Capítulo Once
Al principio Jonás no sintió nada extraño, simplemente la ligera presión de las manos del Viejo en su espalda.
Intentó relajarse, respirar acompasadamente. En la habitación reinaba un silencio absoluto y por un instante Jonás temió hacer el ridículo ya, en su primer día de formación, si se quedaba dormido.
Entonces tiritó. Se dio cuenta de que el tacto de las manos, de pronto, era frío. En el mismo instante, al respirar, sintió que el aire cambiaba y que hasta su aliento se enfriaba. Se lamió los labios, y al hacerlo su lengua tocó un aire súbitamente helado.
Aquello era muy sorprendente, pero Jonás ya no tenía ningún miedo. Se encontraba lleno de energía y volvió a respirar sintiendo el cuchillo del aire helador. Entonces notó también un aire frío que se arremolinaba alrededor de todo su cuerpo. Lo sentía soplar contra sus manos, que yacían a sus costados y por encima de su espalda.
El tacto de las manos del hombre parecía haber desaparecido.
Entonces se percató de una sensación totalmente nueva:
¿pinchazos? No, porque eran suaves y no dolían. Unas sensaciones pequeñitas, frías, como plumas, que salpicaban su cuerpo y su cara.
Volvió a sacar la lengua y uno de los puntitos de frío se posó en ella. Al instante desapareció de su conciencia; pero atrapó otro, y otro, y la sensación le hizo sonreír.
Una parte de su ser sabía que seguía estando allí tendido, sobre la cama de la habitación del Anexo. Pero otra parte distinta de su ser estaba ahora erguida, en posición sentada, y notaba que no tenía debajo la blanda colcha decorada, sino que estaba sentado en una superficie dura y plana. Sus manos sujetaban (aunque al mismo tiempo permanecían inmóviles a sus costados) una cuerda áspera y húmeda.
Y veía, a pesar de tener los ojos cerrados. Veía un torrente, un torbellino luminoso de cristales en el aire de alrededor, los veía acumularse sobre el dorso de sus manos, como una piel fría.
Su aliento era visible.
Más allá, a través del remolino de aquello que ahora percibía, sin saber cómo, que era lo que había nombrado el Viejo —la nieve—, su vista abarcaba una gran distancia. Estaba en un lugar alto. El suelo era una gruesa capa de nieve esponjosa, pero él estaba sentado un poco más arriba, sobre un objeto duro y plano.
Un trineo, supo de golpe. Estaba sentado sobre una cosa llamada trineo. Y el trineo parecía estar colocado en lo alto de una larga cuesta que se alzaba del propio terreno. Y en el mismo instante en que pensó la palabra «cuesta», su nueva conciencia le dijo: monte.
Entonces el trineo, con Jonás encima, empezó a avanzar a través de la nieve que caía y él comprendió inmediatamente que estaba bajando el monte. Ninguna voz lo había explicado; era la propia experiencia la que se explicaba.
Su cara hendía el aire helador cuando inició el descenso, a través de la sustancia llamada nieve, en un vehículo llamado trineo, que avanzaba sobre algo que entonces supo sin sombra de duda que eran los patines.
Abarcar todas aquellas cosas mientras descendía velozmente no le impidió disfrutar del intenso gozo que le invadía: la velocidad, el aire fino y frío, el silencio total, la sensación de equilibrio y emoción y paz.
Pero a medida que el ángulo del descenso se iba reduciendo, a medida que la cuesta —el monte— se aplanaba al llegar abajo, el trineo perdía velocidad. Ahora la nieve se le acumulaba alrededor, y Jonás hizo fuerza con su cuerpo para impulsarlo, porque no quería que aquella emocionante carrera acabase.
Hasta que el obstáculo de la nieve acumulada fue demasiado para los estrechos patines y el trineo se paró. Jonás se quedó quieto un momento, jadeando, sujetando la cuerda entre sus manos frías. Abrió los ojos con cautela; no los ojos de la nieve, el monte y el trineo, pues ésos habían estado abiertos durante todo el extraño viaje. Abrió sus ojos normales y vio que seguía estando sobre la cama, vio que no se había movido.
