Capítulo Veintidós
Ahora el paisaje iba cambiando. Era un cambio sutil, que al principio casi no se notaba. La carretera era más estrecha y estaba llena de baches, como si ya no la reparasen los equipos viarios. De pronto se hizo más difícil mantener el equilibrio en la bici, porque la rueda delantera tropezaba en piedras y rodadas.
Una noche Jonás se cayó, al tropezar la bici con una peña.
Instintivamente echó los brazos a Gabriel, y el niño, que iba bien atado en su sillín, no sufrió ningún daño, nada más que el susto al caer de lado la bici. Pero Jonás se torció un tobillo y se desolló las rodillas y la sangre le empapó los pantalones rotos. Lleno de dolores se levantó y enderezó la bici, a la vez que tranquilizaba a Gabi.
Empezó a atreverse a viajar de día. Ya no se acordaba del miedo a los aviones de búsqueda, que parecían haberse desvanecido en el pasado. Pero ahora había otros miedos; el paisaje extraño encerraba peligros ocultos, desconocidos.
Los árboles eran más abundantes y la carretera bordeaba bosques oscuros y espesos, misteriosos. Ahora era más frecuente ver arroyos y se paraban a menudo para beber. Jonás se lavaba con mimo las heridas de las rodillas, haciendo muecas al frotarse la carne despellejada. El dolor continuo del tobillo hinchado se aliviaba cuando lo sumergía en el agua fría que se despeñaba en torrentes junto a la carretera.
Entonces tuvo una conciencia reavivada de que la seguridad de Gabriel dependía totalmente de que a él no se le agotaran las fuerzas.
Vieron su primera cascada y por primera vez vieron animales.
—¡Avidón! ¡Avidón! —gritó Gabriel, y Jonás giró rápidamente para meterse entre los árboles, aunque hacía días que no veía aviones, ni en aquel momento oía ruido de motores.
Cuando paró la bici en los matorrales y se volvió para coger a Gabi, vio que con su corto bracito apuntaba al cielo.
Aterrado, Jonás levantó la vista, pero no era ningún avión. Aunque era la primera vez que lo veía, lo identificó con sus recuerdos debilitados, porque el Dador se lo había dado muchas veces. Era un pájaro.
Pronto hubo por el camino muchos pájaros, que planeaban en lo alto y gritaban. Vieron ciervos y una vez, al lado de la carretera, mirándoles con curiosidad y sin miedo, un animal pequeño, pardo rojizo con una cola espesa, cuyo nombre Jonás no conocía. Frenó la bici y se quedaron mirándose fijamente, hasta que el animal dio media vuelta y desapareció en el bosque.
Todo aquello era nuevo para él. Tras una vida donde todo había sido igual y previsible, le impresionaban las sorpresas que encerraba cada vuelta del camino. Frenaba la bici una y otra vez para contemplar admirado las flores silvestres, para gozar del gorjeo gutural de un pájaro distinto en las cercanías, o sencillamente para mirar cómo el viento movía las hojas de los árboles. Durante sus doce años en la Comunidad, jamás había sentido aquellos momentos simples de felicidad exquisita.
Pero ahora también le iban creciendo dentro unos temores angustiosos. El más continuo de sus temores nuevos era el de que pudieran morirse de hambre. Desde que dejaron atrás los campos cultivados era casi imposible encontrar qué comer. La escasa provisión de patatas y zanahorias recogida en la última zona agrícola se agotó y ahora siempre estaban hambrientos.
Jonás se arrodilló junto a un riachuelo e intentó sin éxito atrapar un pez con las manos. Frustrado, tiró piedras al agua, aun a sabiendas de que era inútil. Por fin, presa de la desesperación, improvisó una red atando hilachas de la manta de Gabriel alrededor de un palo curvo.
Al cabo de innumerables intentos la red dio un par de peces plateados, coleando. Jonás los partió metódicamente en trocitos con una piedra afilada y Gabriel y él se los comieron crudos. Comieron también algunas bayas y trataron de atrapar un pájaro sin conseguirlo.
De noche, mientras Gabriel dormía a su lado, Jonás se mantenía despierto, atormentado por el hambre, y recordaba su vida en la Comunidad, donde cada día se llevaba la comida a las casas.
Trataba de emplear el poder debilitado de su memoria para recrear almuerzos, y lograba breves fragmentos maravillosos: banquetes con enormes asados; fiestas de cumpleaños con tartas exquisitas y apetitosas frutas comidas directamente del árbol, tibias de sol y jugosas.
Pero al desvanecerse los retazos de recuerdo, le quedaban aquellos retortijones dolorosos de estómago vacío. Un buen día se acordó con desconsuelo de aquella vez en que siendo niño le habían reñido por emplear indebidamente una palabra. La palabra era «hambriento». «Tú nunca has estado hambriento», le habían dicho. «Tú nunca estarás hambriento.»
Ahora lo estaba. De haber permanecido en la Comunidad no lo estaría. Era así de sencillo. Una vez había ansiado poder elegir. Y cuando pudo elegir, había elegido mal: había elegido marcharse. Y ahora se moría de hambre.
Pero si se hubiera quedado...
Su pensamiento siguió adelante. Si se hubiera quedado, habría muerto de hambre en otros sentidos. Habría vivido una vida hambrienta de sentimientos, de color, de amor.
¿Y Gabriel? Para Gabriel no habría habido vida de ninguna clase.
Así que realmente no había podido elegir.
Llegó a ser una lucha pedalear con una debilidad cada día mayor por la falta de alimento y a la vez dándose cuenta de que estaban llegando a algo que durante mucho tiempo había anhelado ver: montes.
La torcedura del tobillo le latía cada vez que empujaba hacia abajo el pedal, con un esfuerzo que era casi superior a él.
Y el viento estaba cambiando. Durante dos días llovió. Jonás no había visto llover nunca, aunque a menudo había experimentado la lluvia en los recuerdos. Esas lluvias le habían gustado, había gozado de aquella sensación nueva, pero esto era distinto. Gabriel y él se mojaban y cogían frío, y costaba trabajo secarse, incluso cuando después salía el sol.
Gabriel no había llorado en todo el largo y terrible viaje. Pero ahora sí. Lloraba porque tenía hambre y frío y estaba terriblemente débil.
También Jonás lloraba, por las mismas razones y por otra más. Lloraba porque ahora temía no poder salvar a Gabriel. En sí mismo no pensaba ya.