Capítulo Diecinueve
Jonás echó una ojeada al reloj. Había tanto que hacer siempre, que pocas veces se limitaban el Dador y él a hablar, como en aquel rato.
—Lamento haber gastado tanto tiempo con mis preguntas —dijo—. Si preguntaba por la liberación era únicamente porque mi padre libera hoy a un Nacido. Un gemelo. Tiene que escoger a uno y liberar al otro. Lo hacen por el peso —volvió a mirar el reloj—. En realidad, ya habrá acabado. Creo que era esta mañana.
La cara del Dador tomó una expresión solemne.
—No deberían hacer eso —dijo en voz baja, casi para sí.
—¡Pero no puede haber por ahí sueltas dos personas idénticas!
¡Figúrese qué lío! —dijo Jonás riendo.
—A mí me gustaría verlo —añadió después de pensar.
Le gustaba la idea de ver a su padre llevando a cabo la Ceremonia y poniendo limpio y confortable al gemelito. ¡Su padre era un hombre tan bondadoso!
—Puedes verlo —dijo el Dador.
—No —dijo Jonás—. Nunca dejan verlo a los niños. Es muy privado.
—Jonás —dijo el Dador—, yo sé que tú has leído tus instrucciones de formación muy atentamente. ¿No recuerdas que te está permitido preguntar todo lo que quieras?
Jonás asintió.
—Sí, pero...
—Jonás, cuando tú y yo acabemos nuestro tiempo en común, tú serás el nuevo Receptor. Puedes leer los libros; tendrás los recuerdos.
Tienes acceso a todo. Eso es parte de tu formación. Si quieres ver una liberación, no tienes más que pedirlo.
Jonás se encogió de hombros.
—Bien, pues quizá lo pida. Pero a ésta ya no llego. Estoy seguro de que fue esta mañana.
Entonces el Dador le dijo una cosa que él no sabía.
—Todas las Ceremonias privadas se graban. Quedan en el Registro Reservado. ¿Quieres ver la liberación de esta mañana?
Jonás vaciló. Temió que a su padre no le gustara que él viera algo tan privado.
—Creo que deberías —le dijo el Dador con firmeza.
—Bueno, pues sí —dijo Jonás—. Dígame cómo.
El Dador se levantó de su asiento, se acercó al altavoz de la pared y corrió el interruptor de CERRADO a ABIERTO.
La voz habló inmediatamente.
—Sí, Receptor. ¿Qué desea?
—Quisiera ver la liberación del gemelo que ha habido esta mañana.
—Un momento, Receptor. Gracias por sus instrucciones.
Jonás fijó los ojos en la pantalla de vídeo que había sobre la fila de interruptores. En su superficie vacía empezaron a parpadear unas líneas en zigzag; después salieron unos números, seguidos de la fecha y la hora. Jonás se quedó asombrado y encantado de que aquello estuviera a su disposición y sorprendido de no haberlo sabido antes.
De pronto vio una habitación pequeña y sin ventanas, vacía salvo una cama, una mesa con algunas cosas encima —reconoció un pesabebés; los había visto antes, cuando hacía horas de voluntariado en el Centro de Crianza— y un armario. Vio que el suelo era de moqueta clara.
—Es una habitación corriente —comentó—. Pensé que a lo mejor lo hacían en el Auditorio, para que pudiera ir todo el mundo. Todos los Viejos van a las Ceremonias de Liberación. Pero será que por tratarse sólo de un Nacido, no...
—Sssh... —dijo el Dador, con la mirada puesta en la pantalla.
En la habitación entró el padre de Jonás, vestido con su uniforme de Criador, llevando en brazos a un Nacido diminuto envuelto en una mantita suave. Una mujer uniformada entró tras él, cargada con un segundo niño envuelto en otra manta similar.
—Ese es mi padre —bisbiseó Jonás sin proponérselo, como si pudiera despertar a los pequeños si hablara alto—. Y la Criadora es su ayudante. Está todavía en formación, pero acabará pronto.
Los dos criadores desplegaron las mantitas y tendieron sobre la cama a los Nacidos idénticos. Estaban desnudos. Jonás vio que eran chicos.
Contempló fascinado cómo su padre llevaba primero a uno y luego al otro al pesabebés y les pesaba.
Oyó a su padre reír.
—Bien —dijo su padre a la mujer—. Por un momento pensé que podían ser exactamente iguales. Entonces sí que habríamos tenido un problema. Pero éste —dijo entregándoselo, tras haberle envuelto otra vez, a su ayudante— pesa tres kilos justos. Así que puede usted lavarle y vestirle y llevárselo al Centro.
La mujer tomó al Nacido y salió por la misma puerta por donde había entrado.
Jonás vio que su padre se inclinaba sobre el Nacido que se retorcía encima de la cama.