El Viejo, todavía a su lado, le miraba fijamente.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
Jonás se incorporó y trató de responder sinceramente.
—Sorprendido —dijo al cabo de un instante.
El Viejo se enjugó la frente con la manga.
—¡Uf! —dijo—. Ha sido agotador. Pero fíjate, sólo por transmitirte ese pequeñísimo recuerdo ya me encuentro un poco menos cargado.
—¿Quiere usted decir..., me dijo que podía hacer preguntas?
El hombre asintió, alentándole a preguntar.
—¿Quiere usted decir que ahora ya no tiene el recuerdo de eso, de ese viaje en el trineo?
—Eso es. Un poquito de peso menos para este viejo cuerpo.
—¡Pero era muy divertido! ¡Y ahora usted no lo tiene! ¡Yo se lo he quitado!
Pero el Viejo se rió.
—Yo no te he dado más que una carrera, en un trineo, bajo una nevada, por un monte. Tengo un sinfín de ellas en la memoria. Te las podría ir dando una por una, mil veces, y aún quedarían más.
—¿Quiere usted decir que podría, o sea que podríamos, hacerlo otra vez? —preguntó Jonás—. Me gustaría de verdad. Creo que podría conducir, tirando de la cuerda. Esta vez no lo intenté porque todo era muy nuevo.
El Viejo, riendo, sacudió la cabeza.
—Quizá otro día, de regalo. Pero no hay tiempo, realmente, para que nos dediquemos a jugar. Sólo he querido empezar enseñándote cómo se hace.
—Ahora —añadió, pasando a un tono más práctico—, échate. Quiero...
Jonás se echó. Esperaba con ansia la experiencia siguiente. Pero de pronto se le ocurrieron muchísimas preguntas.
—¿Por qué no tenemos nieve, ni trineos, ni montes? —preguntó—. ¿Y cuándo los tuvimos en el pasado? ¿Mis padres tuvieron trineos cuando eran muy jóvenes? ¿Y usted?
El Viejo se encogió de hombros y soltó una risilla breve.
—No —dijo—. Es un recuerdo muy lejano. Por eso ha sido tan agotador: tengo que tirar de él desde una distancia de muchas generaciones. Se me dio al principio de ser Receptor, y también el Receptor anterior tenía que tirar de él desde muy atrás.
—Pero, ¿qué fue de aquellas cosas, de la nieve y todo lo demás?
—El Control del Clima. La nieve dificultaba el cultivo de alimentos, limitaba los períodos agrícolas. Y la imprevisibilidad del tiempo hacía el transporte casi imposible, a veces. No era práctica y por lo tanto se abandonó cuando pasamos a la Igualdad.
—Y los montes también —añadió—. Entorpecían el transporte de mercancías. Los camiones, los autobuses, perdían velocidad. Así que...
—sacudió la mano, como si un gesto hubiera hecho desaparecer los montes—. La Igualdad —concluyó.
Jonás frunció el ceño.
—Pues a mí me gustaría que siguiéramos teniendo esas cosas.
Sólo de vez en cuando.
El Viejo sonrió.
—A mí también —dijo—. Pero no nos dan a elegir.
—Pero, señor —sugirió Jonás—, ya que usted tiene tanto poder...
El hombre le corrigió.
—Honor —dijo tajantemente—. Tengo un gran honor. Como lo tendrás tú. Pero ya te darás cuenta de que no es lo mismo que poder.
—Ahora túmbate y estate quieto. Ya que nos hemos metido en el tema del clima, déjame que te pase otra cosa. Y esta vez no te voy a decir cómo se llama, porque quiero comprobar la recepción. Deberías ser capaz de percibir el nombre sin que te lo diga. «Nieve», «trineo», «bajar por un monte» y «patines» te los había descubierto yo al nombrártelos antes.
Sin necesidad de que se lo mandaran, Jonás volvió a cerrar los ojos. Volvió a sentir las manos en su espalda. Esperó.
Ahora llegaban más deprisa las impresiones. Esta vez las manos no se enfriaron, al contrario: las empezó a notar tibias sobre su cuerpo.
