonás apenas pudo reprimir una exclamación. ¡Tener el poder de cerrar el altavoz! Era asombroso.

Después el hombre se dirigió, con sorprendente agilidad, al ángulo donde estaba la cama. Se sentó en una silla al lado de Jonás, que estaba inmóvil, esperando a ver qué pasaba a continuación.

—Cierra los ojos. Relájate. Esto no dolerá.

Jonás recordó que se le permitía, se le animaba incluso a hacer preguntas.

—¿Qué va usted a hacer, señor? —preguntó, deseando que en la voz no se le notara el nerviosismo.

—Voy a transmitir el recuerdo de la nieve —dijo el Viejo.

Y puso las manos sobre la espalda desnuda de Jonás.