—Y tú, chiquito, tú sólo pesas dos kilos ochocientos gramos. ¡Una gamba!
—Esa es la voz especial con que habla a Gabriel —observó Jonás sonriendo.
—Atiende —dijo el Dador.
—Ahora le pone limpito y cómodo —dijo Jonás—. Me lo ha contado.
—Calla, Jonás —ordenó el Dador con una voz extraña—. Atiende.
Obediente, Jonás se concentró en la pantalla, esperando a ver qué pasaba a continuación. Sentía particular curiosidad por la parte de Ceremonia.
Su padre se volvió y abrió el armario. Sacó una jeringuilla y un frasquito. Con mucho cuidado insertó la aguja en el frasco y empezó a llenar la jeringuilla con un líquido claro.
Jonás hizo una mueca de conmiseración. Se le había olvidado que a los Nacidos hay que ponerles inyecciones. Él aborrecía las inyecciones, aunque sabía que eran necesarias.
Entonces le sorprendió ver que su padre, con mucho cuidado, situaba la aguja sobre la parte alta de la frente del niño, pinchando en el punto donde la frágil piel latía. El Nacido se retorció y gimió débilmente.
—¿Y por qué...?
—¡Calla! —dijo el Dador con voz tajante.
Su padre estaba hablando y Jonás se dio cuenta de estar oyendo la respuesta a la pregunta que había empezado a hacer. También con la voz especial, su padre estaba diciendo: «Ya lo sé, ya lo sé. Duele, chiquito. Pero tengo que usar una vena y las venas de tus brazos son todavía demasiado finitas».
Y, empujando el émbolo muy despacio, inyectó el líquido en la vena de la cabeza hasta vaciar la jeringuilla.
—Ya está. No ha sido nada, ¿a que no? —oyó Jonás que decía su padre alegremente.
Y apartándose tiró la jeringuilla a una papelera.
«Ahora le lava y le pone cómodo», dijo Jonás para sí, en vista de que el Dador no quería hablar durante la pequeña Ceremonia.
Siguió mirando y vio que el Nacido, que ya no lloraba, movía los brazos y las piernas dando sacudidas. Luego se quedó quieto. La cabeza se le cayó de lado, con los ojos medio abiertos. Luego ya no se movió.
Con una sensación de intensa extrañeza, Jonás reconoció los gestos y la postura y la expresión. Los conocía. Los había visto antes.
Pero no recordaba dónde.
Miró fijamente a la pantalla, esperando que pasara algo. Pero no pasó nada. El gemelito yacía inmóvil. Su padre estaba recogiendo las cosas. Doblando la manta. Cerrando el armario.
Una vez más, como en el Área de Juegos, sintió que se ahogaba.
Una vez más vio la cara del soldado rubio y ensangrentado cuando la vida abandonó sus ojos. El recuerdo volvió.
«¡Le ha matado! ¡Mi padre le ha matado!», se dijo, estupefacto de lo que estaba comprendiendo. Y siguió mirando a la pantalla, petrificado.
Su padre hizo orden en la habitación. Después cogió una caja pequeña de cartón que estaba preparada en el suelo, la puso sobre la cama y metió en ella el cuerpo exánime, cerrando bien la tapa.
Cogió la caja y la llevó hasta el otro extremo de la habitación. Abrió una puertecilla que había en la pared; Jonás vio que al otro lado de la puertecilla estaba oscuro. Parecía ser el mismo tipo de vertedor que había en la escuela para depositar la basura.
Su padre cargó la caja que contenía el cuerpo en el vertedor y le dio un empujón.
—Adiós, chiquito —oyó Jonás que decía antes de salir de la habitación.
Luego la pantalla quedó en blanco.
El Dador se volvió hacia él. Con mucha calma refirió:
—Cuando el altavoz me comunicó que Rosemary había solicitado la liberación, pusieron la cinta para mostrarme el procedimiento. Allí estaba ella, esperando: fue la última imagen que tuve de aquella bella criatura. Trajeron la jeringuilla y le pidieron que se subiera la manga.
—¿Tú insinuabas, Jonás, que quizá no era valiente? Yo no sé qué es la valentía: qué es, qué significa. Lo que sé es que yo estaba aquí paralizado por el horror, deshecho de no poder hacer nada. Y oí que Rosemary les decía que prefería ponerse ella misma la inyección.
—Y lo hizo. Yo no miré. Miré para otro lado.
El Dador se volvió hacia él.
—Bueno, pues ahí lo tienes, Jonás. Estabas pensando cómo sería la liberación —dijo con voz amarga.
Jonás sintió dentro de sí una sensación de desgarro, la sensación de un dolor terrible que se abría camino a zarpazos para estallar en un grito.