Se humedecieron un poco. El calor se extendió, difundiéndose sobre sus hombros, subiendo por el cuello hasta la mejilla. Lo sentía también bajo la ropa, una sensación general agradable; y cuando esta vez se lamió los labios, el aire estaba caliente y pesado.
No se movía. No había ningún trineo. Su postura no cambiaba.
Estaba sencillamente solo, no sabía dónde, al aire libre, tendido boca abajo, y el calor venía de muy arriba. No era tan emocionante como la carrera a través del aire nevado, pero era grato y reconfortante.
De pronto percibió el nombre de aquello: calor del sol. Percibió que venía del cielo.
Entonces se acabó.
—Calor del sol —dijo en voz alta, abriendo los ojos.
—Bien. Te llego el nombre. Eso facilita mi trabajo. No habrá tanto que explicar.
—Y venía del cielo.
—Exactamente —dijo el Viejo—. Como pasaba antes.
—Antes de la Igualdad. Antes del Control del Clima —añadió Jonás.
El hombre se echó a reír.
—Recibes bien y aprendes deprisa. Estoy muy contento contigo.
Creo que por hoy ya está bien. Hemos hecho un buen comienzo.
Había una pregunta que inquietaba a Jonás.
—Señor —dijo—, la Presidenta de los Ancianos me dijo, le dijo a todo el mundo, y usted también me lo ha dicho, que sería doloroso. Así que yo tenía un poco de miedo. Pero no me ha dolido nada. Lo he pasado muy bien.
Y miró al Viejo con gesto interrogante.
El hombre dio un suspiro.
—Te he hecho empezar con recuerdos placenteros. Mi fracaso anterior me dio la sabiduría de hacerlo así —respiró hondo unas cuantas veces—. Jonás —dijo—, será doloroso. Pero no tiene por qué serlo aún.
—Yo soy valiente. De verdad.
Jonás se puso un poco más derecho.
El Viejo le miró durante unos instantes y sonrió.
—Ya lo veo —dijo—. Bueno, ya que has hecho la pregunta..., creo que me queda energía para una transmisión más. Túmbate otra vez. Será lo último por hoy.
Jonás obedeció alegremente. Cerró los ojos, esperando, y volvió a sentir las manos; después sintió otra vez la tibieza, otra vez el calor del sol, que venía del cielo de esta otra conciencia que era tan nueva para él. Esta vez, según yacía disfrutando del calor maravilloso, sintió el paso del tiempo. Su yo real se dio cuenta de que era sólo un minuto o dos, pero el otro yo, el receptor de memoria, sintió que pasaba horas al sol. La piel le empezó a escocer. Incómodo, movió un brazo doblándolo, y sintió un dolor agudo en el pliegue interior del codo.
—¡Aaah! —dijo en voz alta, y cambió de postura sobre la cama—.
¡Uuuf! —exclamó, porque al moverse le dolió todo, hasta la cara al mover la boca para hablar.
Sabía que había un nombre, pero el dolor no le dejaba asirlo.
Entonces se acabó. Abrió los ojos, con la cara contraída por la molestia.
—Ha dolido —dijo—, y no he podido captar el nombre.
—Quemadura —dijo el Viejo.
—Ha dolido mucho —dijo Jonás—, pero me alegro de que me lo haya dado. Ha sido interesante. Y ahora entiendo mejor lo que significaba que habría dolor.
El hombre no respondió. Guardó silencio durante unos segundos, y luego dijo:
—Levántate ya. Es hora de que vuelvas a casa.
Caminaron juntos hasta el centro de la habitación. Jonás volvió a ponerse la túnica.
—Adiós, señor —dijo—. Gracias por mi primer día.
El Viejo contestó asintiendo con la cabeza. Se le veía agotado y un poco triste.
—¡Señor! —dijo Jonás tímidamente.
—¿Qué? ¿Tienes alguna pregunta?
—Es que no sé cómo se llama usted. Yo pensaba que era usted el Receptor, pero usted dice que ahora el Receptor soy yo. Así que no sé cómo llamarle.
El hombre se había vuelto a sentar en el sillón cómodo. Giró los hombros como para librarse de una sensación dolorosa. Parecía tremendamente cansado.
—Llámame Dador —dijo.